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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (54 page)

BOOK: Nueva York
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—Perfecto.

Era un argumento mediocre, pero no se le había ocurrido nada mejor.

—Dicen que es un traidor.

—No. Tu padre no está de acuerdo en ciertas cosas, pero es una persona honrada, no un traidor.

—Pero los leales tienen razón ¿no?

—Ellos así lo creen, pero el conflicto es complejo.

—Pero una parte tiene que tener razón y la otra estar equivocada —insistió, perplejo, Weston.

Master exhaló un suspiro. ¿Qué se le podía decir a un niño?

—Yo soy leal, abuelo ¿verdad? —continuó el pequeño—. Tú me dijiste que lo era.

—Sí —confirmó Master con una sonrisa—. Eres muy leal.

—Y tú eres un leal, abuelo ¿verdad? —preguntó Weston.

—Por supuesto —respondió—. Yo soy un leal.

Lo malo era que no podía decir la verdad, que era un leal que había perdido el ardor.

De todos modos seguía siendo un empresario. El general Clinton tenía simpatía por él, de modo que cuando Master le sugirió en septiembre que podría ser un buen momento para armar otro barco corsario, el general quedó encantado.

—Quitadles a los franceses y a los patriotas todo cuanto os plazca —lo animó—, y yo quedaré en deuda con vos.

Los preparativos del viaje seguían su curso cuando ocurrió un pequeño incidente que lo tomó por sorpresa. Una mañana, mientras trabajaba en su despacho, Hudson entró para pedirle una entrevista en privado.

—Quería hablaros de Salomon —explicó—. Ya tiene veinticinco años.

Claro. Master sintió un acceso de culpa. Siempre había prometido liberar a Salomon cuando cumpliera veinticinco años, y la distracción de la guerra no era una excusa para faltar a su promesa.

—Hoy mismo le concederé la libertad —le comunicó de inmediato a Hudson.

Hudson, sin embargo, sacudió la cabeza.

—Yo confiaba, amo —precisó—, en que lo mantuvierais un tiempo como esclavo.

—¿Sí? —Master lo observó, estupefacto.

—El caso es —confesó Hudson— que ha estado frecuentando malas compañías.

Hudson consideró que no había necesidad de explicar a Master las peleas que había tenido con Salomon, y menos aún de hacer alusión a sus sospechas en relación a las correrías que probablemente había compartido con Sam y Charlie White. Salomon era sólo un joven impaciente ávido de aventura. Su padre lo comprendía perfectamente, pero también comprendía con meridiana claridad otro aspecto.

Cuando uno era negro, no podía confiar en nadie. Sí, los británicos ofrecían la libertad a los esclavos, pero sólo porque les interesaba para debilitar a los patriotas de las plantaciones del sur. Si los británicos ganaban la guerra, Hudson dudaba mucho que siguieran prestando ayuda a los negros. En cuanto a los patriotas, si conseguían derrotar a los británicos, querrían recuperar el máximo de esclavos.

En vista de que no había nada seguro, Hudson tenía la impresión de que lo más parecido a la seguridad con que contaba su familia, ya fuera como esclavos o como libertos, era la protección de John Master. Por eso la última amenaza que había proferido Salomon había dejado horrorizado a su padre.

—Ahora me van a conceder la libertad —había dicho—, y cuando la tenga, igual me voy con el capitán Master.

Entonces Hudson le preguntó con tono sarcástico qué iba a hacer si no le daban la libertad.

—Entonces puede que me escape para alistarme en el Ejército británico y así me la darán.

Tanto en un caso como en otro, Hudson consideraba que aquellas descabelladas soluciones no podían dar nada bueno.

—Salomon no tiene mala intención, amo —le dijo a Master—, pero se podría decir que es inquieto, y tengo miedo de que se meta en toda clase de líos si le dais la libertad. La verdad es —reconoció, desconsolado— que no sé qué hacer con él.

—En ese caso, puede que tenga una solución —propuso Master—. Que trabaje a bordo del nuevo corsario. Así viviría un poco la aventura sin buscarse complicaciones. De los botines que consigan, tendrá su parte como todo miembro de la tripulación. Y el día que acabe este conflicto, tendrá la libertad. ¿Te parece bien?

—Oh, sí, amo. Creo que sí.

Poco después, Salomon partió en el flamante barco.

—¡Estoy convencido de que será un excelente pirata neoyorquino! —le dijo, sonriendo, Master a Hudson cuando lo despedían desde el muelle.

En el mes de octubre, John Master recibió otra carta de Vanessa, fechada en Londres. La leyó varias veces para estar seguro de haber comprendido su significado.

Fueran cuales fuesen sus palabras, meditó Master, con sus actos la esposa de James demostraba claramente que tenía muy poco interés tanto por su marido como por su hijo. Aunque para él resultaba algo inexplicable, no podía negar las evidencias.

—Si Vanessa quisiera a su hijo —señaló a Abigail—, a estas alturas ya habría venido.

