Había descolgado nuevamente. Esta vez los primeros seis ecos de la llamada se sucedieron más rápido. Luego se produjo una pausa, rematada finalmente por un último tintineo enérgico, que a juzgar por la duración del trayecto debía corresponder a un nueve. Me mantuve a la espera. No cuelgues. No colgó. Se había atrevido. Ahora ya podía desentenderme, el asunto escapaba a mi control.
Me levanté aprisa porque del hornillo encendido venía un olor sospechoso. El guiso de bacalao se estaba pegando. Le bajé el fuego, le añadí un poco de agua y me puse a revolverlo con una cuchara de palo sin convicción, presa de un repentino desfallecimiento.
Tenía el teléfono del office a cinco pasos, podía acercarme y descolgarlo furtivamente, participar como un espía de aquella conversación. Pero no lo iba a hacer, y Amelia estaba secura de que no lo iba a hacer. A mi madre empecé a odiarla desde que supe que me leía las cartas de Guillermo. Hace diez idos, cuando murió, me di cuenta de que todavía no había ido capaz de perdonarle aquello. Traté de concentrarme ahora en la ensalada, y encendí la radio para entretener la espera.
Amelia tardó bastante en volver. Yo ya había puesto la mesa hacía rato y estaba abriendo una botella de vino. Siempre se rompen los corchos; lo sé desde el principio que se me van a romper.
—Trae —dijo Amelia—, no seas calamidad. Si es que lo metes torcido. Déjame a mí.
Venía de vaqueros y camiseta color malva con un letrero en blanco donde decía «I'm free.» No sé si será tan
free
como proclama. Nadie lo es cuando se enamora. Noté que no se había duchado, porque ella nunca usa gorro de baño y el pelo lo traía completamente seco. Había estado hablando por teléfono todo el tiempo. Y no parecía haberle sentado demasiado bien.
—Mira que son feos esos uniformes que os ponen, hija. Así estás mucho más guapa, da gusto verte.
—¿Tú crees?
Esbozaba una sonrisa dirigida al sacacorchos, pero se le quebró a medio camino, como tragada hacia un pozo de sombras del que yo no sé nada. Seguramente ella sabe más del mío.
En la radio empezó a sonar la voz de Georges Moustaki:
Votre fille a vingt ans,
que le temps passe vite,
madame!
Hier encore elle était si petite…
De pronto, me veía al borde de mi propio pozo, y no quería mirarlo, trataba de resistirme a ese vértigo malsano y capcioso, pero me atraía. La cocina era el pozo, y del fondo surgían como fantasmas movedizos tres rostros infantiles llamándome con voces de sirena, pidiéndome la merienda, tres siluetas confundidas en una que se entrelazaban y bailoteaban a mi alrededor a los sones del clarinete del burro flautista, tirando por el aire cuadernos y cáscaras de plátano. Mamá, mira Lorenzo lo que hace, ¿quién ha roto el tarro de mermelada? yo no he sido, oye, mírame el cuaderno, no le hagas caso, mamá, mírame, mira qué bien silbo, Daría, cara de arpía, por favor, callaros, mira, Encarna se ha hecho sangre en un dedo, ven, mira-mira-mira. Y mi espejo giraba para dar abasto a todo, yo era un espejo de cuerpo entero que los reflejaba a ellos al mirarlos, al devolverles la imagen que necesitaban para seguir existiendo, absueltos de la culpa y de la amenaza, un espejo que no se podía cuartear ni perder el azogue. No les llagas caso, Daría; venga, sentaros a comer, papá llega enseguida, tocáis a cinco croquetas, ¿sólo?, ¡qué ricas!, ¿las has hecho tú?
Amelia había conseguido sacar el sacacorchos sin que se le rompiera el corcho y se sentó. Tenía una mirada inerte, impenetrable. Era evidente que mi espejo ya no le servía. Dijo que no aguantaba a Moustaki, y cerró la radio.
—¿Por qué has puesto dos platos? —preguntó luego—. ¿Es que vas a comer también tú?
—Sí. Antes no tuve ganas. Me deprime comer sola. Y eso que, a estas alturas, ya me tendría que haber acostumbrado.
Inmediatamente me arrepentí de haberlo dicho. Porque además no es una verdad absoluta, por ejemplo de la canción de Moustaki hubiera disfrutado más estando sola, muchas veces me encuentro muy a gusto sin tener que estar pendiente del gusto de los demás. Pero ya lo había dicho, y el retintín victimista de las últimas palabras se quedó reptando por las paredes de la cocina como una serpentina negra.
Amelia bajó los ojos al plato y se aplicó a comer en silencio, sin decir siquiera si lo que se estaba llevando a la boca le gustaba o no. A lo largo de una serie de años, que ahora se pierden en la niebla, mi equilibrio mental estuvo supeditado al logro de recetas de cocina apetitosas y de un comentario reprobatorio por parte de los duendecillos reflejados en mi espejo. Son vicios que se pueden quedar crónicos si no se lucha contra ellos. Me negaba a preguntarle a Amelia si estaba bueno el bacalao. Pero lo malo es que cualquier otra pregunta de las que se me ocurrían la rechazaba igualmente. Todas me parecían un remiendo torpe sobre aquel desgarrón de silencio que se iba espesando y se bifurcaba en dos caudales divergentes, el suyo y el mío, cada cual arrastrando su propio aluvión, ensombrecidos por la misma serpentina negra.
