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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (116 page)

BOOK: Nueva York
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Dos días después de Navidad, sin embargo, Angelo dijo que no se encontraba bien y estuvo descansando durante el resto de los días en que Salvatore permaneció allí.

La tercera semana de enero, cuando Salvatore volvió a ver a sus padres, Teresa acudió en bicicleta con su prima. La visita fue un gran éxito. Teresa se mostró educada y respetuosa con sus padres.

—Se nota que viene de una buena familia —declaró su madre.

Salvatore también reparó con agrado en la amabilidad con que trataba a Angelo, junto a quien se sentaba y le contaba anécdotas para hacerlo reír.

Angelo tenía mejor aspecto y ya casi no padecía tos, pero aún estaba muy pálido y pasaba buena parte del día en casa, sentado en un sillón. Aun así, saltaba a la vista que no había permanecido ocioso. En la mesa que tenía al lado, Salvatore vio un buen número de recortes de las páginas de economía de los periódicos, algunos de los cuales había marcado con círculos en rojo. También había dibujos para un proyecto de fachada de la panadería del pueblo, un encargo que le había conseguido su padre. Le pagaban poco, pero Angelo parecía complacido por tener algo con que pasar el tiempo. Cuando Teresa planteó una sugerencia para mejorar uno de los diseños, Angelo se quedó mirándolo con gran concentración un buen momento.

—No —dictaminó con aplomo—. No es eso lo que quiero.

Al principio pareció que Teresa se había ofendido, pero enseguida sonrió.

—El paciente sabe lo que quiere —recalcó alegremente.

Después, Angelo anunció que haría dos retratos, uno de ella y otro de su prima, y que se los iba a regalar. Las chicas posaron encantadas y Salvatore aprovechó para ir mientras tanto a ver a Giuseppe. Después salió a dar un paseo con Teresa por la playa mientras la prima se quedaba haciendo compañía a Angelo. En el trayecto, Teresa le dijo que pronto volvería a ir a la ciudad.

Después de que se fueran las chicas, encontró a Angelo pensativo.

—¿Crees que me llegaré a casar alguna vez? —le preguntó Angelo.

—Por supuesto —aseguró Salvatore.

—Tal vez —concedió, dubitativo, Angelo—. Yo creo que tú deberías casarte con Teresa, Salvatore —declaró de improviso—, cuanto antes mejor.

—Para eso ella tendría que dar su consentimiento antes, y también sus padres. —Soltó una carcajada—. Quizá tú deberías casarte con su prima.

Advirtió, sorprendido, que Angelo lo miraba con gran seriedad.

—Son una buena familia —afirmó.

—No dejes que se te escape Teresa, Toto —le dijo al cabo de unos minutos su madre—. Es la chica que te conviene.

—Es posible, mamá —acordó, acosado todavía por los interrogantes de qué debía hacer para obtener el visto bueno de la familia de Teresa.

Dos semanas más tarde, al regresar del trabajo un viernes, Salvatore encontró a un hombre alto y delgado que lo esperaba en la puerta. El individuo, que debía de tener más de cincuenta años y llevaba un abrigo negro abrochado hasta el cuello, le entregó su tarjeta.

—Soy abogado —explicó—. Represento a su difunto hermano, Paolo Caruso. Mi gabinete se encarga de la ejecución de su testamento. ¿Podríamos pasar adentro? —Una vez se encontraron en la vivienda, el letrado le preguntó—: ¿Estaba al corriente de las actividades de su hermano?

—Ni siquiera sabía dónde vivía —confesó Salvatore.

—Se había mudado —informó el abogado—. Tenemos su ropa, por cierto. Todavía debo autentificar el testamento, pero él ha dejado el remanente de su patrimonio a usted.

—¿A mí? Y el resto de la familia, ¿qué?

—Su testamento es bien claro. Le avisaré en cuanto lo tengamos todo listo. Entonces tendrá que ir a mi despacho para completar los trámites. —Abrió una pausa—. Hay más de diez mil dólares.

—¿Diez mil? ¿Para mí?

El abogado le dispensó una tenue sonrisa.

—En su testamento se refiere a usted como «Salvatore Caruso, mi hermano y mi mejor amigo». Él quería que todo fuera a parar a usted.

Ese domingo, en casa de sus padres, Salvatore optó por no decir nada. Tal vez fuera por superstición, pero el caso era que hasta que no tuviera el dinero en sus manos no quería tentar al destino hablando de ello.

Ya había decidido qué haría con él. Giuseppe ya tenía una buena situación. A sus padres no les faltaba de nada y, si precisaban algo más, él podía ofrecérselo. Su hermana Maria estaba casada y bien colocada. El tío Luigi disponía de cuanto necesitaba, aparte de la misteriosa suma que pudiera haber acumulado con sus inversiones. El único que quedaba era Angelo. El dinero le serviría, pues, para ayudarle a cuidar de su hermano.

Ese mismo día vio confirmado lo acertado de su decisión.

