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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (81 page)

BOOK: Nueva York
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—Da un rodeo —ordenó madame Restell.

Después de dar la vuelta por Union Square, probaron por la Cuarta Avenida. Parecía que en todas las calles había grupos con actitud amenazadora. A medida que se acercaban a Gramercy Park, había más gente y ya se veía la inmensa concentración que asediaba el arsenal. En ese preciso instante, sobre el edificio cayó una lluvia de adoquines y alguien arrojó un barril de brea ardiente a una de las ventanas. La muchedumbre lanzó un estruendoso clamor.

—Eso no tiene buena pinta —dictaminó madame Restell—. Ve hacia la Quinta —indicó al cochero.

—Yo tengo que bajarme —gritó Hetty—. Allí está mi casa.

—No sea necia, querida —replicó madame Restell—. No conseguiría llegar.

Hetty quería saltar, pero no podía negar que madame Restell estaba en lo cierto.

Enfilaron la Quinta. Aunque se veía algunas casas que habían sido asaltadas, era evidente que por el momento los alborotadores estaban distraídos con otra cosa.

—Será mejor que venga a mi casa —aconsejó madame Restell—. Tengo un criado que puede moverse discretamente entre cualquier clase de gentío. Es la típica rata de Five Points; él irá corriendo a su domicilio a decirles dónde está.

Pese a que la propuesta parecía atinada, Hetty no estaba conforme. Puesto que no había obstáculos en la avenida, el cochero hizo restallar el látigo. Pasaron de largo el Madison Square. Los caballos partieron al galope y, entre la calima y el polvo levantado por los cascos, las fachadas de piedra de las casas se veían borrosas. Se sentía mareada, como si se viera arrastrada en contra de su voluntad por un extraño y sofocante río de polvo. Habían superado ya la calle Treinta: a su derecha vio un solar donde habían montado un jardín de infancia y a su izquierda se elevaba de pronto, como una afrenta, una iglesia de ladrillo.

Después vio la gran mole del depósito de agua, el lugar donde Frank le había pedido que se casara con él, sólido como una fortaleza en medio del polvo y el calor, inquebrantable como las pirámides del desierto. Allí estaban los cimientos de su matrimonio y estaba dejando que la alejaran. Debía de ser una locura, pensó. Pasaron la calle Cuarenta y Dos.

—¡Pare! —gritó al cochero, tras abrir la ventanilla—. ¡Pare ahora mismo!

El carruaje disminuyó de velocidad.

—Pero ¿qué hace? —gritó madame Restell—. ¡Siga! —reclamó, bramando casi, al cochero.

Ya era demasiado tarde. Hetty había abierto la puerta y, sin esperar a que el coche se detuviera, se precipitó a la polvorienta calle.

—¡No sea estúpida! —gritó madame Restell, mientras Hetty, que había caído de rodillas, se despegaba del suelo de la Cuarenta y Tres—. Vuelva a subir.

Hetty no le prestó oídos.

—Gracias por llevarme —le dijo, antes de irse caminando por la Quinta Avenida.

Aunque debía de tener algún rasguño, se encontraba mejor. Al menos estaba haciendo algo.

Mientras el carruaje se alejaba en dirección contraria, se detuvo un momento para cepillarse la ropa. En medio del opresivo bochorno, miró en torno suyo: en la esquina de enfrente había un gran edificio. Cuando lo vio, llegó a esbozar una sonrisa.

Mientras que el depósito representaba la compacta solidez de las obras de ingeniería de la ciudad, el orfanato para negros que se alzaba delante era una demostración de que, incluso en aquel día de caos, allí había también una referencia moral. Era la gente rica de la ciudad, personas como ella misma, quienes habían financiado el centro, y no lo habían hecho para darse aires. En ese edificio de la Quinta Avenida se proporcionaba alojamiento, ropa, comida… y también educación… a doscientos treinta y siete niños negros, doscientos treinta y siete niños que tenían con ello la oportunidad de llevar una vida decente.

Si madame Restell, su marido o cualquiera quería saber para qué luchaba Lincoln, pensó, no tenía más que ir al orfanato de la Quinta a ver a los niños.

No vio la multitud hasta que la tuvo encima. Surgida de las calles laterales, desembocó como una marea en la avenida. Hombres y mujeres por igual blandían ladrillos, palos, cuchillos o lo que habían encontrado por el camino. La muchedumbre que afluía a la avenida debía de sumar varios centenares de personas.

No se pararon a romper cristales, ni siquiera la miraron. Un solo objeto concentraba su atención: iban directos al orfanato.

—¡Matad a esos engendros de negros! —vociferó alguien mientras se acercaban.

Los demás reaccionaron con un multitudinario bramido. Olvidándose incluso de su querido marido por un momento, Hetty se quedó mirando horrorizada. No podía irse sin más: tenía que hacer algo.

Frank Master se quedó de pie junto a su hijo frente al gran cuadro de las cataratas del Niágara que presidía el comedor. Luego fue a mirar por la ventana.

—No sé qué hacer —reconoció.

