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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (80 page)

BOOK: Nueva York
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Tom exhaló un suspiro. No cabía duda de adónde había ido, de modo que lo mejor sería quedarse allí, tal como le había pedido.

Cuando Frank Master llegó a Gramercy Park, era casi mediodía. Tom no le dispensó una acogida muy calurosa; tras explicarle que su madre había salido de la casa hacía tan sólo unos minutos, le preguntó dónde había estado, y cuando él contestó que por ahí, le dirigió una mirada furibunda. Frank consideró que no tenía mucho sentido ir en pos de Hetty hasta la oficina de South Street, que evidentemente era el lugar adonde había ido, porque entonces lo más probable era que no lo encontrara en casa a su regreso; lo mejor era esperarla allí. Mientras tanto, si su hijo persistía en mirarlo de manera tan enojada, más valdría hacerlo salir de la casa.

—Tom, hay un gran gentío que se dirige al arsenal de la Segunda. Podrías salir a mirar qué hacen. No te acerques, sólo observa qué traman y vuelve a contármelo. Yo voy a cerrar todos los postigos.

En los muelles de South Street reinaba el sosiego. Hetty no sabía cuánto tiempo había estado esperando en la oficina, pero al menos sabía por el empleado que Frank no había desaparecido. Eso ya era algo. El oficinista también le había asegurado que Frank había dicho que volvería, por lo que decidió esperarlo. Allí sólo había un duro banco de madera para sentarse; como la mayoría de los comerciantes atareados, Frank hacía lo posible para que las visitas no se quedaran mucho rato. De todos modos, le daba igual, con tal de verlo. Al cabo de una hora, sin embargo, aún no había dado señales de vida.

De vez en cuando, entraba alguien y el empleado lo atendía con diligencia. Aparte de esto, sólo se oía el ruido del roce de la plumilla en las páginas de los libros de cuentas. Se planteó regresar, pero no soportaba la idea de que pudiera aparecer en cuanto se fuera. Eran casi las dos cuando un joven empleado de otra oficina asomó la cabeza por la puerta.

—La situación se está poniendo violenta. Nosotros vamos a cerrar —anunció.

—¿Qué ocurre? —le preguntó ella.

—Verá, señora, ahora hay disturbios en el West Side. Están persiguiendo a los negros. No sé si habrán ahorcado a alguno ya, pero me temo que eso es lo que pretenden.

—¿Por qué irían a hacer daño a los negros a causa del reclutamiento? —se indignó.

—Porque si Lincoln se sale con la suya, la ciudad se llenará de negros que les quitarán el trabajo a los irlandeses. Al menos eso es lo que creen. Está eso, y también el hecho de que no les gustan —añadió para acabar de perfilar su explicación.

Hetty estaba tan horrorizada que le costó seguir hablando.

—¿Qué más? —preguntó al joven.

—Han ido bajando por la Quinta Avenida, destruyendo casas. También han ido a la del alcalde, pero no estaba allí, pues ha congregado a su gente en el hotel Saint Nicholas; se van a reunir allí para decidir qué van a hacer. Eso es todo lo que sé.

—Soy la señora Master —se presentó—. Seguro que conocerá usted a mi marido.

—Sí, señora. Es un caballero muy correcto.

—No lo habrá visto, ¿verdad?

—No, señora, pero unos cuantos comerciantes y negociantes de Wall Street iban al hotel Saint Nicholas para averiguar qué se propone hacer el alcalde. Es posible que esté allí.

—Si viniera mi marido —indicó a su empleado—, dígale que he ido allí.

Sean O’Donnell no abandonó el bar hasta las dos. Aunque abrió para sus clientes habituales, mantuvo los postigos bien cerrados. Varios de los parroquianos preguntaron dónde estaba Hudson.

—Lo he enviado a Coney Island con unas cosas para mi hermana —mintió sin inmutarse—. Estará allí un par de días.

Su esposa, mientras tanto, le llevó comida al sótano.

—No está muy contento allá abajo —le informó.

—Ya se alegrará de estar vivo cuando acabe esto —replicó.

—Tú quédate aquí y no hagas ningún ruido —reiteró a Hudson, cuando fue a verlo poco después.

A las dos, decidió acercarse al hotel Saint Nicholas, para informarse de lo que ocurría.

Cuando Hetty llegó, el hotel estaba acordonado con policías, que la dejaron entrar. El vestíbulo estaba abarrotado. El alcalde se encontraba en su habitación particular, según le explicaron, con varios caballeros. El propio director, que casualmente se encontraba en la recepción en ese momento, tuvo el detalle de ir a mirar si Frank Master se encontraba allí.

—Su marido no está con el alcalde —le informó—, pero haré que alguien pregunte por él en el vestíbulo. Es posible que esté por ahí. —Al cabo de cinco minutos, el botones regresó con una negativa—. Será un placer acogerla mientras lo espera, señora —dijo el director, antes de indicar al botones que le buscara un lugar donde sentarse.

A pesar de la concurrencia, el chico le encontró un sofá en un salón, junto a un ventanal desde donde se veía la gente que entraba en el hotel. Con gusto, se instaló en él.

Llevaba cinco minutos allí cuando entró otra dama. Aunque vestía con elegancia, se la veía algo agitada. Lanzó una ojeada a la ventana y pareció dudar entre quedarse o volver al vestíbulo. Estaba claro que no la había reconocido. En cambio, Hetty sí la reconoció, de modo que se levantó para saludarla.

—¿Señorita De Chantal? —dijo, tendiéndole la mano—. Nos vimos una vez en la ópera. Soy la señora Master.

Le pareció que Lily de Chantal empalidecía.

—Ah, la señora Master.

