Sofía Montalvo y Mariana León fueron amigas en el colegio. Sofía, joven imaginativa, de carácter abierto, se ha visto atrapada en una oscura existencia de esposa y madre de familia. Mariana, cuya trayectoria amorosa resulta más confusa que apasionada, se ha convertido en una brillante psiquiatra de moda. Al cabo de más de treinta años, el azar las hace coincidir en un cóctel y el recuerdo de su amistad desencadena en ambas una revolución interior que irá creciendo a lo largo del libro. En este encuentro, Mariana evocó la afición de Sofía por las palabras, animándola a escribir. Con la sensación de quien se dispone a ordenar el cuarto donde se amontonan los miedos, objetos, presencia y fantasías, Sofía estrenará su primer cuaderno. Entretanto, Mariana se ha marchado de Madrid sin avisar a nadie y compone para Sofía cartas que no se atreve a echar al correo, y donde va tomando el pulso a su desintegración psicológica. La novela es así la historia de dos escrituras, pero también, quizás por encima de todo, la reconstrucción de una amistad.
Carmen Martín Gaite, dueña de un estilo que se mueve con idéntica soltura en los diálogos, las invocaciones poéticas, la creación de personajes accesorios, los momentos de suspense o las asociaciones surrealistas, ha sabido captar, magistralmente, esos cambios de postura, esos giros del alma de sus entes de ficción en una de las novelas españolas con mayor éxito nacional e internacional de las últimas décadas.
Carmen Martin Gaite
Nubosidad Variable
ePUB v1.1
JackTorrance18.03.12
Ilustración: «La visita», Moritz von Schwind, 1855
Carmen Martín Gaite, 1992
Para el alma que ella dejó de guardia
permanente, como una lucecita encendida,
en mi casa, en mi cuerpo y en el nombre
por el que me llamaba.
Cuando he escrito novelas, siempre he tenido la sensación de encontrarme en las manos con añicos de espejo, y sin embargo conservaba la esperanza de acabar por recomponer el espejo entero. No lo logré nunca, y a medida que he seguido escribiendo, más se ha ido alejando la esperanza. Esta vez, ya desde el principio no esperaba nada. El espejo estaba roto y sabía que pegar los fragmentos era imposible. Que nunca iba a alcanzar el don de tener ante mí un espejo entero.
NATALIA GINZBURG,
Preámbulo a
La città e la casa
Ayer, después de casi dos meses de tiempo inseguro y chaparrones intermitentes, que según parece han sido agua bendita para el campo, estalló por fin la primavera y la sentí bullendo provocativa a través de los cristales de la ventana. Fue la sombra fugaz de una paloma la que reveló, al desaparecer, ese raudal de luz que todo lo invadía con el asalto de su llamada, un tirón anacrónico hacia aventuras ya imposibles. Me acordé de que había soñado con Mariana León. Estábamos tumbadas en el campo mirando las nubes; antes habían pasado otras muchas cosas no tan placenteras, creo que me perseguían porque estaba implicada en un atentado, y es posible que allí encima de la hierba se lo estuviera contando a Mariana, aunque no estoy segura, ni tampoco de que ella viniera conmigo cuando lo de la persecución. De los sueños aterriza uno con la cabeza tonta y siempre se han perdido cosas fundamentales. La luz que entraba por la ventana, aunque parecida a la del sueño, solamente consiguió hallar eco en la arritmia de mi respiración, como un aleteo de mariposas agonizantes.
Eduardo ya se había levantado. Sin apartar los ojos de la ventana, estuve un rato inmóvil oyendo el ruido de la ducha, que venía a aumentar mi desazón colándose por la puerta del cuarto de baño.
