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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (115 page)

BOOK: Nueva York
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El individuo frunció el entrecejo, haciendo memoria.

—Ah, sí. Había una chica también.

—Ya no.

—Lo siento.

—No lo lamente. —Le tendió la mano—. Charlie Master.

—Paul Caruso.

Pese a sus impecables modales, se notaba que mantenía una actitud vigilante. Charlie sabía que tenía que obrar con cuidado. Su desenfadado estilo de persona de clase alta solía desarmar a la gente.

—Un apellido interesante. ¿Algún parentesco con el gran Caruso?

—Nos conocimos —repuso con cautela el italiano—. Mi familia comió con él.

—Un gran hombre, de gran corazón —elogió Charlie.

Charlie intuyó que el italiano no tenía ganas de hablar de su familia, de modo que resolvió dejar el tema, pero se llevó una sorpresa al ver que Edmund Keller se sumaba de repente a la conversación.

—En una ocasión conocí a una muchacha que tenía ese apellido, hace años. Anna Caruso. Trabajaba en la Triangle Factory. —Se volvió hacia Charlie—. Tu madre la llevó a casa de la anciana señora Master, tal como te conté una vez. Por desgracia, falleció en aquel incendio.

Charlie observó al italiano. Paolo Caruso mantuvo una expresión imperturbable, pero clavó la mirada en la mesa antes de contestar.

—Es un apellido muy común en Italia.

—Ha sido un placer charlar con usted, señor Caruso —intervino Charlie—. Ahora nos tenemos que marchar —explicó con una sonrisa—. Hasta el próximo bar —se despidió, tendiendo la mano.

Paolo Caruso se la estrechó levemente y asintió con la cabeza, sin sonreír.

—Eso ha sido una torpeza —reprochó Charlie a Keller una vez se hallaron afuera.

—¿Por qué?

—Creo que la chica era de su familia.

—Pero si ha dicho que no lo era…

—No ha dicho exactamente eso. Creo que no quería hablar del asunto. —Charlie se encogió de hombros—. Quizá me estoy comportando como un novelista.

A los novelistas les gustaba imaginar que las cosas estaban conectadas entre sí… como si toda la gente de la gran ciudad formara parte de una especie de gran organismo en el que se entrelazaban sus vidas. Se acordó de la poética frase que tanto les gustaba citar a los predicadores: «Ningún hombre es una isla». O la otra: «No preguntes por quién doblan las campanas, pues doblan por ti». Seguramente eran piruetas sentimentales de la mente. La realidad era fragmentaria.

—Olvídalo —concluyó Charlie—. ¿Qué demonios sabré yo?

Paolo Caruso permaneció en su asiento. Al principio no pensó en Anna. Tenía otras cuestiones que tener en consideración.

Pensó un momento en los dos hombres de la mesa de al lado. Cuando Charlie le dirigió la palabra, se preguntó por un instante si no serían espías que habían enviado para seguirlo, pero se notaba que eran gente de los barrios ricos, ajenos a su mundo. Aparte, se acordó del incidente ocurrido con la madre de Charlie en aquel bar clandestino, de manera que descartó la posibilidad.

Había ido al club con un par de socios, personas en quienes confiaba. También abrigaba la esperanza de ver a Owney Madden, a quien había hecho un pequeño favor un par de años atrás, y de cuyo buen juicio se había fiado. Tal vez el propietario del Cotton Club podría sacarlo del apuro. Madden estaba ausente, sin embargo, y nadie sabía decirle si se presentaría o no esa noche.

Decidió esperar un rato. Allí como mínimo no corría peligro. Nadie iba a causar un alboroto en un sitio de tanto postín como el Cotton Club. Quizá Madden acabaría acudiendo.

No habría tenido que aceptar aquel negocio la semana pasada; no formaba parte de su trabajo habitual. Sus jefes no sabían aún nada de aquello, pero no se lo iban a tomar bien cuando se enterasen. También tendría que tener cuidado en la manera en que se lo explicaría a Madden. Éste había iniciado su andadura en la banda de Gopher cuando era joven y ahora tenía su propia explotación de estraperlo en los muelles del West Side, y tal vez no fuera muy comprensivo con alguien que se había desmarcado solo sin permiso de sus superiores. Tenía, con todo, intereses en muchos tipos de negocios y cabía la posibilidad de que le encontrara algo fuera de la ciudad y le prestara protección. Era difícil, pero valía la pena intentarlo.

Aquél no era el primer encargo que Paolo había aceptado. Aunque siempre había muertos en las riñas por el control del territorio, cuando a uno le pedían desde fuera que hiciera algo especial, el dinero resultaba tentador. Anteriormente había aceptado un trabajo… que había llevado a cabo justo el día después de haber estado comiendo con Salvatore en el bar Fronton. Aquella vez todo había salido bien. Seguro que por eso le habían vuelto a proponer otro encargo.

