Nuestra especie (16 page)

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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

BOOK: Nuestra especie
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El crecimiento conduce generalmente a cambios drásticos en algunas de las aversiones innatas infantiles en materia de gustos. Los chinos adoran el té hirviendo y amargo. Los gauchos tienen su bebida amarga equivalente, el mate, que succionan de un recipiente común. Los estadounidenses saborean el pomelo mañanero helado y troceado. Los españoles exprimen zumo de limón en el pescado. A los ingleses les gusta el alcohol mezclado con agua de quinina. Los alemanes comen la carne con puré de rábanos picantes. Lo agrio abunda también en las cocinas mundiales: leche agria, crema agria, chucrut, masa agria, manzana agria, etc. Por no mencionar el vinagre para adobar carne, escabechar pescado y conservar vegetales, así como para mezclar con aceite en los aliños de ensalada italianos. Todavía más notable, tal vez, es el cambio radical de la aversión infantil a las comidas picantes. En gran parte de China, América Central, sudeste asiático y África, a la gente se le hace la boca agua ante el exceso, hormigueante y ardiente, de condimentos picantes y fuertes que les espera en cada comida. No les ponga malabar o guindilla y se levantarán de la mesa asqueados. Los niños y adultos aprenden a desear lo que los bebés aborrecen. Dicho sea de paso, creo que el deseo generalizado de sal pertenece a la misma categoría. Los críos rechazan la sal, pero los adultos la adoran. Sin embargo, conozco por lo menos una cultura —la yanomami— cuyos adultos la encuentran perfectamente desagradable.

Dejemos las aversiones innatas. Pero ¿qué decir de las preferencias en materia de gustos? ¿Acaso no existen algunos gustos innatos a las personas y que la selección cultural encuentra difícil anular? Tal vez. Al nacer, los bebés muestran una fuerte preferencia por lo dulce. El que humanos desdentados tengan tan buen diente para la golosina concuerda bien con el sabor dulce de la leche materna, que constituye el único plato del menú obligatorio de los bebés. La leche materna es dulce porque contiene el azúcar denominado lactosa. En presencia de la lactasa, una enzima intestinal, la lactosa se convierte en sacarosa y galactosa, que son ricas en calorías y digeribles. El gusto innato por lo dulce, pues, nos aleja de sustancias potencialmente dañinas y nos predispone a nuestra primera y saludable comida.

Hasta hace unos cientos de años, los «yonquis» de dulces tenían que «pincharse» con miel y fruta madura, que no eran productos ni baratos ni fáciles de encontrar. Hubo de inventarse la extracción industrial de sacarosa, primero de la caña y después de la remolacha, para que el demonio del dulce se introdujese en el seno de la familia humana. En su forma cristalina más pura, le llamamos azúcar; en forma líquida, menos pura, almíbar o melaza, y mezclado con cacao, chocolate. Se llame como se llame, no existe cocina capaz de resistir su atractivo. Según el antropólogo Sydney Mintz: «Hasta la fecha, carecemos de datos sobre grupos que, sin tener la tradición del azúcar, rechacen su introducción en forma de leche condensada azucarada, bebidas endulzadas, caramelos, pasteles, dulces u otros productos dietéticos dulces». Pero ¿es su dulzura o las calorías a bajo coste que proporciona lo que explica el avance irresistible del demonio del azúcar? Los expertos en nutrición condenan el azúcar por sus calorías «vacías», pero las calorías no son cosa de mofa para la mayor parte de las personas. Como demuestra Mintz, la clase trabajadora industrial no podría haber desempeñado su misión histórica sin las calorías baratas, vacías o llenas, que proporcionaba el azúcar. Mezclado copiosamente con té, café y otras infusiones amargas, el azúcar se convirtió en el reconstituyente preferido para aligerar la carga de la esclavitud industrial. No es necesario volver recelosamente la cabeza al tomar el café de la pausa matinal (¿o tal vez prefiere té?). El jefe lo aprueba. Después de todo, podría tratarse de ginebra (o algo peor aún), que le dejaría adormilado (o algo peor aún) antes de la siguiente pausa refrescante.

El hecho de no haber existido ninguna cultura que sin tener la tradición del azúcar haya rechazado su uso, no me convence de que el gusto por los dulces sea resultado en buena medida de una preferencia innata. Un punto sobre el que volveré más adelante es el que la universalidad de un rasgo cultural no prueba que dicho rasgo forme parte de la naturaleza humana. Sencillamente, podría tratarse de un rasgo tan útil en tantas situaciones diferentes que la selección cultural se decantase en su favor una y otra vez (ninguna cultura se ha resistido tampoco a las linternas o a las cerillas).