La verdad era que estaba fuera de sí. Se había maldecido a sí mismo hasta llegar al embotamiento, y los sentimientos de impotencia y frustración habían alcanzado un grado insoportable. Lo único que quería era pasar a la acción, pelear contra alguien o algo, contra lo que fuera.

Tom había estado fuera tanto rato que había creído que también debía de haberle sucedido algo a él. Cuando por fin llegó, le explicó lo ocurrido.

—La oficina estaba cerrada cuando he llegado; no había nadie. En el camino de vuelta he pasado por todas las calles donde se me ha ocurrido mirar, papá. Por eso he tardado tanto. Pero no he visto señales de ella: nada.

Habían transcurrido sólo unos minutos desde el regreso de su hijo cuando el gran clamor que brotó del lado del arsenal impulsó a Frank a salir a la calle. La turba había emprendido por fin el asalto. El edificio empezaba a arder. Se veía personas en las ventanas de arriba y en el tejado, y lo más probable era que perecieran quemadas. De todos modos, él no podía hacer absolutamente nada. Combinado con el bochorno del día, el calor del edificio volvía asfixiante el aire. Al final optó por volver a casa.

El asalto del arsenal tuvo un efecto positivo: pareció atraer a todas las turbas de la zona hacia aquel escenario. Gramercy Park quedó temporalmente desierto. Con precaución, abrió uno de los postigos del comedor. Transcurrieron diez minutos más: las llamas brotaban del arsenal lanzando fogonazos al cielo.

Entonces, de improviso, llegó un chico corriendo hasta su puerta y se puso a aporrearla. La doncella preguntó qué debía hacer y él le indicó que no abriera.

—Podría ser una trampa —señaló.

Con la aprensión de que alguien estuviera acechando para lanzar un proyectil en cuanto hubieran abierto la puerta, cerró el postigo y se dirigió al vestíbulo.

—¿Y si es un mensaje de mamá? —apuntó Tom.

—Eso estaba pensando.

Indicó a Tom que se quedara detrás de él, se encaminó a la puerta con un recio bastón y tras correr el cerrojo, abrió un resquicio.

—¿Qué quieres?

—¿Es el señor Master?

—¿Por qué?

—Su esposa está en la Quinta Avenida, al lado del orfanato, donde hay revueltas.

—¿Quién eres?

—Me llamo Billie, señor, y trabajo para madame Restell; ella me ha traído. Está en su carruaje, en Lexington, y dice que no se quiere acercar más. Será mejor que venga deprisa, señor.

Aunque no alcanzaba a comprender qué diantre tenía que ver la infame madame Restell con Hetty, Frank no dudó ni un minuto.

—Vigila la casa, Tom —pidió, y con el bastón en una mano y la otra cerrada como una tenaza en el brazo del chico, dejó que éste lo condujera a toda prisa a la avenida Lexington—. Si me mientes —le amenazó—, te muelo a palos.

Hetty no tenía apenas experiencia sobre el comportamiento de las multitudes. Ignoraba que, en determinados momentos y según los ánimos, una muchedumbre es capaz de hacer cualquier cosa actuando al unísono.

La multitud quería matar a los niños porque eran negros. Quería destruir el edificio porque era un templo de los ricos protestantes abolicionistas, los ricos protestantes blancos que enviaban a morir a los honrados jóvenes católicos para que cuatro millones de esclavos libertos pudieran venir al Norte a robarles los trabajos. Y es que aquella turbamulta se componía, casi exclusivamente, de irlandeses.

Querían saquear el centro porque los niños negros que había adentro tenían comida, camas, mantas y sábanas, que muchos de ellos no poseían en sus abarrotadas viviendas.

Habían empezado lanzando piedras al edificio y ahora unos hombres se precipitaban a destrozar la puerta.

Hetty trató de abrirse paso entre el gentío.

—¡Paren! —gritó—. Son niños. ¿Cómo pueden hacer algo así?

La multitud no la oía; forcejeó para avanzar, pero la presión de la gente era excesiva. Se encontraba apretujada detrás de un enorme pelirrojo irlandés, que bramaba de rabia al igual que los demás. Sin dejarse intimidar, le golpeó la espalda con los puños.

—Déjeme pasar.

Por fin el hombre se volvió a mirarla.

—Dígales que paren —le gritó—. ¿Va a dejar que maten a unos niños inocentes? ¿Acaso no es cristiano? —El hombre la miraba fijamente con unos ojos muy azules, como el gigante que observa la presa que va a devorar. Ella no se arredró de todas formas—. ¿Le va a decir a su párroco que ha asesinado a niños? —lo desafió—. ¿Acaso no tiene humanidad? Déjeme pasar y yo les diré que paren.

Entonces el fornido irlandés se inclinó y la cogió con sus recios brazos. Ella pensó que tal vez iba a matarla en el acto, pero constató con asombro que se abría paso hacia la cabeza de la multitud. Al cabo de un momento, se encontró en un espacio despejado.

