Por si le sirve de consuelo, la comida que hizo mi madre aquella noche no tenía nada de gloriosa y nos dimos por vencidos con el filete al cabo de cinco minutos.
—¿Por qué yo antes no conocía al abuelo? —preguntó de pronto Dot por signos.
Mi padre cogió su vaso de vino, pero no le dio ni un sorbo.
—Sí lo conocías, mi amor —dijo por signos mi madre—. Solo que no te acuerdas.
—¿Me llevaba bien con él?
—Pues… bueno, eras tan pequeña que es difícil decirlo —respondió mi madre.
—¿Se va a poner bien?
—Eso esperamos. Aunque está muy pachucho.
—¿Se pondrá bien mañana? ¿O pasado? ¿O al día siguiente?
—Para de hacer preguntas estúpidas —murmuró Soph. Dot se quedó mirándola sin comprender, porque le cuesta leer los labios—. Para de hacer preguntas estúpidas —volvió a decir Soph moviendo los labios aún más rápido aposta.
—
Sophie
… —la advirtió mi madre.
—El abuelo se pondrá bien, cariño —dijo mi padre por signos. Movía las manos despacio y con torpeza—. Está en el hospital, pero se mantiene estable.
Mi madre le puso a Dot un brazo alrededor de los hombros y le acarició la coronilla con la nariz.
—No te preocupes.
—Yo también estoy preocupada —anunció de pronto Soph—. O sea, y si
se muere
o lo que sea…
Mi padre suspiró.
—Tampoco te pongas tan dramática.
Le eché una mirada al reloj de pared del abuelo. Faltaban cuarenta y cinco minutos para que empezara la fiesta. Me puse a silbar. Normalmente nunca silbaba. Mi madre me miró como si sospechara mientras yo llevaba mis platos al fregadero, con los pies descalzos enfriándoseme contra las baldosas.
—¿Adónde vas? —me preguntó.
No me atreví a mirarla.
—A arreglarme.
—¿Para qué?
Solté el cuchillo y el tenedor dentro del agua y me quedé mirando las burbujas.
—Para ir a la fiesta de casa de Max.
—¿Qué fiesta? —preguntó mi madre—. ¿Qué fiesta, Zoe?
Me di la vuelta.
—¡Papá me dijo que podía ir!
Mi madre fulminó con la mirada a mi padre, que estaba rebañando con el dedo un poco de kétchup que tenía en el plato y chupándoselo hasta dejárselo limpio.
—Bueno, se ha portado bien durante todo el día.
Eso era más de lo que yo podía esperar. Tuve que aguantarme las ganas de lanzarme sobre él y darle un beso.
—¿No pensabas decírmelo, Simon?
—Tampoco tengo por qué someter todas mis decisiones a tu aprobación.
—Ah, o sea que así es como va a ser de ahora en adelante, ¿es eso? —saltó mi madre—. Tú tomando decisiones (decisiones ridículas) que afectan a toda la familia, sin tener en cuenta…
A mi padre se le puso la cara roja del enfado.
—No empieces otra vez con eso, Jane. Y menos delante de las niñas.
Mi madre soltó un bufido, pero dejó el tema. Yo me acerqué a la puerta de la cocina mientras Dot cogía una judía verde y la lanzaba otra vez a su plato como si fuera una jabalina.
—¡Medalla de oro en las Olimpiadas! —dijo por signos—. ¡Y medalla de oro en lanzamiento de disco! —Lanzó una rodaja de zanahoria. Rebotó en el codo de Soph y aterrizó al lado del salero.
—Mamá, dile algo… —se quejó Soph.
—Parad, niñas —intervino mi padre.
—Pero ¿por qué la tomas conmigo? —explotó Soph.
—Déjalo, Soph —dijo mi madre.
—Pero ¡qué injusticia! —gritó Soph haciendo un gesto con la mano y dándole por accidente a un vaso. Salió volando hasta la otra punta de la mesa, derramando el zumo de grosellas negras por todas partes. Mi padre soltó un taco y mi madre se levantó de un salto para coger un trapo de cocina.
