Nuestra especie (20 page)

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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

BOOK: Nuestra especie
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Los efectos vinculadores del intercambio de bienes por bienes aumenta si cada parte concede a la otra algo que ésta desea pero que no posee. Según hemos visto, entre los chimpancés comunes, los machos consiguen carne con más frecuencia que las hembras, pero éstas consiguen insectos con más frecuencia que aquéllos. Por lo tanto, hay muchísimas probabilidades de que los machos y las hembras afarensis y hábilis realizaran formas similares de intercambio: probablemente insectos y alimentos vegetales recolectados por las hembras a cambio de trozos de carne fruto de la actividad cinegética o carroñera de los machos. Un efecto inevitable del incremento y la diversificación del intercambio fue seguramente la formación de asociaciones entre subconjuntos de donadores y receptores de ambos sexos. Los individuos podían permitirse el lujo de prestar servicios sexuales a todos los componentes de la tropa —tenían más que de sobra para dar—, pero no de donar alimentos de forma indiscriminada, ya que la comida es mucho más escasa que el sexo. Estas asociaciones que concentraban los intercambios alimentarios en dos o tres grupos menores que la tropa en su totalidad habrían constituido los embriones protoculturales de las familias. Sin embargo, para prevenir la disolución permanente de la tropa, se tenía que mantener cierto grado de intercambio entre estas protofamilias. Entre ellas y dentro de ellas, los donadores tenían que tener la seguridad de que el flujo acabaría invirtiéndose, no necesariamente de que se les fuera a devolver lo mismo que habían dado ni tampoco de manera inmediata, pero sí en cierta medida y de tanto en tanto. De lo contrario, habrían dejado de dar.

Permítaseme subrayar que ninguno de los pasos en el proceso de construcción de unas relaciones sociales complejas por medio de vínculos de intercambio presupone un estrecho control genético de la respuesta de dar y tomar. Contrariamente a lo que pensaban Adam Smith y otros economistas clásicos, la tendencia a «trocar y cambiar» no era más innata que la tendencia a fabricar hachas de mano y bastones de cavar. La expansión de la esfera del intercambio, más allá del dar y tomar prototípico de la copulación y el acicalamiento recíproco, exigió que se generalizase una sencilla relación conductual: todo lo que hacía falta era que los afarensis y los hábilis aprendieran que, dando a los individuos de quienes tomaban, podían volver a tomar de nuevo. Pero la generalización de esta norma para satisfacer más necesidades y pulsiones, incluir a más individuos en el intercambio y alargar los plazos entre toma y devolución, sin perder en ningún momento la pista de cada «cuenta», presupone efectivamente avances decisivos en cuanto a memoria, capacidad de atención e inteligencia general. Los intercambios verdaderamente complejos tuvieron seguramente que esperar a la aparición del lenguaje, con su capacidad para dar expresión formal a los derechos y obligaciones a largo plazo implícitos en cada historia individual de donación y recepción de bienes y servicios.

Pero una vez superada la fase de despegue cultural, las relaciones de intercambio pudieron evolucionar rápidamente hacia distintas clases de transacciones económicas: intercambio de regalos, trueque, comercio, redistribución, gravación fiscal y, finalmente, compraventa y sueldos y salarios. Y hasta el día de hoy es el intercambio el que une a las personas mediante lazos de amistad y matrimonio, creando familias y comunidades, así como entidades políticas y económicas de orden superior. Mediante estructuras repetitivas y cíclicas, mediante permutaciones y combinaciones de diferentes recompensas adecuadas a diferentes pulsiones y necesidades, tejiendo telarañas de complejidad fantástica, vinculadoras de individuos con individuos, instituciones con instituciones, grupos con grupos, el intercambio estuvo destinado a convertir a los miembros de nuestra especie no sólo en las criaturas más intensamente sexuales, sino también en las más intensamente sociales de la Tierra.

¿Cuántos compañeros de cama?

Me gustaría poder decir más sobre el tipo de sistema apareatorio y sobre la organización familiar que prevalecieron durante las fases normativas de la vida social homínida. Pero no se dispone de una sola prueba fehaciente en lo que respecta a todo el período, de cuatro a cinco millones de años, que nos separa de los primeros afarensis. El registro está igualmente en blanco en el caso de los cazadores-recolectores sápiens de la Edad de Piedra posteriores al despegue. Esta falta de datos no ha disuadido a algunos estudiosos de intentar determinar la forma de apareamiento a la que, en teoría, todos los homínidos se hallan innatamente predispuestos. Gozan de gran popularidad las teorías propuestas por quienes insisten en que los primeros humanos fueron monógamos y vivían en tropas o bandas integradas por familias nucleares, compuestas a su vez de una pareja y sus crías. El razonamiento en que se funda este punto de vista es que la sexualidad humana, al basarse en una postura frontal, de cara a cara, personalizada, conduce de manera natural a la formación de fuertes vínculos entre el hombre y la mujer. Presuntamente, tales vínculos de pareja ofrecen la mejor garantía de que las crías humanas van a recibir alimento y educación durante su largo período de dependencia. A algunos antropólogos les gusta redondear la hipótesis postulando una conexión entre la monogamia y la existencia de una base-hogar. Se supone que la mujer y la prole permanecen cerca de esta base-hogar, mientras el marido-padre se va de cacería y regresa cada noche para compartir sus capturas.