Aparte de los habituales votos por el bienestar del pequeño Weston y una afligida alusión a si su marido había tenido la decencia de abandonar la causa rebelde, en su última carta le preguntaba si iba a quedarse en Nueva York o si, tal como le había comentado su primo el capitán Rivers, John Master se planteaba volver a la civilización junto con su familia y su hijo. Preguntaba, en resumen, si el pequeño Weston iba a regresar a Londres. Repasando la carta y leyendo entre líneas, Master creyó entrever lo que en realidad le interesaba.

Quería saber si tendría que ocuparse de su hijo, o si podría seguir llevando su vida libre de ataduras. El motivo más probable de aquel sondeo debía de ser, según dedujo Master, que había entablado una relación con otro hombre. «Si tiene un amante en su casa —pensó—, el niño sería un estorbo. Casi tanto como un marido».

Con mucho tiento, por lo tanto, redactó una respuesta con las mismas dosis de hipocresía. Se hacía cargo, decía, de lo mucho que debía ansiar ver a su hijo, pero en el momento actual, al haber piratas patriotas en alta mar, consideraba que era mejor que el niño siguiera en Nueva York.

Tras plantearse la conveniencia de poner al corriente a James del contenido de la carta, resolvió que no merecía la pena. Ni siquiera transmitió al pequeño Weston las expresiones de afecto que le mandaba Vanessa. El niño casi nunca hablaba de su madre ahora, y quizás era mejor dejar así las cosas.

Los meses siguientes fueron bastante tranquilos para Abigail. Tenía mucho que hacer dirigiendo la casa. Se ocupaba de Weston cuando no estaba en la escuela y cada dos o tres semanas escribía un detallado informe de las actividades del pequeño que enviaba a Susan, junto con las novedades concernientes a la familia, para que lo hiciera llegar a James. Pese a que aquellas misivas tardaban en llegar a West Point, sabía que su hermano agradecía recibirlas.

Grey Albion volvía a alojarse en la casa con sus compañeros oficiales. Durante un breve periodo de tiempo pareció que iban a enviarlo a Georgia, pero el general Clinton cambió de parecer y lo mantuvo en Nueva York. Estaba, sin embargo, tan ocupado que apenas lo veía. Con la proximidad del invierno, Clinton le había encargado de procurar que ningún soldado pasara frío.

—Me temo que vamos a tener que cortar unos cuantos árboles de las propiedades del norte de la ciudad —anunció Albion un día de diciembre—. Detesto tener que hacerlo, pero no hay más remedio.

A menudo se ausentaba durante días. Abigail no prestaba una especial atención a sus idas y venidas, aunque tenía que reconocer que cuando se iba con su gabán, un gorro de piel en la cabeza y un hacha en la mano, se le veía bastante apuesto.

Cuando estaba en casa, jugaba con el pequeño Weston como antes, la acompañaba a pasear el niño y mantenía un trato agradable. Ella advirtió, no obstante, un cambio en él. La arrogancia que antes la irritaba tanto parecía haberse moderado. A raíz de la breve escaramuza mantenida con los patriotas durante la ruta de regreso desde Filadelfia en primavera, profesaba un mayor respeto por ellos.

—Ahora se desenvuelven como verdaderos soldados —reconocía—. Vamos a sufrir algunos reveses en los próximos enfrentamientos.

También notó que no empleaba el mismo tono con ella. Antes la trataba como a una hermana; ahora conversaba con ella de asuntos más serios, como la evolución de la guerra, las posibilidades de alcanzar la paz o el futuro de las colonias. Además, le preguntaba su opinión, y parecía valorarla mucho.

—Ojalá pudiera enseñaros Londres, señorita Abigail —dijo una vez.

Para darle conversación, le preguntó qué era lo que más le gustaba de Londres. Ella sabía algo de los grandes monumentos por su padre, pero él le habló de sitios más íntimos, de recoletos parques antiguos contiguos al río, de antiguas iglesias donde habían rezado los cruzados o de estrechas callejuelas con casas de madera y misteriosos ecos. Mientras los evocaba, su apuesta cara adoptó una tierna expresión.

Otro día, le habló de su familia.

—Creo que os gustaría, señorita Abigail. Mi padre es muy cortés. Yo a su lado soy un patán.

En una ocasión le habló de su vieja nodriza.

—Todavía vive en nuestra casa, aunque ahora ya tiene casi ochenta años. Me gusta sentarme a hacerle compañía, cuando puedo.

A Abigail le agradó poder imaginárselo con una actitud solícita.

A comienzos de la primavera de 1779 llegaron noticias alentadoras del sur. En Georgia, los chaquetas rojas habían tomado Savannah y después Augusta. Pronto la totalidad de Georgia volvió a encontrarse bajo dominio británico. En Nueva York se hablaba de montar una expedición por el valle del Hudson. Albion le mencionó de pasada aquellos planes.

—Le ha rogado a Clinton que le deje ir —explicó luego John a Abigail—. Quiere entrar en acción.