—Entonces ¿puedo ir? —pregunté.
—¡No! —dijo mi madre.
—¡Sí! —dijo al mismo tiempo mi padre.
Se atravesaron el uno al otro con la mirada mientras el zumo de grosella goteaba sobre el suelo.
—¡Muy bien! —dijo mi madre bruscamente—, pero a las once voy a recogerte.
Antes de que mi madre pudiera cambiar de opinión, salí como una tromba de la cocina, subí los escalones de dos en dos y me metí en mi cuarto. Estaba ordenado, claro, porque así era como me obligaba mi madre a tenerlo: toda la ropa bien colgada en el armario y mi edredón morado bien estirado. La lámpara morada que hacía juego estaba exactamente en el centro de la mesilla, y en el estante de encima de mi cabecero los libros estaban colocados todos con el título para el mismo lado. Solo mi mesa estaba desordenada, con páginas de «Pelasio el Simpasio» extendidas por todas partes y el tablón de avisos lleno de post—its con detalles de los personajes y giros de la trama garrapateados con boli.
Me arreglé más rápido que nunca en mi vida, embutiéndome en unos vaqueros negros y una camiseta. Es verdad que me debería haber lavado el pelo, pero, señor Harris, no había tiempo, así que me hice como pude una coleta y me puse unos pendientes, nada especial ni femenino, solo unos aros plateados. Antes de salir corriendo de mi cuarto, me calcé un par de zapatos planos y me metí de un salto en el coche de mi padre.
La casa la oímos antes de verla, con toda aquella música, aquella percusión palpitante que hacía vibrar el aire. Mi padre paró el coche al lado de una hilera de casas adosadas. Eran pequeñas y sencillas, más o menos las casas que dibujaría Dot si le diese un papel y un lápiz. Dos ventanas arriba, dos abajo, en el centro la puerta y delante un jardín alargado y estrecho con un árbol, una zona pavimentada y un trocito de césped.
Desde lejos se veía un oscilar de globos en forma de botella de cerveza; las cuerdas plateadas estaban atadas a la verja de la última de las casas adosadas. Salí del coche, con la cara probablemente de color rosa y la boca seguro que seca, porque recuerdo que me costaba tragar saliva porque no tenía.
—Pórtate bien, ¿eh? —dijo mi padre al ver los globos—. Ya he tenido bastante melodrama por hoy.
Sonaba tan harto que metí la cabeza por la ventanilla.
—¿Estás bien?
Un bostezo. Una fugaz visión de empastes.
—Se me pasará.
—El abuelo se va a poner mejor, ¿sabes? —le dije, aunque era una chorrada, pero yo quería meterme en la fiesta. Mi padre se quedó mirando por la ventanilla sin ver al grupo de chicas que pasaban dando traspiés con vestidos y tacones altos. De diez centímetros por lo menos debían de ser, y de pronto me pregunté si no iba a resultar ridícula con mis vaqueros y mis zapatos planos.
—Le he visto tan… Ay, no sé. Tan viejo, supongo.
Clavé la mirada en mis pies, intentando imaginármelos desde la perspectiva de otra persona.
—Es que
es
viejo, papá.
—Antes corría maratones.
Levanté la vista, sorprendida.
—¿De verdad?
—Ah, sí. Estaba en forma. Una vez terminó uno en poco más de tres horas.
—Y ¿eso está bien?
Mi padre sonrió, pero con aire triste.
—Está mejor que bien, cariño. Y sabía bailar. Y la abuela también. Eran un par de figuras.
La música de la casa sonó más fuerte. La gente se dirigía hacia ella en oleadas: una pareja de la mano, dos chicos con camisas de cuadros y una chica de un curso superior con un vestido de lunares. Mis piernas se negaban a quedarse quietas. Mi padre estaba muy lejos con sus pensamientos, pero la fiesta estaba allí mismo delante de mis narices y yo no quería ser brusca pero el tiempo hacía tictac tictac tictac. Cuando hubieron pasado suficientes segundos me asomé dentro del coche y le di un beso en la mejilla antes de irme, preguntándome qué música sería la que le gustaba al abuelo y qué aspecto tendría bailando, con un cuerpo tan joven como el mío.