Teresa y su prima volvieron, y mientras la prima se quedaba junto a Angelo, Salvatore se fue con Teresa a pasar un rato con Giuseppe y su familia. Estuvieron charlando de cuestiones domésticas hasta que la conversación se centró en Angelo. Salvatore advirtió que en cuanto mencionaron su nombre, los dos hijos de su hermano intercambiaban una mirada.

—¡El tío Angelo! —gritaron, antes de echarse a reír.

—Angelo los ha estado ayudando con los deberes —explicó la esposa de Giuseppe—. Mientras tanto, también les hace dibujos.

—Eso está bien —aprobó Salvatore—. Así se mantiene ocupado.

—En realidad, Angelo puede ser muy útil —señaló Giuseppe—. Tenía que escribir unas cartas de negocios relacionadas con la granja y él se encargó. Lo hizo mucho mejor de lo que lo habría hecho yo.

—Espero que le pagues algo por todo ese trabajo —dijo Salvatore.

—Es mi hermano —contestó, encogiéndose de hombros, Giuseppe—. También tiene que ser de utilidad para la familia.

—Él no pide nada, además —convino su mujer.

A Salvatore no le gustó aquella actitud. Le dio la impresión de que la familia se aprovechaba un poco del buen carácter de Angelo, pero no dijo nada. De todos modos, se quedó con la desagradable idea de que, si algún día les ocurriera algo a él y al tío Luigi, a Angelo lo valorarían sólo en la medida en que fuera útil. Luego se le ocurrió que tal vez sería una buena idea sondear a Teresa para ver qué pensaba al respecto.

—Estoy preocupado por Angelo —le confesó mientras volvían a casa de sus padres—. Antes de que muriera en el incendio de la fábrica, mi hermana me dijo que siempre debería velar por él, y creo que tenía razón. —Calló un instante—. Por eso, haga lo que haga, aunque un día llegue a tener una esposa e hijos, mi casa tiene que ser un lugar donde Angelo pueda vivir si lo necesita. ¿A ti te parece una idea descabellada? —preguntó, mirándola con atención.

—Desde luego que no —afirmó, sonriéndole con ternura—. ¿Cómo podrías gustarme si dijeras lo contrario? —Reflexionó un momento—. Aunque no toda la gente sepa apreciar a Angelo, él tiene talento y es una buena persona.

—Tú también le caes bien a él —le aseguró Salvatore. Después se echó a reír—. Dice que algún día le gustaría casarse con alguien de una familia como la tuya.

—¿Sí? Pues es todo un halago. Entonces tendremos que buscarle a alguien como yo. —Lo miró con aire juguetón—. Pero eso va a ser difícil. Espero que no creas que la gente como mi familia crece en los árboles.

—No. Como tú no hay otra igual.

—Me alegra oírtelo decir.

Viendo que la conversación iba bien encarrilada, decidió llevar un poco más allá el asunto.

—Quizá, si pudiera conseguir dinero —aventuró con cautela—, montaría alguna clase de negocio, en la ciudad quizás, o aquí, cerca de mi familia. Lo que ocurre es que no sé de qué.

Ella tardó un momento en responder, pero cuando lo hizo tuvo la impresión de que ya había estado pensando en esa cuestión.

—No hagas nada que no tengas ganas de hacer, Salvatore —le dijo—. Yo no te imagino trabajando en un sitio cerrado. Quizá podrías cultivar la tierra aquí o instalarte en el comercio de pescado, como mis hermanos. Pero tienes que hacer algo con lo que te sientas a gusto. Eso es lo que yo deseo para ti.

Lo dijo con tanta vehemencia y con tanta bondad que casi estuvo a punto de revelarle en ese mismo instante el buen giro que había tomado su fortuna. Logró reprimir el impulso, con todo, y en lugar de ello la estrechó entre sus brazos y la besó. Ella correspondió al beso, antes de apartarlo riendo.

—Es una suerte que mis padres no hayan visto esto —dijo.

Él notó, de todas formas, que estaba contenta.

El abogado convocó a Salvatore a finales de febrero. El traspaso de la herencia se llevó a cabo tal como estaba previsto. Ese mismo día depositó algo más de diez mil dólares en el Stabile Bank de la esquina entre las calles Mulberry y Grand.

El domingo tenía que ir a Long Island a reunirse con Teresa en casa de sus padres, pero un catarro se lo impidió. Cuando llamó a Teresa para avisarla de que no iría, ella preguntó si Angelo no se llevaría una decepción, a lo cual él contestó que seguramente sí.

—¿Quieres que vaya a visitarlo? —se ofreció—. ¿Para que no se sienta solo? Ya sé que estás preocupado por él.

—¿Lo harías?

—¿Por ti? Claro —dijo con gran dulzura.

—Entonces ve —la animó—. La próxima vez que nos veamos tendré unas noticias muy espectaculares que anunciarte.

La declaración tuvo lugar en la sala de estar de la casita de los padres de Salvatore el tercer domingo de marzo. Aunque hacía una tarde bastante gris, en la chimenea ardía un buen fuego cuya suave luz parecía realzar la bondad del rostro de la muchacha.