Buena parte del ímpetu con que se ha extendido el azúcar se debe a su utilidad como fuente de energía que añade fuerza tonificante al café, al té y al cacao. ¿Se habría extendido tan rápidamente el azúcar sólo por su sabor, independientemente de estos estimulantes? Ahora que disponemos de edulcorantes artificiales y sin calorías, se puede hacer otra pregunta interesante: ¿se habría extendido tan incesantemente la propensión a los dulces si el azúcar no tuviese calorías?

Mientras la borrachera mundial de azúcar se cobra sus víctimas en forma de dientes careados, diabetes tardías, obesidad y enfermedades cardiovasculares, han comenzado a aparecer señales de reacción contra los edulcorantes, naturales o artificiales. Por el momento, las fuerzas económicas y sociales en favor del consumo de azúcar —y edulcorantes— son mucho más numerosas que las alineadas en su contra. Aun así, muchas personas comprueban que pueden resistir con facilidad el avance insidioso de los edulcorantes en ensaladas, hamburguesas, verduras y pan, desdeñar los postres dulces y disfrutar del té y el café sin azúcar. Esto plantea la posibilidad de que la preferencia infantil por lo dulce pueda convertirse un día en aversión adulta a los dulces. Los gustos no duran toda la vida.

Gustos adquiridos

¿Cómo alcanzan las culturas sus combinaciones específicas de alimentos y sabores preferidos? Las preferencias alimentarias, ¿se seleccionan arbitrariamente o con arreglo a principios generales de evolución cultural? He pensado mucho en este asunto y me he convencido de que las diversas cocinas representan sobre todo so luciones prácticas al problema de suministrar los nutrientes esenciales a poblaciones en condiciones naturales y culturales determinadas. Las variaciones aparentemente arbitrarias de los componen tes de las tradiciones culinarias tienen causas alimentarias, ecológicas o económicas. La afición por las comidas fuertes y picantes, por ejemplo, coincide con tres condiciones: climas cálidos, dietas fundamentalmente vegetarianas a base de legumbres en lugar de carne y consumo marginal de calorías con poca variedad en el menú de un día para otro. Puesto que el malabar o la guindilla requieren climas libres de heladas, cálidos y húmedos, es natural que los centros del gusto por las comidas fuertes se sitúen en los trópicos. Asimismo, las personas que obtienen los nutrientes esenciales principalmente de legumbres como las judías, la soja o las lentejas mezcladas con arroz, maíz o raíces feculentas generan una enorme flatulencia intestinal. Algunas pruebas científicas sostienen la creencia popular según la cual las salsas picantes mitigan este problema. Por último, los condimentos picantes estimulan las glándulas salivares de las personas cuyo menú varía poco de comida a comida y que frecuentemente se van con hambre a la cama, produciéndoles una sensación de hartazgo que hace parecer la comida más copiosa y variada de lo que en realidad es. La ausencia o menor presencia de dichas condiciones explica plausiblemente la relativa suavidad de las cocinas noreuropeas y anglonorteamericana.

Un aspecto básico que no debe olvidarse al tratar de explicar por qué a algunos grupos les encantan unos alimentos que otros aborrecen es el siguiente: para las personas, adquirir una apetencia idéntica por todas las sustancias comestibles posibles constituiría un enorme despilfarro. Dependiendo del contexto natural y cultural, siempre existirán fuentes de alimentos más baratas que otras. Las cocinas occidentales, por ejemplo, exhiben un notorio prejuicio contra el consumo de bocados animales tan suculentos como los insectos, las lombrices y las arañas, que cuentan con el favor de numerosas tradiciones alimentarias no occidentales. Creo que la clave de esta disparidad puede residir en la disponibilidad de dichos bocados comparada con la de fuentes alternativas de carne animal. Aunque los insectos, gusanos y arañas son nutritivos, su pequeño tamaño y su dispersión los hacen costosísimos de encontrar y recoger, en comparación con el coste por kilogramo de animales grandes de caza o cría, como el ciervo o el ganado vacuno.

Una sencilla fórmula predice hasta qué punto culturas diferentes rechazarán o aceptarán los bocaditos animales. Las variables que han de tomarse en cuenta son abundancia, concentración y tamaño de los insectos y otras pequeñas criaturas disponibles, y la abundancia, concentración y tamaño de los animales más grandes disponibles. Cuanto más grandes y abundantes sean las criaturillas y más concentradas estén, mayor será la posibilidad de que se las considere buenas de comer, siempre y cuando los animales más grandes sean escasos y difíciles de conseguir. Esto explica la enorme popularidad del consumo de insectos entre las poblaciones autóctonas del Amazonas y entre otras sociedades de selva tropical. Los insectos son grandes y están disponibles en densos enjambres, mientras que hay pocos animales auténticamente grandes para cazar ni existe, con excepción de los perros, ninguna especie domesticada disponible como fuente alternativa de carne animal. Lo contrario ocurre en Europa, donde hay pocas especies de alimañas de tamaño apreciable que formen enjambres y se da una abundancia de especies domésticas como bovinos, cerdos, ovejas y pollos. Esta explicación me parece preferible a la popular idea según la cual europeos y norteamericanos no comen insectos porque tales cosas transmiten enfermedades y son de apariencia repugnante. Si los insectos transmiten enfermedades, también las transmiten los cerdos, los bovinos y los pollos. Además, podemos hacer su consumo perfectamente seguro del mismo modo que hacemos con otros alimentos: cocinándolos. En cuanto a lo de no comer cosas por su apariencia repugnante, las únicas personas que las encuentran repugnantes son quienes no las comen.