Solo porque yo podía, solo porque no estaba entumecida ni debilitada ni ingresada en un hospital por una embolia, me apresuré, dando gracias por mis extremidades que funcionaban y mis articulaciones que se movían y por no ser vieja. Para cuando llegué a la última casa de la calle, el corazón me latía a toda velocidad. La puerta delantera estaba abierta y la gente se abría paso hacia el interior. Me detuve un instante junto a la verja, apartando con la mano los globos y asimilándolo todo. Para serle sincera, aquello me parecía todo un mundo nuevo y no solo un recibidor con una vieja alfombra azul. El estómago me daba saltos y la adrenalina me hacía cosquillas y me sentía joven, señor Harris, sentía lo precioso que es ser joven de verdad. Saboreé el momento y luego recorrí rápido el camino, esquivando las grietas de entre las losas de piedra.
—¿Qué, cruzando por las piedras un río caudaloso? ¿O saltando vallas en las Olimpiadas? —Había un chico al que no reconocí sentado en un banco del jardín delantero, mirándome directamente. Ojos castaños. Pelo rubio revuelto que parecía que no se lo había peinado nunca. Suficientemente alto. Delgado. Brazos musculosos cruzados sobre el pecho—. ¿Qué te estabas imaginando? —gritó por encima de la música, señalando a las grietas.
Yo me encogí de hombros.
—Nada. Es que soy supersticiosa. Meter el pie entre las losas trae mala suerte, ¿no?
El chico apartó la mirada.
—Qué decepción.
—¿Qué decepción?
—Creí que estabas jugando a algo.
—Puedo jugar a algo si quieres que juegue a algo —le respondí. Me sorprendió mi propia voz. Segura de sí misma. Insinuante incluso. Un sonido completamente nuevo.
El chico volvió a mirarme, ahora con interés.
—Muy bien… Aquí va una pregunta. Si las grietas fueran algo peligroso, ¿qué serían?
Lo pensé un instante mientras tres chicas entraban a trompicones en la fiesta, riéndose al ver mi atuendo.
—Trampas para ratones —respondí tratando de ignorarlas.
—¿Trampas para ratones? ¿Puedes elegir cualquier fantasía del mundo entero, y escoges
trampas para ratones
?
—Sí, bueno…
—Ni cocodrilos ni profundos agujeros negros con serpientes al fondo. Pequeñas trampas para ratones con su trocito de cheddar enganchado en la parte que salta.
Me acerqué un paso más, y luego otro, disfrutándolo.
—¿Quién ha hablado de
pequeñas
trampas para ratones? —Señalé las grietas con la punta del zapato—. Puede que sean trampas enormes con queso envenenado y unos pinchos que me podrían dejar los dedos de los pies hechos trizas.
—¿Te los han dejado?
Dudé. Luego sonreí.
—No. Son pequeñas trampas para ratones con su trocito de cheddar enganchado en la parte que salta.
Por encima de nuestras cabezas, algo voló hasta un árbol y ululó.
—¡Un búho! —exclamé.
El chico sacudió la cabeza.
—Ya estás otra vez…
—Ya estoy ¿qué?
Con un suspiro, se puso de pie. Tenía los hombros tan anchos que parecía capaz de cargar todo el peso del mundo o por lo menos de llevarme a mí a cuestas. Llevaba unos vaqueros de un azul desgastado y una camiseta negra que le quedaba floja por todas las partes por donde no debería. Se había esforzado todavía menos que yo. De golpe fue como si mis zapatos planos se elevaran diez centímetros por encima del suelo.
—¿Ves el pájaro? —me preguntó apoyándose la mano en las cejas y escrutando entre las hojas.
—Pues no, pero…
—Entonces ¿cómo sabes que es un búho? Podría ser un fantasma.
—No es un fantasma.