Lo de la semana anterior había sido, en cambio, un desastre. El plan estaba bien trazado, pero hasta el mejor de los planes puede quedar desbaratado a causa de un imprevisto. Estaba oscuro. El viento soplaba con fuerza, racheado, ideal para dispersar el ruido de los disparos. La calle estaba desierta. Salió del umbral de la puerta, se plantó delante de aquel individuo y, con el ala del sombrero bajada para escudarse la cara, le apuntó. Había que hacerlo a bocajarro, bien deprisa para que la víctima no tuviera ni tiempo de experimentar un asomo de sorpresa. ¿Quién hubiera imaginado que, en ese preciso instante, del tejado iba a caer una loseta que se precipitó a sus pies, induciéndolo a levantar la cabeza? El otro tipo reaccionó con mayor celeridad. En lugar de echar a correr, se abalanzó contra él y después de derribarlo, le quitó la pistola de la mano de un puntapié. Luego se alejó a toda velocidad por la calle y, tras doblar una esquina, disparó un par de ráfagas de proyectiles con las que casi lo alcanzó. Paolo, que ya había recuperado su arma, respondió al fuego y le persiguió. De todas formas su presa acabó esfumándose, y además le vio la cara.

Ahora en Brooklyn había más de una persona furiosa con él.

¿Qué podía hacer? Lo mejor sería probablemente abandonar la ciudad. Pero ¿adónde debía ir? Quizá Madden pudiera sugerirle algo.

La orquesta tocaba
Gin House Blues
, una composición de Henderson. Un par de años atrás, el sonido de Henderson se había beneficiado con la aportación de un joven trompetista llamado Louis Armstrong. Por desgracia, éste se había ido a Chicago, pero cabía la posibilidad de que regresara. Paolo sabía que Madden también tenía echado el ojo a un prometedor director de orquesta, Duke Ellington, que actuaba en el Kentucky Club. Eso era lo que impresionaba más de Madden, que siempre buscaba la novedad.

Miró el reloj. Eran casi las dos de la mañana. Aunque dudaba que Madden llegara a esas alturas, resolvió esperar un poco más.

Entonces sus pensamientos derivaron hacia la conversación que acababa de mantener con Charlie y su amigo. ¡Qué extraño que ese hombre hubiera conocido a Anna! Se acordó de aquellos terribles días, después de su muerte. Se acordó de su rabia y su sensación de impotencia. Aquello fue lo que lo condujo definitivamente por aquella vía, por aquel áspero y peligroso camino que acababa en ese lugar elevado y oscuro del que ahora temía caer. Él quería a Anna, y a toda su familia. En todo caso eran unos perdedores. Quizá dentro de nada también lo sería él, reconoció.

Pidió la cuenta y pagó. No valía la pena esperar más.

Al salir afuera se abotonó el abrigo. Había bajado la temperatura y comenzaba a nevar. En la calle ya había una capa blanca de medio centímetro de espesor. Miró atentamente en derredor y sólo advirtió gente de color; pero era de los blancos de quienes debía recelar. Se bajó el sombrero hasta los ojos, en parte para ocultar la cara, pero sobre todo para resguardarla del viento que soplaba con violencia por la calle. Luego echó a andar.

Como medida de precaución se había trasladado de vivienda tres días atrás, a un lugar de la Octava Avenida donde no lo conocían. Iría a pie hasta el metro y tras asegurarse de que no lo seguían, realizaría un itinerario con rodeos hasta llegar allí. Primero dobló la esquina de Lenox Avenue.

Hacía un frío terrible.

Salvatore no vio a Teresa en todo el mes de octubre. Él no tenía teléfono en su casa, pero sí disponía de uno público cerca y la familia de Teresa había instalado uno en su domicilio. Aguardó diez días antes de llamar y preguntar por ella. Escuchó atentamente con qué tono le respondía y le pareció que se alegraba de oírlo.

—Mis padres dicen que os dé las gracias por el dibujo —le contó—. ¿Se lo dirás a Angelo?

—Descuida.

—Voy a estar un tiempo sin ir a la ciudad.

—¿Es por tus padres?

—Mis padres dicen que tengo que ir con mi prima y ella no está libre por ahora —explicó, aunque parecía más bien una excusa—. Pero me gustaría verte —añadió.

—Te volveré a llamar —prometió él.

¿Había alguna esperanza? Salvatore mantuvo una larga charla con el tío Luigi centrada en su situación económica.

—Aunque no tengas mucho, debes incrementar al menos tu capital —le aconsejó éste—. Invierte tus ahorros en la Bolsa. No puedes perder. Está subiendo continuamente. Todo el país se enriquece día a día. Deja que tu barca se eleve con la marea —concluyó con una sonrisa.

Pese a que la recomendación parecía atinada, el recuerdo de infancia que le dejó lo ocurrido con los ahorros que su padre había confiado al señor Rossi seguía bien presente, infundiéndole dudas. Aparte, tampoco se trataba sólo de una cuestión de dinero.

—Por lo visto, a su familia le interesaría un hombre que disponga de un negocio propio —confesó a su tío—, pero aun teniendo el dinero, ¿qué podría hacer?