Odio ese cuarto de baño, aunque haya quedado precioso. El otoño pasado nos gastamos tres millones en reformarlo por todo lo alto, aprovechando para la ampliación el antiguo dormitorio de Lorenzo que se convirtió en un vestidor con pared de espejo. «Mejor dejarlo muy bien, porque la casa se revaloriza, caso de venderla —dijo Eduardo, que desde hace algún tiempo no habla más que de dinero—, ¿tú sabes lo que se paga ahora el metro cuadrado en esta zona?.» Bueno, al fin y al cabo había que decidirse a levantar todas las cañerías y sustituirlas por otras de cobre para que se acabaran de una vez los conflictos con los vecinos del séptimo, ésa ya me pareció una razón de más peso. Durante años han estado subiendo a protestar por las manchas de humedad que brotaban esporádicamente en el techo de su vivienda y a exigirnos diagnóstico y remedio para lo que acabó revelándose como incurable epidemia. Los síntomas del mal, aquellas marcas imprevisibles en el piso de abajo, iban pautando —me doy cuenta ahora— el proceso correlativo de mi propia erosión, el deterioro del entusiasmo, de las ilusiones, de mi fuerza de voluntad y de mis capacidades más que discutibles como madre y esposa.
Cuando Eduardo empezó a ganar más dinero y nos mudamos a esta casa, nuestros hijos eran pequeños —Encarna nueve años, Lorenzo ocho y Amelia dos, creo— y a los vecinos del séptimo les pusieron de mote «la familia del burro flautista» porque el chico mayor se pasaba las horas muertas tocando el clarinete en su cuarto. Se le veía por la ventana del patio, aplicándose a su tarea con gesto ceñudo, sin que pueda decirse que escucharle fuera un transporte para los sentidos. Tampoco daba la impresión de que sus padres hubieran descubierto la pólvora, eran bastante protervos, y dejando aparte las enojosas cuestiones de fontanería que nos obligaban a relacionarnos con ellos, nunca había existido entre nosotros el menor asomo de cordialidad. Para mí su existencia era un tormento. Cada vez que llamaban a la puerta y se presentaba la señora del pelo teñido y los labios finos, que a duras penas encubrían el reproche bajo una sonrisa cortés, me veía asaltada por esa sensación alevosa e inconfundible que desde niña se me viene encima cuando menos lo espero como un nubarrón sobre mi alegría: la necesidad de justificarme ante otro de culpas que no recuerdo haber cometido.
—Pero ¿otra vez? No puede ser, señora Acosta, si hace cinco meses vino el fontanero, acuérdese, y se les pagó a ustedes la cuenta de los pintores. Si precisamente…
—Entonces, ¿qué me quiere decir?, ¿que lo estoy inventando? Baje conmigo y se convencerá.
Bajaba, precedida por ella, los veintiún peldaños de mármol que separan nuestras viviendas. Solía ser un trayecto silencioso. El hall lo tenían empapelado en dorado con relieves de inspiración marinera, y todo lo que se veía a través de las puertas, conforme avanzábamos por el pasillo, rezumaba la misma ostentación fría y de mal gusto, que ya llegaba al colmo en la alcoba matrimonial, toda rasos y muebles pompeyanos, por la que había que cruzar sin remedio para llegar a la meta de la discordia.
Aquellas visitas de exploración a la casa de abajo, rematadas por la consiguiente decisión de volver a llamar a un fontanero, me dejaban un rastro de inquietud que tardaba en cicatrizar, porque se sabía que la herida volvería a abrirse por otra parte el día menos pensado. Las manchas de humedad, de cuya irrupción me veía obligada a responsabilizarme, no aparecían nunca en el mismo sitio, y el esfuerzo preciso para hacerlas coincidir desde el piso de abajo con el punto culpable que las originaba requería una concentración que no me estaba permitido esquivar, pero que todo mi organismo rechazaba. Y lo peor era que la señora del séptimo se había dado cuenta, con la refinada malicia de un torturador, del dominio que ejercía sobre mis vacilantes humores a través de aquella investigación doméstica, y se gozaba en acorralarme con su interrogatorio.
—Debe ser el lavabo esta vez. ¿No tienen ustedes el lavabo en aquella esquina?