Delante de ella se encontraba el orfanato. Detrás, una vez que el gigante la hubo depositado en el suelo, tenía la muchedumbre. Era terrorífica; su furia le llegaba como un ardiente hálito. Con mirada febril, gritaba y lanzaba proyectiles y objetos encendidos al orfanato. Ahora que se encontraba allí, ¿cómo iba a hablarle a aquel terrible monstruo? ¿Cómo iban a oírla siquiera?

Entonces, de repente, algunas personas comenzaron a mirar en su dirección y a señalar el lugar donde estaba. Se volvió para averiguar qué les había llamado la atención.

Un poco más allá se había abierto una puerta lateral del orfanato, por la que asomaba alguien. Hetty reconoció a la directora del centro; la mujer observó con horror la calle. Parecía que había llegado a la conclusión de que no había otra alternativa, porque al poco apareció un negrito a su lado y después le siguieron otros. Los niños del orfanato salían del edificio. Y no sólo eso: Hetty observó con asombro que se estaban colocando disciplinadamente en fila.

Dios santo, si parecía que fueran a ir a misa… Al cabo de un momento, salió también el portero, que los iba distribuyendo en la fila; y no había nadie más para ayudarlos. La mujer apremiaba a los niños y, según iban saliendo, el portero supervisaba la buena formación de la fila.

Iban a sacar a los doscientos treinta y siete niños de aquel polvorín porque no podían hacer otra cosa. Mantenían la calma y, por el bien de los pequeños, obraban con mucha tranquilidad. Los niños seguían saliendo obedientemente y el portero seguía encarándolos de espaldas a la multitud para que no la vieran.

A la muchedumbre esto no le gustó ni lo más mínimo.

Para entonces, como si mediara algún terrible truco de magia, la parte del gentío que quedaba más alejada y no alcanzaba a ver nada, parecía comprender gracias a los ojos de los de delante que los niños estaban allí. La multitud comenzó a temblar de rabia ante la idea de que su presa tuviera la osadía de pretender huir. La gente que tenía más cerca comenzó a avanzar, paso a paso, como una serpiente que tanteara el terreno con la lengua.

—¡Matad a esos negros! —vociferó alguien.

Otros repitieron el grito; al oírlo, los niños se sobresaltaron.

Entonces Hetty se dio cuenta de que entre la multitud y los niños no había nadie salvo ella y el gigante irlandés. Tomó conciencia de que, curiosamente, la turba no la veía. Aunque se hallaba en su campo de visión, ellos sólo estaban pendientes de los huérfanos, los cuales habían salido casi todos. Se volvió a mirarlos. La directora les indicaba que comenzaran a caminar, deprisa, pero sin correr. La multitud también se percató de ello.

—Los negros se escapan —gritó una mujer.

Sentía que, de un momento a otro, la gente se precipitaría hacia adelante y la arrollaría.

—¡Deteneos! —gritó—. ¿Vais a hacer daño a unos niños? —Alzó los brazos, separándolos, como si pudiera contenerlos—. Son niños pequeños.

La multitud la vio entonces y se quedó observándola; la vio como lo que era: una rica republicana protestante, su enemiga. El corpulento irlandés guardaba silencio a su lado y de improviso se le ocurrió pensar que tal vez la había llevado hasta allí para que la turba la matara.

No obstante, la multitud vaciló un momento. Luego sonó una voz de mujer.

—Son niños negros, señora. No importa matarlos.

Siguió un clamor de aprobación. La muchedumbre volvía a avanzar.

—¡No podéis! ¡No podéis hacer esto! —gritó Hetty con desesperación.

Entonces oyó, atónita, el atronador grito que lanzó a su lado el gigante irlandés.

—Pero ¿en qué pensáis? ¿Acaso no tenéis humanidad? ¿Nadie entre vosotros tiene un gramo de humanidad?

Hetty no comprendía a las multitudes. A pesar del odio que les inspiraba, la muchedumbre había vacilado antes de atacarla por un solo motivo: porque era una dama. El gigante, en cambio, era un hombre: uno de ellos. Convertido en un traidor, se colocaba al lado del enemigo para afearles su conducta. Dos mujeres se abalanzaron hacia él con alaridos de rabia, y los hombres partieron tras ellas. Si no podían agredir a los niños, se desfogarían con él. Se había convertido en el blanco de las iras.

Su corpulencia no le sirvió de nada. Un gigante no es nada frente a una multitud. En un abrir y cerrar de ojos lo habían abatido.

Hetty nunca había visto una multitud atacando a alguien; no sabía nada de su violencia y poder. Empezaron con la cara, a puñetazos y a patadas. Vio sangre y oyó un crujir de huesos. Luego ya no vio nada, porque la empujaron hasta el otro lado de la calle y el cuerpo del hombre desapareció bajo un corro de individuos, que lo patearon con todas sus fuerzas, una y otra vez. Cuando se dispersaron, del gigante irlandés no quedaba casi nada.

Para entonces, la muchedumbre había irrumpido en el orfanato, donde había material en abundancia que pillar: comida, mantas, camas… Del centro quedaron sólo las paredes desnudas, pero gracias a Dios, dejaron que los niños se alejaran.

BOOK: Nueva York
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