Nuestra especie (45 page)

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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

BOOK: Nuestra especie
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Para despejar cualquier duda acerca de lo que sucedía a continuación, permítaseme citar un pasaje de la Historia general de las cosas de Nueva España, de fray Bernardino de Sahagún:

Después de haberles sacado el corazón, y después de haber echado la sangre en una xícara, la cual recebía el señor del mismo muerto, echaban el cuerpo a rodar por las gradas abaxo del cu. Iba a parar en una placeta abaxo; de allí le tomaban unos viejos que llamaban cuacuacuitli y le llevaban a su calpul [templo], donde le despedazaban y le repartían para comer.

Sahagún afirma una y otra vez que el destino habitual del cadáver de la víctima era el de ser comido:

Llegados arriba, echábanles sobre el taxón; sacábanles el corazón; tornaban a descendir los cuerpos abaxo, en palmas; abaxo les cortaban la cabeza, las espetaban en un palmo que se llamaba tzompantli y los cuerpos llevábanlos a las casas que llamaban calpulli, donde los descuartizaban para comer […] y arrancábanles el corazón y cortábanles la cabeza. Y luego hacíanlos pedazos y comíanlos.

Diego Durán, otro cronista importante, aclara en qué tipo de ocasiones los «señores» (guerreros que habían capturado y llevado víctimas a Tenochtitlán) devoraban los cadáveres. Según Durán, arrancado el corazón, se ofrecía al Sol y su sangre se derramaba sobre la divinidad solar. Cuando el sol iniciaba su descenso a poniente, echaban a rodar el cadáver por las gradas del cu. Después del sacrificio los guerreros celebraban un gran festín con muchos bailes, ceremonias y canibalismo.

¿Cabe acaso dudar que el sacrificio humano de los aztecas era el equivalente exacto de los banquetes redistributivos que tantas otras religiones eclesiásticas antiguas celebraban con ofrendas animales en lugar de humanas?

El banquete redistributivo antropofágico de los aztecas proporcionaba a los guerreros cantidades sustanciales de carne en recompensa de su éxito en el combate. Los miembros de la expedición de Cortés encontraron en el tzompantli principal, situado en la plaza mayor de Tenochtitlán, los cráneos de 136.000 víctimas. Sin embargo, no pudieron hacer el recuento de otro grupo de víctimas cuyas cabezas se habían amontonado en dos altas torres hechas enteramente de cráneos y mandíbulas, ni tampoco contaron los cráneos expuestos en dos estructuras más pequeñas erigidas en esa misma área central. Según uno de mis detractores, el tzompantli principal no podía contener más de 60.000 cráneos. Aún si estuviera más próxima a la realidad esta cifra más baja, la escala del sacrificio humano practicado en Tenochtitlán sigue sin tener parangón en la historia de la humanidad.

¿Por qué razón los aztecas y sus dioses devoraban a los prisioneros de guerra en lugar de ponerlos a trabajar como campesinos y esclavos, como hacían otras sociedades estatales? Mi respuesta es que, al contrario que prácticamente todos los demás Estados, los aztecas nunca lograron domesticar el tipo de animales con cuya carne contaban las otras sociedades eclesiásticas para sus banquetes redistributivos. En otras palabras, carecían de rumiantes como ovejas, cabras, vacunos, llamas o alpacas, que se alimentan de hierbas y hojas incomestibles para el hombre. Tampoco conocían el cerdo, tan importante en Extremo Oriente como consumidor de desperdicios domésticos. En su lugar, su principal fuente doméstica de carne eran el pavo y el perro, ambos poco aptos para la producción masiva de carne según procedimientos preindustriales. Ni los pavos ni los perros pueden alimentarse de hierba o plantas con un elevado contenido de celulosa, sino que deben consumir los mismos alimentos vegetales que el hombre. Al ser carnívoros, los perros son animales especialmente inadecuados para la producción masiva de carne. ¿Por qué dar de comer carne a los perros que debían proveer de carne al hombre? Los aztecas intentaron criar razas de perros que se pudieran engordar con alimentos vegetales cocidos, hecho que ya nos da una idea de su ansia insatisfecha de carne.

De significación similar es la sorprendente variedad de fuentes de proteínas y grasas animales pequeñas, ineficaces y silvestres que los aztecas devoraban con avidez a la menor oportunidad: serpientes, ranas, escarabajos, larvas de libélula, saltamontes, hormigas, gusanos, renacuajos, moscas acuáticas y los huevos de éstas. Claro está que también comían animales de mayor tamaño como venado, pescado y aves acuáticas siempre que podían, pero si había que distribuirlos entre el millón y medio de habitantes del radio de 32 kilómetros de Tenochtitlán, la ingestión total de carne de origen silvestre no podía pasar de pocos gramos diarios. En consecuencia, en el caso de los aztecas la relación de coste-beneficio de la renuncia al consumo de carne de cautivos de guerra no era la misma que en otras sociedades estatales. Se seguían «produciendo» prisioneros como producto derivado de la guerra, pero su utilidad como esclavos y campesinos era mínima. Preservar sus vidas no podía resolver el acuciante problema de la escasez de recursos animales, pues no había forma de aprovechar la mano de obra suplementaria para aumentar el abastecimiento de alimentos de origen animal. A diferencia de los gobernantes de otras sociedades estatales primigenias, las élites aztecas no estaban en absoluto motivadas para conservar con vida a los prisioneros de guerra. Al utilizar a los cautivos como fuente de carne en festines redistributivos, los dirigentes aztecas podían desempeñar la función de grandes abastecedores merecedores del apoyo leal de sus seguidores con mucha mayor eficacia que empleándolos para aumentar la producción de alimentos de origen vegetal.

