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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (58 page)

BOOK: Nueva York
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A lo largo de aquel invierno siguiente tuvo, desde luego, tiempo de sobra para hacerlo.

Washington volvió a instalar su cuartel general en Morristown. En aquella ocasión, en cambio, dispersó sus fuerzas en varios lugares, con la esperanza de poder alimentar mejor tanto a los hombres como a los caballos. El invierno había sido similar al anterior, aunque presidido por un sentimiento de pesar. La moneda continental emitida por el Congreso había perdido prácticamente todo valor: se había devaluado cerca del tres mil por ciento. En principio, los soldados debían recibir su paga de la provincia de donde eran originarios, y los de Pensilvania, en particular, llevaban tres años sin cobrar nada. Al descubrir que un nutrido grupo estaban al borde de la sublevación, el general Clinton les había enviado mensajeros ofreciéndoles una paga completa si cambiaban de bando, pero pese a su cólera, los hombres de Pensilvania reaccionaron con desdén ante el soborno y, por fortuna, Pensilvania acabó pagándoles. Aun cuando había habido también otras protestas, las fuerzas patriotas habían salido poco menos que intactas del periodo invernal.

Aun así, se hacía manifiesto que la causa patriota se hallaba próxima al desplome. Washington había enviado al tenaz Nathaniel Green para unificar lo que quedaba del ejército patriota del sur, consciente no obstante de lo mermadas que estaban las fuerzas en aquellas regiones.

—Si los franceses no se suman a nosotros para efectuar un ataque masivo este verano, ya sea en el norte o en el sur, no sé cómo podremos continuar —confió a James el general, pese a su solidez de roca.

Y si la causa patriota se venía abajo, más valía no pensar siquiera en las consecuencias.

Mientras tanto, había poco que hacer. Por ello, durante aquellos largos y deprimentes meses, James seguía pensando en Albion y en su hermana. Rodeado de un mundo real tétrico y plagado de amenazas, en su imaginación lo asediaban además los fantasmas. Se sentía abandonado por su familia, impotente. Los recuerdos de su propio matrimonio infeliz volvían para atormentarlo, las evocaciones de la arrogancia, frialdad y crueldad de los ingleses se agolpaban en su mente. En ocasiones tenía la injusta sensación de que Albion y Abigail actuaban con malvada deliberación, y entonces lo invadía una rabia ciega. En esos momentos consideraba que Albion se proponía robarle a su hermana, dividir a su familia y llevarla a un país que había acabado por odiar. «Si yo no salgo con vida de esta guerra —llegaba a pensar—, puede que también se lleven a Inglaterra a Weston».

Detrás de todo aquel hilo de suposiciones con las que se torturaba había una gran toma de conciencia, un apasionado sentimiento de identidad que antes de la guerra no había experimentado. Abigail y Weston, su amada familia, no debían ser ingleses, nunca. La sola idea le resultaba insoportable. Ellos no eran ingleses, eran americanos.

En primavera llegaron noticias del sur. Los patriotas se habían enfrentado con Cornwallis y habían causado bajas en su ejército. Hasta el temible Tarleton había sufrido una terrible derrota en una escaramuza. Cornwallis seguía adentrándose, no obstante, en Virginia con Benedict Arnold. Habían tomado Richmond y ahora Arnold había asentado una base en la costa.

Obedeciendo a un rasgo típico de su carácter, aun sin conocer la causa, Washington se percató de que había algo que consumía a James. Un día lo convocó para una entrevista.

—No podemos permitir que Cornwallis y Arnold se desplieguen sin traba por toda Virginia —le dijo—. Por eso voy a mandar tres mil hombres, para ver qué podemos hacer. Otorgaré el mando a Lafayette, porque confío en él. Y creo que me agradaría, Master, que vos fuerais también.

El mes de mayo pasó, y después el mes de junio. Hacía buen tiempo y en Nueva York reinaba por el momento la calma. Se sabía que Lafayette había ido al sur, pero la mayoría de la gente seguía pensando que si lograba obtener un apoyo suficiente de los franceses, Washington realizaría seguramente alguna maniobra en el norte.

Como no habían tenido noticias de James, Abigail ignoraba si se encontraba todavía cerca o más lejos. No obstante, sin saber por qué, por aquel entonces comenzó a experimentar un sentimiento de terror que no se disipaba. A medida que transcurrían las semanas, aquella especie de sensación de mal presagio no hacía más que intensificarse. Por otra parte, tenía el convencimiento de que expresar sus temores equivaldría a invitar al destino a que se hicieran realidad. Por ello optó por no confiarse a nadie.