—Pues no sé, no me oriento.
Fiscalizada por los ojos azules y fríos de mi vecina, miraba al techo, como quien contempla un mapa desconocido sobre el que hay que tomar posiciones para decidir una batalla inútil.
«Es una pesadilla —pensaba a veces—, tengo que estar soñando. Seguro que me despierto y las dos nos reímos sentadas en el suelo que se convierte en hierba, y el retrete en un manzano frondoso, y las manchas del techo en nubes movedizas, de cuyo cambiante dibujo nadie te pide cuentas, vivir
day to day
, nubes deshilachadas rodando sobre nuestras cabezas, sugiriendo imágenes de libertad y aventura, seguro que desaparecen la casa de arriba y Eduardo y el marido de esta señora con su bigote canoso, y miro a esta señora y es Mariana León y nos despertamos a buen recaudo del futuro, dos amigas del instituto riéndose a carcajadas sobre una alfombra primaveral, saboreando la complicidad de haber faltado a clase, mientras se comen un bocadillo y hablan de lo tontos que son los chicos» pero aquello, claro, nunca ocurrió ni llegó a aliviarse tampoco posteriormente la relación tensa que, por culpa de las sucesivas obras de fontanería, manteníamos con la familia del burro flautista. La reciente reforma megalómana de nuestro cuarto de baño, proyectada por un arquitecto amigo de Eduardo, aparte del martirio que supuso para mí, obligada a interesarme por la marcha de las obras, por el color de los azulejos y la forma y tamaño de la nueva bañera, ha intensificado la hostilidad de la señora Acosta, que, al parecer, sufre de los nervios y no podía soportar aquellos golpes sobre su cabeza que duraron casi un mes.
—Ni que estuvieran ustedes construyendo el Monasterio del Escorial —le dijo su marido al mío un día que se lo encontró en el ascensor.
Y aunque él, al comentármelo, estaba indignado por la grosería, a mí me hizo gracia, y pensé que tenían razón los vecinos del séptimo, porque yo era la primera en estar al borde del ataque de nervios con tanto trasiego de operarios y desalojo de cascotes, pero no me atreví a reírme delante de Eduardo, con lo que nos reíamos antes siempre por cualquier cosa; ahora se toma a sí mismo más en serio, y al dinero ya no digamos, es su panacea. Y a la fuerza tiene que ser la mía también.
Salió ya vestido del cuarto de baño y, al rodear la cama para abrir un cajón de la cómoda, su figura se interpuso entre mis ojos y la luz de la ventana. Me pareció un extraño y, al cruzarse nuestras miradas, la mía debía acusar aquella impresión, porque noté que se quedaba intimidado, como siempre que no encuentra el reflejo incondicional que precisa para refrendar su nueva imagen. Últimamente se compra mucha ropa, entre lujosa e informal, creo que va a la sauna y se peina con gomina. Los chicos hablan poco de él cuando voy a verlos, pero le llaman «pared de mampostería» no sé si por las obras que siempre está inventando, por el pelo tan pegado o porque él mismo se ha convertido en una especie de pared que no deja resquicios para que se cuele ningún problema de los que no se pueden zanjar a base de dinero. Yo no sé qué hacer cuando los chicos hablan en este tono de Eduardo, por una parte tienen razón, pero lo acepto mal, la educación que he recibido no me había preparado para que algún día llegara a verme en situaciones así. A él los chicos está claro que cada vez le importan menos, que le basta con tenerlos lejos, apenas se pronuncia su nombre entre nosotros ahora. Debe ser culpa mía, nunca encuentro el momento. Pero tampoco se trata de culpas, es que las cosas no son tan fáciles, hay mucho mar de fondo.
Se había parado junto a la cama y miraba el cenicero lleno de colillas, mi ropa en desorden sobre la butaquita y un libro tirado en el suelo. Yo seguía sin moverme. Cerré los ojos.