Estoy de acuerdo en que los intercambios de comida y sexo llevaron seguramente al desarrollo de vínculos más fuertes entre algunos machos y algunas hembras, pero no veo por qué tuvieran que ser éstos exclusivamente binarios. ¿Qué formas adoptan las pautas de apareamiento contemporáneas? ¿No muestran acaso que las modalidades alternativas de relación sexual y organización familiar se adaptan perfectamente bien a la tarea de satisfacer las necesidades sexuales humanas y criar a los niños? La poliginia se persigue como ideal en más sociedades que la monogamia y se da tanto en sociedades cazadoras-recolectoras como en sociedades de nivel estatal. Además, como resultado de la elevada incidencia de los divorcios, de la costumbre de mantener queridas y concubinas, y de los «líos» extramaritales, la mayor parte de las sociedades ideológicamente monógamas son conductualmente polígamas. Seamos realistas: una de las formas de familia que más rápidamente se está extendiendo por el mundo es la familia monoparental encabezada por una mujer. Las prácticas sexuales que acompañan a este tipo de familia corresponden a menudo a las de una especie de poliandria (una mujer, varios hombres). En los centros de las ciudades estadounidenses y en buena parte de Sudamérica, las islas del Caribe y las zonas en proceso de urbanización de África y la india, las mujeres cohabitan con compañeros temporales o eventuales que engendran hijos en ellas y contribuyen marginalmente a su sustento.

Dada la frecuencia de estos modernos grupos domésticos que no contienen ni están compuestos de una madre y un padre unidos por un vínculo de pareja excluyente, no entiendo cómo cabe insistir en que nuestros antepasados se criaron en familias nucleares monógamas y en que el vínculo emparejador es más natural que otras formas de organización.

Soy igualmente escéptico por lo que respecta a la parte de esta teoría que postula una base-hogar primigenia atendida por hembras hogareñas cuyos compañeros de sexo masculino vagaban de aquí para allá en busca de carne. Considero mucho más probable que los machos, hembras y crías afarensis y hábilis recorrieran juntos el territorio formando una tropa y que las hembras no lactantes intervinieran activamente en las tareas de ahuyentar a los carroñeros, combatir a los depredadores y perseguir a las presas. ¿Las pruebas? Las corredoras de maratón que, compitiendo con los varones en durísimas carreras de 42 kilómetros, están acortando constantemente la distancia que las separa de los ganadores masculinos. En la maratón de Boston, la marca femenina (2 horas, 22 minutos y 43 segundos) es sólo un 9 por ciento inferior a la masculina. No es este el rendimiento que cabría esperar de un sexo cuyos antepasados hubieran permanecido en casa al cuidado de los niños durante dos millones de años.

Lo que acabo de afirmar no debe interpretarse en el sentido de que nuestros antepasados presapiens no establecieran nunca relaciones monógamas de pareja. La cuestión es sencillamente que no tenían más probabilidades de aparearse y criar hijos con arreglo a un único sistema que los humanos de hoy en día. Partiendo de una capacidad para paliar los efectos potencialmente perturbadores de determinadas fórmulas de relación social mediante intercambios de servicios por bienes, bienes por bienes y bienes por servicios, nuestros antepasados presapiens pudieron adoptar sistemas de apareamiento y crianza tan diversos como los que hoy existen o existieron en un pasado reciente.