—Acabo de estar con Clinton —le anunció una tarde su padre—. Está persuadido de que Washington pretende atacar Nueva York. Quiere traer de vuelta a la fuerza principal de Cornwallis, pero Londres apuesta por la maldita aventura en la que se ha metido éste en Virginia y no quiere oír hablar de tal posibilidad. —Se encogió de hombros—. Cornwallis mantiene enfrentamientos con Nathaniel Greene y los gana, pero cada vez pierde hombres, y Green se reagrupa y vuelve a la carga contra él. Nuestros comandantes aún esperan que se produzca un gran levantamiento leal, pero éste nunca llega y los partidarios de la causa patriota efectúan incursiones contra todos los baluartes. Cornwallis se está metiendo en un callejón sin salida. Clinton le ha dicho que establezca una base naval y envíe tropas aquí, pero pese a que asegura estar creando la base en Yorktown, Cornwallis no ha mandado aún ni un solo hombre.

A mediados de verano llegó la noticia tan ansiada por Washington y temida por Clinton. Desde Francia estaba en camino una nueva flota, capitaneada por el almirante De Grasse. Pronto se hizo visible en el horizonte. En julio, Rochambeau se había trasladado desde Rhode Island con sus cinco mil veteranos franceses para reunirse con Washington cerca de la ciudad, en White Plains. Para entonces, Washington desplegaba sus fuerzas en las proximidades de Nueva York. «Hemos visto a los americanos —informaban los exploradores británicos—. En cuestión de horas podrían llegar aquí». Los soldados entrenaban en las calles de la ciudad. La empalizada del norte había sido reforzada. El pequeño Weston estaba excitado.

—¿Va a haber una batalla? —preguntó.

—Yo diría que no —mintió Abigail.

—¿Vendrá a protegernos mi padre?

—El general Clinton dispone de todos los soldados que necesitamos.

—De todas maneras querría que viniera mi padre —confió Weston.

Lo extraño fue que no ocurrió nada. Los largos días de agosto se agotaban. La ciudad vivía en tensión, pero los aliados franceses y americanos no atacaban. Parecía como si esperasen algo.

Y entonces, a finales de mes, se marcharon de improviso. Los escuadrones franceses, el cuerpo principal del ejército de Washington y la gran flota francesa, todos se fueron juntos. Era evidente que habían cambiado de plan.

—Quizás han considerado que era demasiado difícil tomar Nueva York —aventuró Abigail.

—No —disintió su padre—. Sólo hay una explicación. Creen que pueden atrapar a Cornwallis.

El destino del Imperio británico no estaba, sin embargo, en manos del ejército. Era la armada británica la que controlaba los mares, abastecía a los soldados y los salvaba en caso de necesidad.

A finales de agosto llegó una docena de barcos al puerto de Nueva York. El almirante Rodney, un comandante de primera categoría, se hallaba al frente de la escuadrilla.

—Pero sólo ha traído doce barcos —se lamentó Master—. Necesitamos una flota completa.

Tras enterarse de la amenaza que pesaba sobre Cornwallis, añadiendo doce barcos de guerra neoyorquinos a los propios, Rodney zarpó de inmediato hacia Chesapeake. No transcurrió, sin embargo, mucho tiempo antes de que las velas aparecieran de nuevo en la bahía y sus barcos regresaran renqueantes al puerto.

—No había suficientes, Abigail. De Grasse los superó —le informó su padre—. Rodney está dispuesto a volver a intentarlo, pero tendrá que recomponer los barcos.

Mientras tanto, fuera de la bahía apareció un escuadrón de navíos franceses que habían acudido desde su base de Newport dispuestos a abalanzarse sobre ellos en cuanto salieran.

La reparación de los barcos británicos fue lenta, ya que habían sufrido considerables desperfectos.

—Clinton ha tenido noticias de Cornwallis —explicó Master—. Parece que está efectivamente atrapado y no puede salir del cerco.

De todas maneras, los carpinteros de ribera se demoraban en su trabajo, de manera que la flota no pudo volver a hacerse a la mar hasta mediados de octubre.

James Master dirigió la vista hacia Yorktown. Se trataba sólo de una pequeña localidad provista de unos modestos muelles al borde del río York. En la otra orilla quedaba el campamento británico de Gloucester Point. Las fuerzas francesas y patriotas tenían rodeado a Cornwallis en un amplio semicírculo. De haberse encontrado en mejor posición, habría mantenido los cuatro reductos exteriores desde los que se dominaban sus líneas, pero calculando que no podía, había renunciado a ellos y ahora se hallaban ocupados por los aliados.

En aquella ocasión sí actuaban como aliados. Ya en su primera reunión, el general francés Rochambeau se había situado bajo el mando de Washington, quien a su vez lo consultaba en la toma de todas las decisiones. Los franceses, ataviados con su elegante uniforme blanco, ocupaban la parte izquierda del semicírculo. Los continentales de Washington vestían guerreras azules, cuando tenían, mientras que las milicias iban con sencillas ropas de paisano. Sin los refuerzos del norte, el ejército sureño de Cornwallis compuesto por los chaquetas rojas británicos y los hesianos, con uniforme azul de Prusia, contaba ahora con seis mil hombres. Los aliados sumaban más de dieciséis mil.