Durante muchos años he dedicado grandes esfuerzos a demostrar que la misma clase de principio se aplica a tabúes aparentemente inútiles como la prohibición de la carne de cerdo dictada por el Antiguo Testamento y el Corán. Los cerdos, que necesitan sombra y deben humedecer la piel para prevenir la insolación, que no dan leche ni pueden arrastrar arados y carretas ni criarse con hierba, constituyen una mala inversión en las cálidas y secas tierras bíblicas, en comparación con especies domésticas alternativas, especialmente los rumiantes: bovinos, ovejas y cabras. En algunos pasajes célebres del libro del Levítico los antiguos sacerdotes israelitas no sólo prohibieron el cerdo, sino esencialmente todos los demás animales terrestres que no masticaran el bolo alimenticio, o lo que es lo mismo, que no fuesen rumiantes. El camello era el único rumiante (de hecho es un pseudorrumiante) clasificado en la categoría prohibida. Propongo el balance siguiente a modo de prueba de que estas antiguas prohibiciones, seleccionadas culturalmente, contienen un núcleo de sabiduría colectiva ecológicamente acertada, económicamente eficaz y alimentariamente segura.

BOBINOS

Costes

alimentación (hierba barata)

pastoreo (poco trabajo)

enfermedades (brucelosis y ántrax)

Beneficios

tracción de carros

tracción de arados

carne

leche

estiércol

cueros

CERDOS

Costes

alimentación (desperdicios baratos)

pastoreo (mucho trabajo)

revolcaderos

sombra

enfermedades (triquinosis y ántrax)

Beneficios

carne

estiércol

cueros

Algunos de los modos culturales más misteriosos y aparentemente arbitrarios de determinar las preferencias y evitaciones alimentarias implican renunciar a ciertos animales como fuente de carne a cambio de explotarlos como fuente de productos o servicios importantes. En determinadas circunstancias algunos animales son simplemente más valiosos vivos que muertos. Esto se aplica, por ejemplo, al caso de las vacas de la India. Las vacas indias, que se utilizan vivas para arar y como fuente de estiércol (para abono y combustible de cocina), y también de leche, proporcionan más beneficios explotando sus servicios hasta una edad avanzada que sacrificándolas y vendiendo su carne. Además, cuando por fin se desploman después de una vida de servicios esenciales, la carne de las vacas raras veces se desperdicia, ya que sus dueños avisan rápidamente a los miembros de las castas especializadas en el consumo de vacas muertas para que dispongan de la res.

Quizá sea éste un momento adecuado para decir algo una vez más sobre la respectiva importancia de la selección natural y cultural en la evolución posterior al despegue cultural. No es concebible que la distribución de tan diversas preferencias, socialmente adquiridas, en materia de sabores y alimentos, resulte de tendencias sometidas a un riguroso control genético. Con certeza, nadie deseará seriamente invocar genes relativos a la guindilla roja para explicar la pasión de los mexicanos por las guindillas, ni genes antiporcinos para explicar por qué los judíos y los musulmanes aborrecen la carne de cerdo, ni genes protectores de las vacas para explicar el rechazo de los hindúes a la carne de vaca, ni genes contrarios al insectivorismo para explicar la aversión de los europeos hacia los insectos. Asimismo, encuentro escaso interés en la afirmación de que las tradiciones alimentarias se adoptan generalmente porque aumentan el éxito reproductor. Si, como creo haber demostrado, las preferencias y evitaciones alimentarias suelen tener como resultado una satisfacción eficaz de la necesidad de alimentos, ¿por qué insistir en que no serían objeto de selección cultural a menos que aumentasen el éxito reproductor? La historia reciente de Occidente demuestra que los pueblos mejor alimentados no son necesariamente aquellos que tienen más hijos. No pretendo afirmar que la selección natural y el éxito reproductor no influyesen nunca en la evolución de las tradiciones alimentarias después del despegue cultural, sino que únicamente han influido en contados casos. Uno de estos casos es el de la aversión a la leche. Lo presento a continuación a modo de ejemplo de cómo interactúan a veces las selecciones natural y cultural aun con posterioridad al despegue cultural.

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