—Albion ha conseguido lo que deseaba —le informó unos días más tarde.

La flotilla de barcos no estuvo lista hasta finales de mayo. Abigail fue a contemplar su partida en el muelle. Con sus túnicas escarlata y los fajines blancos en bandolera, los soldados estaban muy elegantes. Viendo a Grey Albion muy atareado, Abigail cayó en la cuenta de que nunca lo había visto de ese modo… impartiendo tajantes órdenes a sus hombres con ademán duro y mirada severa. Estaba demasiado ocupado, naturalmente, para fijarse en ella.

Mientras los barcos se adentraban en el cauce para comenzar a remontar el gran río, se volvió hacia su padre.

—James está allá arriba, papá. Y si él y Grey…

—Ya lo sé, Abby —repuso él en voz baja—. Más vale que no pensemos en eso.

Transcurrió cierto tiempo antes de que tuvieran noticias. Los chaquetas rojas obtenían buenos resultados; Washington conservaba West Point, pero le habían arrebatado dos de los fuertes más pequeños. También supieron que se habían producido bajas.

A Grey Albion lo llevaron de regreso un día después. A Abigail le recomendaron que llevara a Weston a casa de un amigo mientras el cirujano realizaba la operación.

—No hay de qué preocuparse —aseguró John Master—. Una bala de mosquete en la pierna. El cirujano se la extraerá sin problemas.

Cuando volvieron más tarde, John tenía una expresión grave.

—Todo va bien. Está dormido —explicó a Weston. A Abigail, en cambio, le confesó—: Ha perdido mucha sangre.

Cuando Abigail lo vio por la mañana, Grey tenía los ojos entornados, pero sonrió débilmente al reconocerla. Al día siguiente fue a verlo varias veces. Por la tarde, advirtió que temblaba. Por la noche, tenía una fiebre alta.

La herida estaba infectada. El médico, que los conocía desde hacía tiempo, fue algo brusco en su recomendación.

—Yo propongo que lo cuidéis vos, señorita Abigail —aconsejó después de haber limpiado la herida—. Lo haréis tan bien como cualquier enfermera. Recemos para que no se propague la infección y no tenga que amputarle la pierna —añadió—. Debéis hacer lo posible para hacerle bajar la fiebre. Ése es el peor enemigo.

A lo largo de los días siguientes, la situación de Albion experimentó altibajos. A veces deliraba, sumido en un estado febril, y ella procuraba enfriarle la frente y el cuerpo con toallas húmedas. En otras ocasiones estaba lúcido, pero preocupado.

—¿Me van a cortar la pierna? —preguntaba.

—No —le mentía—, no hay temor.

Gracias a Dios, la infección no se extendió… aunque hubieron de transcurrir diez días antes de que comenzara a mejorar, y más de un mes hasta que comenzó a desplazarse con una muleta, ya repuesto.

El día antes de que comenzara a caminar se produjo un pequeño incidente, tan nimio que luego Abigail dudó de que hubiera siquiera tenido lugar. Abigail permaneció sentada en un sillón de orejas en su habitación mientras él dormía. El cálido sol de la tarde entraba por la ventana abierta. Reinaba un gran silencio. Debió de quedarse dormida también, porque soñaba que caminaban juntos por el puerto, cuando de repente él se volvió hacia ella y comentó con voz suave, cargada de sentimiento:

—Sois todavía tan joven… Pero ¿dónde encontraría a otra como vos?

Entonces se despertó y lo encontró despierto, observándola con aire pensativo. Se quedó sin saber si realmente había pronunciado aquellas palabras o si sólo lo había imaginado en sueños.

Una curiosa variante de los negocios realizados por Master en ese periodo guardaba relación con las visitas que Susan realizaba desde el condado de Dutchess. Con frecuencia aparecía con dos o tres carros de productos del campo. Master tomaba las disposiciones para su venta y los británicos se mostraban encantados de comprar todo cuanto les ofrecía. Aquel negocio se había vuelto incluso más lucrativo durante los últimos meses, porque hasta entonces, los iroqueses del norte bajaban maíz por el río hasta la ciudad, pero ahora los patriotas habían interceptado aquel tráfico. La última vez que Susan había traído dos carros de maíz, Master había conseguido venderlos a un precio cinco veces superior al que le habrían pagado antes de la guerra.

En cuanto a la ética de aquellas transacciones, cuando Abigail le preguntó en una ocasión a su hermana de qué lado estaba, Susan le dio una respuesta muy simple.

—Del mismo lado que mis vecinos, Abby —respondió—, y que muchos otros. Como los patriotas controlan el condado de Dutchess, soy patriota. Pero si los británicos están dispuestos a comprarme el maíz a un buen precio, se lo vendo. Lo mismo pasa con la seda, el té y el vino que me llevo de Nueva York. Donde vivo, muchos patriotas lo comprarán con gusto, sin preguntarse de dónde proviene.

—¿Qué pensaría Washington si supiera que nos vendes maíz? —planteó Abigail.

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