El sitio, iniciado a finales de septiembre, se había prolongado durante dos semanas. Cinco días atrás, disparando en persona el primer cañonazo, Washington había dado comienzo al bombardeo. La lluvia de proyectiles había sido continua y bastante efectiva. Poco a poco estaban descalabrando a los británicos, pero todavía se hallaban a demasiada distancia de tiro. Había llegado el momento de avanzar las líneas y disparar desde más cerca. Para ello, tendrían que tomar el círculo interior de baluartes.

El plan que había preparado Washington era algo maquiavélico. Los bombardeos habituales prosiguieron durante todo el día y después, a las seis y media de la tarde, un grupo de franceses debía realizar una maniobra de distracción contra uno de los baluartes del oeste. Poco después, el ejército debía emprender un ataque ficticio contra las líneas de Yorktown. El verdadero asalto sólo debía tener lugar cuando entre el enemigo hubiera cundido del todo la alarma y la confusión.

En realidad se trataba de dos asaltos. Dos grupos, compuestos cada uno de cuatrocientos soldados, debían arremeter contra los baluartes números 9 y 10, que quedaban cerca del río, en el lado este. El baluarte 9 lo atacarían los franceses y el 10, los patriotas. Al frente iría Alexander Hamilton, a quien iba a acompañar, con el permiso de Lafayette, James Master.

James aguardaba, contento por aquella ocasión de entrar en acción, tanto que le costaba recordar otro momento en que hubiera experimentado tal anhelo. El enfrentamiento sería sangriento sin duda. Los hombres llevaban las bayonetas caladas y algunos empuñaban también hachas, destinadas a abrir brecha en las defensas del reducto.

La tarde estaba ya avanzada, pero todavía quedaba mucha luz. Vio a los franceses, que iniciaban la maniobra de distracción, y luego miró las caras de los soldados. Aunque la espera podía resultar terrible, en el momento en que empezaran a avanzar todo pasaría al olvido. Sólo les quedaba esperar unos minutos. Sentía la sangre que corría acelerada en sus venas.

Advirtió las hileras de soldados que emprendían la simulación de ataque justo al otro lado del campo de batalla. Qué imagen más terrorífica debían ofrecer, vistos desde las maltrechas líneas británicas. Siguió aguardando la señal. Los minutos se hacían eternos. En la mano empuñaba el sable y también llevaba dos pistolas cargadas. Esperó, hasta que por fin llegó la señal.

Emprendieron el avance. Se encontraban tan sólo a ciento cincuenta metros del reducto. Qué extraño. Pese a la velocidad de la carga, parecía que todo se moviera con gran lentitud. Los defensores británicos los habían visto. Oyó las detonaciones y también el silbido de una bala que pasó rozándole la cabeza, pero apenas se fijó. Los altos terraplenes del reducto se alzaban ya ante él. Los hombres abatían a hachazos las defensas exteriores y penetraban por las brechas. Atravesaron una gran zanja y comenzaron a trepar por el parapeto. Vio un yelmo británico frente a él y se acercó, dispuesto a liquidar a su propietario, pero un soldado se le adelantó, embistiendo con la bayoneta.

Una vez superado el parapeto, tuvo la impresión de que había chaquetas rojas por todas partes. Retrocedían, tratando de esquivar una ráfaga de proyectiles. La velocidad era el elemento clave. Sin tomarse un segundo para pensar se precipitó hacia delante, consciente de que había tres o cuatro compañeros a su lado. Un chaqueta roja levantaba el arma en el momento en que James le traspasó el vientre con el sable. Sintió cómo el acero atravesaba la gruesa tela del uniforme, hasta llegar a la columna vertebral. Apoyando el pie sobre el cuerpo del soldado, retiró la hoja antes de que cayera al suelo.

Lo que siguió a continuación fue tan confuso que apenas supo qué hacía él mismo. El reducto parecía un amasijo de cuerpos en movimiento en el que, con su superioridad numérica, los asaltantes hacían retroceder a los chaquetas rojas. De repente se encontró junto a una tienda y al rodearla se topó con un chaqueta roja armado con una bayoneta que esquivó, mientras otros de sus hombres lo atravesaban con su arma. Curiosamente, era como si la tienda sirviera de mágica barrera en medio de la algarabía. Entonces descubrió que estaba abierta. Un oficial británico, que debía de haber resultado herido, había entrado con paso vacilante en ella y yacía en el suelo. Le manaba sangre de la pierna. Su cabeza, libre del casco, dejaba ver una maraña de pelo. James sacó la pistola y el oficial se volvió, esperando la muerte.

Era Grey Albion. Se quedó mirando estupefacto a James, pero no sonrió. Al fin y al cabo se hallaban inmersos en una batalla.

—Vamos, James —le dijo con tranquilidad—, si alguien va a matarme, prefiero que seas tú.

James guardó silencio un momento.

—Si te rindes serás mi prisionero —declaró fríamente—. Si no, te disparo. Ésas son las normas.

BOOK: Nueva York
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