Estoy convencido de que el hambre de cuerpos humanos de los dioses aztecas era un fiel reflejo del hambre de carne del pueblo azteca. A algunos de mis detractores les resulta difícil aceptar la idea de que todo un sistema de creencias religiosas pudiera estar determinado por algo que consideran tan grosero y vulgar como el deseo de conseguir carne para la celebración de festines redistributivos. Una de las razones que podría explicar esta reacción es que en la era de la agricultura industrializada la carne ya no constituye un alimento de lujo. En la mayoría de los países desarrollados el riesgo para el hombre reside mucho más en el exceso que en la insuficiencia de grasa y proteína animal. Este no era el caso en sociedades como la de los yanomamis, cuya hambre de carne denota una clarísima carencia fisiológica. La mayoría de las llamadas dietas vegetarianas incluyen el consumo de leche, queso y yogur, productos que brillan por su ausencia en la cocina de los aztecas, que no conocían animales ordeñables. El vegetarianismo puro, por el que entiendo privación total de huevos, productos lácteos, pescado, aves y carnes rojas, es una dieta que pone en peligro la vida del hombre. Es cierto que un adulto sano puede obtener todos los aminoácidos esenciales comiendo únicamente grandes cantidades de cereales, pero tales dietas siguen siendo deficitarias en minerales (por ejemplo, hierro) y vitaminas (por ejemplo, vitamina A). Por otra parte, los niveles proteínicos que bastan para un adulto normal y que se pueden obtener en dietas basadas exclusivamente en cereales o combinaciones como maíz y leguminosas son peligrosos para los niños, las mujeres gestantes o lactantes y para cualquier persona que padezca una enfermedad parasitaria, infecciosa o de otro tipo o un trauma físico causado por accidente o herida. De ahí que el alto valor que los aztecas atribuían al consumo de carne no fuera una consecuencia arbitraria de sus creencias religiosas. Más bien ocurría lo contrario, sus creencias religiosas (esto es, el ansia de los dioses por comer carne humana) reflejaban la importancia de los alimentos de origen animal en relación con las necesidades dietéticas humanas y la escasa disponibilidad en su hábitat de cualquier tipo de animal con excepción del hombre.

Recomiendo a los detractores que se toman a broma la idea de que el hambre de carne constituyó el impulso selectivo causante del desarrollo del reino antropófago de los aztecas que reflexione un poco sobre la importancia que conceden los líderes de los países del este de Europa al consumo per cápita de alimentos de origen animal, especialmente de carne. Cuando en 1981 el gobierno polaco anunció una reducción del 20 por ciento en las raciones de carne subvencionada fue necesario declarar la ley marcial para restaurar el orden. La razón por la cual la Unión Soviética no puede satisfacer sus necesidades de trigo sin ayuda del exterior es que utiliza 186 millones de toneladas en piensos compuestos, mientras destina 126 millones de toneladas al consumo humano. Es poco probable que los líderes soviéticos recomienden a sus ciudadanos que reduzcan su consumo de carne porque es mejor para la salud. Como dijo Mijail Gorbachov al Comité Central del Soviet Supremo en noviembre de 1988: «Si pudiéramos poner en la mesa del consumidor 80 kilos de carne al año, nuestros problemas no serían tan graves como lo son ahora. No es ninguna exageración decir que la escasez de carne es un problema que preocupa a toda la nación».

Algo parecido estarían pensando los soberanos aztecas cuando veían a sus gentes recoger la espuma verdosa de los huevos de mosca acuática del lago Texcoco y ponderaban el problema de conservar la lealtad de sus súbditos. En la Unión Soviética el consumo per cápita de grasas y proteínas animales casi duplica el nivel mínimo estipulado por la Organización Mundial de la Salud, mientras que los aztecas con sus festines antropofágicos probablemente no llegaban a la mitad. Con toda evidencia, estaban más necesitados de una buena dosis de perestroika dietética que el moscovita medio.