Llamaron al teléfono y fui a cogerlo al office.
—Si es para mí, no estoy —dijo Amelia.
No era para ella. Era Consuelo, la hija de Daría, otro de los pobladores de las profundidades del pozo, el más descarado y rebelde. Una pelirroja a quien le vino el periodo a los diez años. Los niños se sentían fascinados por su desparpajo de chica barriobajera. Ahora se alterna con su madre, cuando ella no puede venir a hacer las faenas, y además le pago un tanto fijo al mes para que vaya a adecentar un poco el apartamento donde viven Lorenzo y Encarna, que responde, en léxico familiar, al mote de «refugio para tortugas.»
Consuelo habla con acento madrileño muy marcado, salpicado de expresiones de reciente hornada que recoge a diario en la calle, porque, según su madre, si la casa se cae, será un milagro que la pille debajo. Su sueño es entrar en un conjunto de rock, y los chicos la animan porque dicen que tiene madera. Su zona de operaciones es Vallecas.
Me telefoneaba desde el refugio o «refu» como lo llama ella, que tiende al apócope. Tardé en entender el problema que motivaba su llamada, pero eso no me cogió de nuevas. Tiene la costumbre —bastante generalizada, por otra parte— de entrar en materia sin ponerle a uno en antecedentes, en plan «relato a perdigonadas» como Mariana y yo llamábamos en tiempos a este tipo de narraciones donde se ignoran los puntos cardinales del interlocutor y su falta de información previa sobre el asunto, generalmente conflictivo, que le disparan sin más preámbulo.
Esta vez el argumento central parecían ser unos jarrones, que Consuelo daba por supuesto que eran míos.
—Y, como yo he dicho al hombre, que desde el tercero los ha tenido que subir a brazo, eso es de la otra casa, eso tiene que ser cosa de la señora, pero él las señas que trae apuntadas son éstas y el nombre del señorito Lorenzo aunque debajo dice «para Antonio» y yo, claro, como no están ahora ninguno no se lo puedo preguntar, pero desde luego aquí en el refu no pegan ni con cola, y dónde los ponemos, si además es que son enormes, ¿cómo se le ha ocurrido a usted comprar unos jarrones tan enormes?, por cierto que debían ser dos, pero de uno viene sólo el soporte, espere un momento… ¿Cómo dice…? Ah, nada, dice este hombre que a él se los han dado así, que no le líe.
—¿Pero se los ha dado quién? ¿Y cuándo? Por lo que más quieras, Consuelo, explícate mejor, yo no sé nada de esos jarrones.
—Son como chinos, con mucho floripondio.
—Pero ese hombre ¿quiés es…? Que no, Consuelo, escucha, que no te estoy preguntando su nombre… no, no, ni tampoco quiero que se ponga al teléfono. Lo único que quiero saber es quién le manda o de dónde trae eso… Sí, de acuerdo, espero.
Amelia había levantado la cabeza del plato y me miró a través del arco que separa la cocina del office.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—No sé, no me aclaro. Una historia barroca de los del refu, ya sabes.
—¡Vaya por Dios! —dijo ella—. Pues a ver en qué para. Si la información viene por radio Consuelo, seguro que se te enfría la comida.
—Bueno, pero te podré hacer un resumen divertido.
—Eso no lo pongo en duda —dijo Amelia, sonriendo por primera vez desde que había entrado en la cocina.
Y siguió comiendo, pero ya no tan abstraída ni tan ausente de mí. Cuando Consuelo reinició sus explicoteos al otro lado del hilo, yo ya estaba mucho más interesada en provocar la sonrisa de Amelia con mis comentarios sobre aquella confusa historia que de entenderla. Hablaba para ella, para ella, para convocar su mirada, que enlazaba con la mía como a través de un puente que se endereza.
—Bueno, a ver. Personajes de la trama —me dijo en cuanto colgué el teléfono y me volví a sentar.
—Un transportista llamado Cayetano Trueba, un señor que vive en la calle Covarrubias, unos jarrones chinos y un tal Antonio habitual del refu que parece ser el destinatario de este misterioso envío. Pero ahora no está allí. No creas que me he enterado de mucho más. Consuelo no es Flaubert precisamente, lo suyo es el rock duro. Confiemos en las dotes narrativas del transportista, que viene para acá, porque, según parece, yo tengo que pagar el porte de esos jarrones. ¿Te sirvo más ensalada?
—Sí, está riquísima. Pero eres tonta, mamá, tú no pagues nada, ¿tú qué tienes que ver? Te tienen comido el coco.
—No creas que tanto. También me hacen pasar ratos muy buenos.