Sabemos que los sistemas de apareamiento y crianza contemporáneos experimentan adaptaciones constantes dependiendo de los niveles de dominio tecnológico, de la densidad demográfica, de la participación de hombres y mujeres en la producción, y de las condiciones medioambientales locales. Por ejemplo, la poliginia predomina allí donde la tierra es abundante y se da escasez de mano de obra, de manera que los varones pueden obtener beneficios al agregar nuevas esposas e hijos a sus unidades domésticas. Estas condiciones suelen presentarse en territorios recién colonizados; tal es el caso de los mormones de Utah, para los cuales la poliginia representaba una forma de establecer un control sobre una región extensa y escasamente poblada del Oeste americano. En el extremo opuesto, la poliandria representa una adaptación a una escasez extrema de recursos. Se da en el Tíbet, donde las tierras laborables son tan escasas que dos o tres hermanos están dispuestos a compartir una esposa con objeto de limitar el número de herederos a las tierras que poseen en común. La monogamia parece prevalecer en niveles intermedios de presión demográfica y escasez de tierra. Otros muchos factores pueden influir en cada caso concreto. Las organizaciones políticas y eclesiásticas, insertas a su vez en condiciones particulares, pueden prohibir o imponer este o aquel sistema de relación sexual. Más adelante diremos algo más sobre los procesos que dan lugar a la aparición de los distintos sistemas de relaciones sexuales. De momento basta pensar en los cambios en materia de matrimonio y crianza de hijos que actualmente registran las sociedades industriales para comprender que los altos índices de divorcio, el declive de las tasas de fecundidad y el aumento del número de personas que viven solas se explican en función de la selección cultural, no de predisposiciones genéticas que ejerzan un rígido control del comportamiento. Estas tampoco explican las nuevas y extrañas modalidades high-tech de fabricar bebés, que permiten unir el óvulo y el espermatozoide en la probeta del laboratorio e implantar, después, el óvulo fecundado en el útero de una madre biológica o portadora.

En resumidas cuentas, cada una de estas «variaciones» es tan natural como las demás ya que representa una pauta de relación sexual socialmente construida e impuesta por las condiciones sociales y naturales predominantes, no por instrucciones genéticas específicas. Ciertamente, es propio de la naturaleza humana poseer un apetito y una pulsión sexuales sumamente desarrollados, y es ciertamente propio de la naturaleza humana ser capaz de encontrar diversas formas de satisfacer estas necesidades y apetitos específicos de la especie. Pero no es consustancial a la naturaleza humana ser exclusivamente promiscuo ni poliándrico ni monógamo ni polígino.

¿Genes contra el incesto?

¿A qué se debe que a lo largo y ancho del mundo cause náusea, asco, horror e indignación descubrir que padre e hija, madre e hijo, o hermano y hermana se han acostado juntos? ¿Es posible que un hecho tan extendido y poderoso como el tabú contra el incesto sea también producto de una selección cultural, en vez de natural? Sí, estoy en buena medida convencido de ello. Para ser más concreto, creo que estos tabúes son en el fondo una manifestación más del principio del intercambio. Enseguida explicaré lo que quiero decir.

La teoría que propone que la evitación del incesto se encuentra sujeta a un riguroso control genético sostiene que, dada su práctica universalidad, la selección natural no puede explicar las prohibiciones que afectan a las relaciones madre-hijo, padre-hija y hermano-hermana. Se trata, no obstante, de una inferencia muy poco sólida. Una práctica universal puede resultar igual de fácilmente de la selección cultural que de la selección natural. Todas las sociedades actuales sin excepción hacen fuego, hierven agua y cocinan los alimentos. ¿Significa esto que tales prácticas se hallan sujetas a un estricto control genético? Por supuesto que no. Ciertos rasgos culturales son sencillamente tan útiles que se transmiten de unas culturas a otras o se inventan y reinventan sin parar. Por lo tanto, la extendida presencia de los tabúes contra el incesto podría indicar simplemente que revisten gran utilidad, no que son innatos.

Además, este tabú tampoco es tan universal. Los gobernantes de algunos reinos e imperios de la antigüedad estaban autorizados a contraer matrimonio con sus hermanas de sangre. Los elementos de juicio siguen siendo escasos por lo que respecta a la frecuencia efectiva de tales enlaces, pero el hecho es que se producían. En el antiguo Perú, Tupac Inca desposó a su hermana de sangre; su hijo, Huayna Capac, también se unió a una hermana de sangre, y Huáscar, uno de los hijos que Huayna Capac tuvo con otra esposa, también se casó con una hermana de sangre. Ocho de los trece faraones de la dinastía ptolemaica de Egipto tomaron entre sus esposas a hermanas de sangre o hermanastras. Entre la realeza hawaiana, los emperadores de China y diversos reinos de África oriental prevalecían, asimismo, pautas matrimoniales que consentían o prescribían el matrimonio entre hermanos.

Este tampoco se encontraba confinado a la realeza. Durante los tres primeros siglos de nuestra era, los plebeyos egipcios lo practicaban ampliamente. Keith Hopkins, historiador que ha realizado un profundo estudio de este período, reseña que dichas uniones estaban reputadas como formas de relación perfectamente normales y que se mencionaban sin tapujos en documentos referentes a asuntos familiares y en las diligencias relativas a ventas de cosechas, pleitos judiciales y presentación de peticiones ante las autoridades.

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