Las religiones incruentas

Durante el milenio anterior al nacimiento de Cristo hubo entre el Mediterráneo y el Ganges líderes carismáticos que se alzaron para desafiar prácticas y supuestos religiosos antiguos y fundar religiones y filosofías nuevas que condenaban el papel de los sacerdotes como verdugos rituales de hombres y animales y negaban la eficacia de las ofrendas alimenticias como medio para ganar el favor de los dioses. Instruidos por una u otra forma de experiencia trascendental o meditación profunda, los nuevos líderes insistían en que no se podía ejercer influencia sobre los dioses mediante sobornos materiales. Por el contrario, lo que exigían los dioses y sus profetas era una vida dedicada a las buenas obras, definidas como amor y bondad hacia las personas y todas las criaturas vivientes. A cambio de la protección del pobre y del débil y de contener los apetitos y otras tendencias egoístas, se podían esperar grandes recompensas. Estas, sin embargo, no se recibían en vida, en forma de alimentos y otras ventajas materiales, sino después de la muerte, en forma de inmortalidad celestial o paz eterna.

El zoroastrismo, la religión del antiguo Irán, es la primera fe históricamente documentada que no exige derramamiento de sangre. Lo fundó en el siglo XI o VI a. C. el profeta Zoroastro después de tener una visión de Ormuz, el «Señor Sabio». Ormuz era el dios del pensamiento recto, el buen orden, el excelente reino, el carácter santo, la salud y la inmortalidad. Pero no era el dios supremo. A él se oponía Ahrimán, el dios de los malos pensamientos, el engaño, el mal gobierno, la traición, la enfermedad y la muerte. Ormuz y Ahrimán se debatían en una lucha sin fin, y los hombres eran libres de alinearse en uno u otro bando. Los que optaban por Ormuz debían abandonar el consumo de sustancias embriagantes, renunciar al sacrificio ritual de animales y abstenerse de verter sangre en general. Después de la muerte, los virtuosos serían admitidos en el cielo de Ormuz; los demás irían a parar al infierno de Ahrimán. El mazdeísmo, una forma modificada de la religión fundada por Zoroastro, se convirtió en la fe dominante del pueblo iraní durante el reinado de los emperadores persas Darío (522-486 a. C.) y Jerjes (486-465 a. C.). No obstante, con la decadencia del imperio persa, las enseñanzas de Zoroastro perdieron su potencial para convertirse en religión universal.

El siguiente iconoclasta religioso conocido históricamente fue un noble nacido en Bihar, al nordeste de la India, a principios del siglo VI antes de nuestra era. Su nombre original fue príncipe Vardhamana, aunque luego se le llegó a conocer como Mahavira, «el gran héroe», por salir victorioso de una larga lucha para alcanzar la realización espiritual al margen y en oposición a la tradición védica que prevalecía entre los suyos. Más adelante, sus victorias espirituales a través de torturas físicas autoinfligidas valieron a Mahavira el título de Jina, «conquistador», del que deriva el nombre de la religión fundada por él, el jainismo.

Mahavira aceptó la idea de la reencarnación enunciada en la religión védica pero era contrario a los rituales realizados por los sacerdotes brahmanes e impugnó las distinciones de casta impuestas por las creencias védicas. El objetivo de las enseñanzas de Mahavira era la purificación y liberación del alma humana del influjo corruptor de las pasiones y los deseos, de manera que el individuo pudiera volver a nacer en el nivel de pureza corporal más elevado. La vía de la liberación comienza con cinco votos: no matar, no mentir, no robar, no fornicar, ni acumular exceso de riquezas. El jainismo llevó más lejos que nadie la prohibición de matar. Dado que debían preservar la vida de todos los seres animados, los monjes jainíes llevaban mascarillas de gasa para evitar la inhalación accidental de moscas o mosquitos y empleaban a barrenderos que despejaran de hormigas e insectos el camino que iban a pisar. Los adeptos preparados por reencarnaciones anteriores habían de atenerse a unas exigencias más estrictas todavía: castidad absoluta y automortificación que incluía exponerse al hambre, la sed, el frío, picaduras de insectos y calor intenso. En su forma moderna siguen practicando el jainismo en la India unos dos millones de personas, que llaman la atención por patrocinar instituciones caritativas como asilos para vacas viejas y salas precintadas donde pueden refugiarse los insectos.

Al igual que Mahavira, Gautama Siddhartha, fundador del budismo, fue un noble nacido en Bihar, en el valle del Ganges, durante el siglo VI a. C. También él, siendo joven, ayunó y se torturó para liberar su alma del ciclo de las reencarnaciones. La iluminación (bodhi) le llegó sólo después de abandonar este castigo autoadministrado, un día que estaba meditando bajo un árbol.

Gautama, al igual que Mahavira, declaró su oposición a la vieja religión védica dominada por el sistema de castas y el sacrificio de animales, y elaboró un plan, la «vía óctuple», que permitía al individuo alcanzar el nirvana, la liberación del ciclo de reencarnaciones y del dolor y frustración que éste implica. La vía óctuple exige disciplina física y mental mediante preceptos éticos como abstenerse de mentir, abrigar instintos lujuriosos, cotillear, matar animales o personas, robar o entablar acciones que puedan dañar a otros. Las buenas obras, junto con la meditación profunda, aproximan al hombre al nirvana en esta vida o en la próxima, mientras que las malas acciones y los malos pensamientos le alejan.

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