Primero le anunció que tenía diez mil dólares. Luego le dijo que le daría igual vivir en la ciudad o en Long Island, o en cualquier otro lugar, y que sólo había algo capaz de hacerlo feliz. A continuación le dijo que la quería y le pidió si quería casarse con él.

Su reacción lo tomó por sorpresa. En lugar de responder de inmediato, bajó la vista, como si estuviera dudando.

—¿Me permites un poco de tiempo? —preguntó por fin.

—¿Tiempo? Sí, claro —respondió, desconcertado—. ¿Pasa algo?

—No. —Parecía incómoda, sumida en la incertidumbre.

—Quizás es que no te gusto.

—Salvatore, tú eres el mejor hombre que he conocido. Me siento honrada con tu petición. No te he contestado que no.

—Entonces es por tus padres ¿no? Hablaré con tu padre.

—No —rehusó con una sonrisa—. Todavía no. Déjame un poco de tiempo, Salvatore, y yo te daré la respuesta.

No hubo forma de que le explicara más. Un tanto confuso, regresó a Nueva York.

Transcurrió una semana antes de que volviera a hablar con ella. Fue Teresa quien se puso directamente al teléfono. Respondió muy contenta, pero cuando le comentó que pensaba ir a Long Island el domingo, dijo que sus padres querían que se quedara en casa ese día, de modo que él decidió no ir.

El jueves siguiente, el tío Luigi llegó muy excitado a casa. Había recibido una llamada de Long Island en el restaurante. Los Caruso habían tenido visita.

—De Teresa y sus padres —especificó—. Los llevó para que Angelo le hiciera un retrato a su padre… que le pagaron y todo. Su padre y su madre estuvieron un buen rato con los tuyos y parece que se entendieron de maravilla. Ya se han hecho amigos.

Al oír aquello, Salvatore quedó pasmado de admiración por la chica que amaba. No se había equivocado: sus padres tenían reparos con respecto a su familia. Por eso, recurriendo a un sencillo pretexto, ella los había llevado para que los vieran y comprobaran que eran de su agrado. Estaba allanando el camino para su boda.

Se puso a esperar con ansiedad cuál sería su siguiente maniobra.

El tiempo mejoró en abril y Angelo recuperó fuerzas. A finales de la segunda semana regresó a la ciudad asegurando que estaba en condiciones de trabajar. En todo caso tenía buen aspecto.

La obra donde trabajaba Salvatore se encontraba en la esquina entre la Quinta Avenida y la calle Cuarenta y Cinco. El promotor, el señor French, había decidido que el edificio llevaría su nombre… y no le faltaba razón, porque aquél iba a ser uno de los rascacielos más hermosos que se habían construido nunca.

A fin de impedir que Nueva York se convirtiera en una gran cuadrícula de calles encajonadas, el ayuntamiento había insistido en que los rascacielos no podían subir verticalmente en las partes exteriores de los solares que ocupaban, sino que en determinadas alturas debían dejar tramos por donde pasara la luz. En su versión más tosca, aquello había dado lugar a la construcción de algunos edificios que parecían telescopios colocados boca abajo. No obstante, los arquitectos no habían tardado en advertir la oportunidad que aquello aportaba para crear complejas formas provistas de elegantes escalones, repisas y cambios de plano. El edificio French estaba ya casi terminado. Con su entrada en bronce esculpido, inspirada en la Puerta de Ishtar, y sus altas terrazas semejantes a jardines colgantes, evocaba la antigua Babilonia. Entrar en sus lujosos vestíbulos art déco era como adentrarse en un templo. A Salvatore lo que más le gustaba, con todo, era la altísima fachada de ladrillo de cálida tonalidad anaranjada, orlada de intenso rojo y negro en los bordes. En todo Nueva York no había una obra hecha con ladrillo comparable a aquélla.

Durante las dos semanas siguientes, los hermanos trabajaron juntos en el espléndido inmueble, y Angelo parecía contento de estar allí. Luego Teresa fue a la ciudad.

¿Habría acudido a comunicarle su decisión? Por el momento, no era evidente. Llegó con su prima, como de costumbre, y propuso que fueran los cuatro al cine. Después de ver la película, preguntó si el tío Luigi estaría en el restaurante, porque hacía mucho que no lo veía. Salvatore le confirmó que sí.

Se trasladaron pues al restaurante, donde Salvatore los invitó a comer y el tío Luigi les sirvió los platos. Fue una reunión muy animada. Salvatore contó algunos buenos chistes y todos rieron. El tío Luigi, que siempre seguía con avidez la actualidad, les explicó con detalle las últimas noticias sobre los osados aviadores que aspiraban a cruzar el Atlántico.

—Cualquier día de éstos alguien va ganar el gran premio —vaticinó.

El señor Orteig, el francés propietario del hotel Lafayette, llevaba años ofreciendo un premio de 25.000 dólares para el primer aviador que efectuara un vuelo sin interrupción entre Nueva York y París. Hacía poco, dos arrojados pilotos americanos habían fallecido en el intento al despegar en Langley. El tío Luigi había oído, sin embargo, que dos aviadores franceses iban a aceptar en breve el reto, partiendo desde París.

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