El trabajo que realizaba era duro, de exigencia física, pero se sentía fuerte y le gustaba estar al aire libre incluso cuando hacía frío; le procuraba una sensación de libertad. Iba a trabajar, cumplía con su labor, luego recibía su paga y quedaba libre. No tenía preocupaciones. Si dispusiera de un negocio propio, en cambio, sabía que siempre tendrían quebraderos de cabeza. Tendría que estar sentado en una oficina o en una tienda, en lugar de trabajar como debía hacerlo un verdadero hombre, al aire libre.

Estuvo meditando sobre el asunto un par de semanas. Al final decidió que si aquél era el precio que debía pagar para conseguir a Teresa, merecía la pena. Lo que ya no era tan seguro era si se hallaba en condiciones de hacer algo para satisfacer las exigencias de su familia.

A finales de octubre, Angelo cayó enfermo. Nadie sabía qué enfermedad padecía. Comenzó como una gripe, pero pese a que la fiebre remitió al cabo de diez días, seguía muy débil y no paraba de toser. El tío Luigi lo cuidaba durante el día y Salvatore por la noche. A fines de noviembre, Salvatore mandó llamar a su madre, que decidió en el acto trasladar a Angelo a Long Island.

Unos días después llamó a casa de Teresa para contarle lo ocurrido.

—Quizá yo podría ir a visitarlo —sugirió—, si crees que le gustaría que le haga compañía. En bicicleta no queda lejos. —Abrió una pausa—. Si tú fueras al mismo tiempo, podríamos vernos allí.

Salvatore esbozó una sonrisa. Teresa había encontrado una excusa perfecta para verlo. Se despidió prometiéndole que iría antes de Navidad.

Una fría tarde de diciembre, dos policías irlandeses llamaron a la puerta. La noche anterior había nevado y las calzadas aún estaban blancas. El tío Luigi se encontraba en el restaurante. Como sabía que no había hecho nada ilegal, no se alarmó al oír que preguntaban por él. Después le explicaron el motivo de su visita.

Lo llevaron a una morgue de Harlem, a una gran sala desnuda situada en el sótano. Quizás estaba tan fría a causa de la nieve de afuera, o tal vez se debiera a que siempre la mantenían a baja temperatura. Había unos cuantos jergones tapados con una sábana. Lo condujeron ante uno de ellos y retiraron la tela.

El cadáver ceniciento acostado allí vestía un traje de noche. Le habían atado la mandíbula para sostenerla y la cara todavía se veía atractiva. La camisa blanca que llevaba estaba, no obstante, cubierta de grandes manchas de sangre renegrida.

—Cinco balas —precisó uno de los agentes—. Debieron de matarlo en el acto.

Luego dirigió una mirada interrogativa a Salvatore.

—Sí —confirmó éste—. Es mi hermano Paolo.

La familia se reunió en la ciudad para el entierro, al que asistieron también vecinos y amigos. El sacerdote tuvo el tacto de evocar a Paolo como un hijo amado y un buen hermano, que había caído víctima de unos matones en Harlem. Todo el mundo conocía la verdad, pero nadie lo dijo.

Por Navidad, la familia se congregó en Long Island. Salvatore había hablado con Teresa para explicarle lo de la muerte de su hermano, pero no le propuso una visita.

Angelo estaba pálido. Su madre no le permitía salir afuera con el frío y pasaba parte del día descansando, pero no parecía abatido.

—Más que nada, me aburro —confesó a Salvatore.

Había conseguido reunir una buena colección de periódicos y revistas, algunos de fecha bastante atrasada, pero aseguraba que los iba a leer todos.

Considerando que aquélla era una buena oportunidad para proponer su mágica fórmula financiera, el tío Luigi habló con Angelo sobre la posibilidad de invertir sus ahorros. Todos se llevaron una sorpresa con su reacción.

—Quizá tengas razón —reconoció—. Debería hacerlo. —Estuvo escuchando con gran atención a su tío durante más de una hora, asintiendo gravemente con la cabeza de vez en cuando—. Tengo poco para invertir —afirmó, pero cuando su tío le preguntó cuánto, se limitó a sonreír y reiterar—: Un poco.

—¡Es como yo! —exclamó, encantado, el tío Luigi—. Nunca hay que decirle a nadie cuánto tienes. Hay que dejarlos con la incógnita.

En lo tocante a la ayuda que prestaría el tío Luigi para efectuar cualquier transacción, Angelo dijo que podía ponerlo en contacto con una persona de fiar para que comprara acciones en su nombre, pero que él mismo tomaría las decisiones. Lo anunció de una manera tan serena que Salvatore quedó impresionado, con la sensación de que su hermano menor estaba creciendo.

Giuseppe y su esposa habían convencido a Angelo para que aceptara un pequeño encargo. Querían que les hiciera un bonito letrero con el nombre de la granja de la familia de ella. Pese a su reticencia a trabajar de ese modo, Angelo se avino a ello y el día de Navidad les presentó el resultado. Había usado un tablón que le habían dado y sobre un fondo de pintura blanca había trazado el nombre, Clearwater Farm, con letras azules, complementado con el pequeño dibujo de una granja que flotaba, cual arca de Noé, sobre un mar azul. Todos quedaron entusiasmados con el ingenio y la originalidad de su labor, y Salvatore advirtió que Angelo se sintió halagado y complacido por la atención que le había reportado su esfuerzo.

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