El chico dio unos pasos hacia mí y el aire se me atascó en la garganta.
—Y ¿tú cómo lo sabes? Podría ser un espíritu que…
—Sé que es un búho por la forma de ulular —le interrumpí. El pájaro volvió a hacerlo, como para darme la razón. Levanté un dedo—. ¿Has oído eso? Esa es la llamada del mochuelo. La llamada de apareamiento, de hecho.
El chico levantó una ceja. Había logrado sorprenderle.
—La llamada de apareamiento, ¿eh? —Los ojos le centellearon y yo me sentí triunfante—. Cuéntame más de ese apasionado mochuelo.
—Bueno, es una de las especies más comunes de Gran Bretaña. Y tiene plumas. Eso está claro. Pero las tiene bonitas, como jaspeadas, de color marrón y blanco. Tiene la cabeza grande, las patas largas, los ojos amarillos —continué, metiéndome cada vez más en mi tema—, y vuela en una línea ondulada, como rebotando, casi igual que el pájaro carpintero, y…
El chico se echó a reír. Entonces yo me eché a reír. Y el mochuelo ululó como si se fuera a echar a reír él también.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó el chico, y estaba a punto de responderle cuando la verja crujió y se oyó un repiqueteo de tacones en el camino.
—¡Joder, si has venido de verdad! —chilló Lauren—. ¡Vamos a buscar algo de beber! —Y antes de que yo pudiera protestar me agarró la mano y tiró de mí hacia la casa, tropezándose en una grieta del suelo.
—Cuidado con los cocodrilos —dije. Por el rabillo del ojo vi al chico sonreír. Lauren se detuvo, con cara de no entender.
—¿Qué? —preguntó.
—Es igual —murmuré, y entonces sonreí yo también.
* * *
El cuarto de estar era pequeño, con una alfombra roja descolorida y un sofá beis arrinconado en un lado para hacer sitio para el baile. Lauren se quitó su abrigo y se unió al mogollón, deshaciéndose en
huuuuus
y con los brazos en alto. Se puso a contonearse en mitad de la sala mientras yo agarraba un vaso de la mesa de las bebidas y me servía un refresco de limón. Y luego, después de una pausa, un poco de vodka. Lo revolví con un dedo, con la música aporreándome los oídos y la sangre y los órganos vitales.
La la la la la
, se puso de pronto a cantar mi corazón. Me tomé la bebida de un trago mientras la gente daba vueltas entre el sofá y la repisa de la chimenea como si en lugar de en un cuarto de estar estuvieran en una discoteca, y para ser sincera resultaban ridículos, apretujándose unos contra otros sobre la alfombra.
Y entonces de repente allí estaba él, apoyado en el marco de la puerta, divirtiéndose con la escena. Interceptó mi mirada o puede que yo interceptara la suya, o que interceptásemos cada uno la del otro justo en el mismo instante. Mientras todos los demás bailaban, él sacudió la cabeza y yo puse cara de hartura y los dos supimos exactamente lo que estaba pensando el otro, como si nuestras cabezas, imagíneselo, señor Harris, estuvieran conectadas con un cable telefónico. El chico no se acercó a mí y yo no me acerqué a él, pero el cable que conectaba nuestros cerebros chissssssporroteaba.
Una cabeza pelirroja se metió en medio, pero el chico seguía mirándome y remirándome como si yo fuera digna de una segunda y una tercera y una centésima mirada. Bajo sus ojos mi cuerpo parecía otra cosa. No solo piernas y brazos y órganos. Piel y labios y curvas. Me serví otra bebida mientras el chico hablaba con un amigo suyo. Me noté las manos temblorosas al contacto con el frío cristal. Una buena cantidad de vodka cayó en mi vaso y otra buena cantidad se derramó por la mesa. Agarré entre palabrotas una servilleta, y para cuando lo hube limpiado, el chico había desaparecido. Tal cual. Un instante estaba junto a la puerta y al siguiente ya no estaba, y el corazón se me paró en seco con un enorme
oh
.