El resto de la comida transcurrió en un clima mucho más distendido, y Amelia llegó a reírse por dos veces a plena carcajada. Las historias del refugio para tortugas siempre han dado mucho juego y a ella le divierten cuando se las cuento en plan comedia de Jardiel Poncela, que he descubierto que es el tono que les va. En cambio la relación directa con sus hermanos —que desde niños formaron un bloque excluyente— se le ha ido haciendo cada vez más difícil con el correr del tiempo, le pone muy nerviosa su desorden y por el refugio va poco, aunque en realidad es de los tres, se lo dejó la abuela en el testamento al morir, y hay sitio de sobra. Cuando ella vivía allí sola, después de morir papá y dividir en dos la casa, lo llamábamos el «c.d.l.» cuarto derecha de Lagasca, creo que el nombre se lo puso Lorenzo. Y últimamente, reunidos los domingos a los tres para ir a comer al c.d.l. se había convertido en una auténtica caza a lazo. Pero cuando faltaba alguno mamá se disgustaba, y me echaba las culpas a mí, decía que los tenía pocos sujetos, que no me sabía hacer respetar. Me parece mentira que sea la misma casa.
Salieron a relucir recuerdos de la mudanza al «refu» que para mí supone un hito importante en lo que un sociólogo llamaría «dinámica de las relaciones familiares.» Pero todo aquel trastorno se convierte en diversión al ser revivido para alguien que entiende sus claves jocosas. Entre Amelia y yo había surgido una complicidad lingüística que nos liberaba de nuestros pozos respectivos, y en medio del erial volvía a dibujarse la liebre rodeada de espejos rotos. Muchísimos. Tantos que no se puede atender a todos a la vez.
Por ejemplo, el fragmento que reflejaba la guarida de Encarna, Lorenzo y sus refugiados eventuales empezaba a quedar desenfocado, tapado por una nube. ¿Qué pasó antes de aquella mudanza? Y ya la luz arrancaba destellos de otro añico de espejo correspondiente a un estrato anterior de la historia. Tengo que atender a este flash back, lo tengo que pegar en el collage, aunque sea con saliva.
La escena se desarrolla en un aeropuerto. Es verano. Yo he ido allí a despedir a dos amigas de dieciséis años que viajan por primera vez juntas al extranjero. Cuchichean en voz baja y excitada, sin hacerme caso, radiantes, ingrávidas, mientras yo recuento los bultos del equipaje y pugno por identificarme con su aventura. ¡Qué ganas me dan de irme con vosotras!, les digo. Soledad me sonríe como por cumplir, pero Amelia ni siquiera me ha oído. Me han expulsado del paraíso, no son ellas las que se despiden, sino yo. Lo noté como una corazonada.
—Se me olvidaba decirte que el otro día llamó Soledad preguntando por ti.
Los ojos de Amelia se encendieron como ascuas y todo su rostro se transfiguró.
—Pero, por Dios, mamá, ¿cómo no me has dicho eso lo primero de todo? Le escribí hace muy poco a unas señas que tenía de París y me devolvieron la carta. ¿Llamaba desde París?
—No, está aquí.
Amelia se puso de pie y tiró la servilleta por el aire como si fuera un cartón de bingo premiado.
—I can't believe it!
—gritó—,
I am happy!
¿Cuántos días va a quedarse en Madrid? No se habrá ido.
—No creo. Quedó en venir a verme, dijo que tenía ganas de hablar conmigo. Sus padres se han divorciado, por lo visto, así, sin más ni más, una cosa de repente. Bueno, ya sabes que Soledad, cuando erais más pequeñas, me contaba siempre sus cosas. Yo creo que me quería tanto como tú.
Amelia no me escuchaba.
—Parece un milagro, de verdad, mamá. Llevo varios meses pensando en ella sin parar, te distancias por tonterías de gente que ha sido fundamental para ti, a mí me ha pasado con ella, pierdes el rastro de su vida, y de pronto comprendes que no puede ser, esta misma tarde lo venía pensando cuando aterrizábamos en Barajas, yo me muero de tanto como necesito volver a ver a Soledad, sin ella se me cruzan los cables. No sabes que palo cuando me devolvieron hace poco la carta larguísima con todo lo que no le he contado en estos años. Y ahora, fíjate, ¡la voy a ver!, seguro que la veo y es mejor que ninguna carta, que con sólo oírle la voz volvemos a estar montadas en el avión que nos llevaba a Brighton, aquella maravilla de ir subiendo juntas, de mirar las nubes, con lo que me aburre a mí ahora viajar en avión. No sé si te ha pasado alguna vez una cosa así, que de pronto, cuando más lo estás necesitando, hay algo que hace «clic» que te revive, ¿lo entiendes?
Puse una mano sobre la suya, que tenía posada en la mesa, y acaricié brevemente sus dedos delgados y fríos. En el anular lleva una sortija fina con brillantitos que era de mi madre y a mí ya no me cabe. La llevaba puesta la primera vez que Guillermo me cogió una mano.
—Claro que lo entiendo. También a mí me ha pasado. Hace dos días.
Pareció despertar de su arrebato y me miró extrañada.
—¿Que te ha pasado qué?
—Un encuentro de esos de liebre blanca. ¿Te acuerdas de Mariana León? Te he enseñado fotos suyas varias veces, aquella amiga mía del instituto.
Amelia puso una cara neutra.