—Estoy buscando a mi marido.

—¿Su marido? —dijo, con voz un tanto atiplada, la cantante.

—¿No lo ha visto?

Lily de Chantal la miró, dubitativa.

—Es que hay mucha gente en el vestíbulo —repuso, con cierta demora.

—Lo sé.

Como si recordara su réplica cuando estaba a punto de estropear su papel, Lily dio muestras de recuperarse.

—Tendrá que disculparme, señora Master, si estoy algo distraída. He acudido aquí en busca de refugio. Acaban de decirme que no es conveniente que salga a la calle.

Hetty miró por la ventana antes de volver a posar la vista en Lily de Chantal.

—Yo apenas sé qué sucede —reconoció.

Quizá resultó muy oportuno que, justo en ese momento, en el salón entrara Sean O’Donnell.

Hablando con la gente concentrada en el vestíbulo, Sean tardó sólo unos minutos en averiguar lo que quería saber. La táctica aplicada por el alcalde, consistente en enviar pequeños destacamentos de policía a lugares concretos donde se habían producido alborotos, había resultado un desastre. Las fuerzas del orden se habían visto superadas en todos los casos. Por otra parte, estaba claro que la violencia de las agresiones contra los negros estaba aumentando, lo que confirmaba lo acertado de sus precauciones para proteger a Hudson. Le faltaba sólo echar una ojeada en los salones, por si había algún conocido en ellos, antes de apresurarse a volver a casa.

Sabiendo lo que conocía de la relación de Frank Master con Lily de Chantal, lo último que habría esperado era encontrarse a Lily y Hetty juntas. ¿Qué significaba aquello?

—Señora Master —saludó con una cortés reverencia—. ¿Qué la ha traído aquí en un día como éste? —A Lily también le dedicó una reverencia, más somera.

—He ido a la oficina de mi marido, señor O’Donnell, pero no estaba allí. Me han dicho que tal vez habría venido aquí para enterarse de las medidas tomadas por el alcalde contra los disturbios.

Sean miró a Lily y, al ver su expresión de alivio, asintió con gravedad.

—Por eso precisamente me encuentro yo aquí —dijo—. Esté donde esté su marido, señora Master, lo más atinado sería que se fuera a casa, aunque de ninguna manera debe ir a pie. Ni tampoco usted, señorita De Chantal. Hablaré con el director para que le localice un coche, señora Master. Pero es posible que haya que esperar, porque la mayoría de los cocheros están con los alborotadores. —Luego, sin poder resistirse a la tentación, añadió—: No me cabe duda de que la señorita De Chantal estará encantada de hacerle compañía hasta que encuentren un coche.

El empleado de la oficina se había cansado de esperar. Él tenía una familia propia de quien ocuparse y si el señor Master no había llegado a aquellas alturas, lo más probable era que ya no volviera. Lo que le inquietaba era qué podía hacer con el mensaje que le había dejado su esposa. ¿Enganchar una nota en la puerta? El hombre consideró que aquello quedaría mal, poco acorde con la dignidad del negocio. Lo mejor sería escribir una nota y dejársela en su escritorio. Master tenía la llave de la puerta, de modo que si volvía, podría entrar.

A las dos y media, a Frank Master comenzó a atenazarlo la inquietud. A dos pasos de allí, en la Segunda Avenida, una gran multitud había rodeado el arsenal. El interior del edificio estaba bien custodiado, no obstante, con hombres armados. De vez en cuando, alguien tiraba piedras, pero hasta el momento no habían tratado de irrumpir en su interior. Mientras tanto, de las calles aledañas llegaban más y más grupos de exaltados.

¿Y dónde diablos estaba Hetty? ¿Se habría quedado bloqueada en South Street? ¿Intentaría tal vez volver a pie a casa? ¿La habrían asaltado? ¿Estaría lastimada? Si tuviera manera de adivinar qué ruta había tomado, iría a buscarla. Aunque no quería reconocerlo, estaba abrumado por un terrible sentimiento de culpa. Si no se hubiera ausentado con Lily… Si se hubiera quedado cuidando de ella… No quería ni pensar en lo que debía de estar sufriendo Hetty, sin contar el peligro físico que pudiera acecharla. La cara angustiada de su mujer surgía en su mente como una pesadilla. Comenzó a imaginar que la perseguían los alborotadores, que la derribaban, que la torturaban.

Era culpa suya. Sólo suya.

—Papá —lo llamó Tom—. Tenemos que sacar el carruaje e ir a buscar a mamá.

—Sí, creo que sí. Ocúpate tú, por favor. Después yo iré al centro y tú vigilarás la casa.

—No, papá. Es mejor que tú te quedes y que yo salga. Si ella volviera y no te encontrara, no sé si podré impedir que vuelva a salir.

—Eso no tiene ningún sentido, Tom. Soy el que tengo que ir.

—Papá, no se va a quedar tranquila hasta que te vea. Ya te he dicho que está desesperada por verte.

Ya eran las tres y media cuando el director del hotel acudió a ver a Hetty. Había efectuado varias demandas de coches de caballos desde que O’Donnell se había ido, pero había sido inútil.

—Usted es la primera de la lista —le había prometido—, pero no es posible encontrar coches de alquiler para ir a la parte norte de la ciudad.

Lily de Chantal había tenido que interceptarle el paso en dos ocasiones para impedir que saliera.

—No puedo quedarme con las manos manchadas con su sangre —le había gritado la segunda vez.

En todo caso, Hetty no comprendía por qué estaba tan preocupada la señorita De Chantal por su seguridad.

—Señora Master, hay una dama que se dirige a esta parte de la ciudad con su carruaje y que estaría dispuesta a llevarla —le anunció el director—. Debo advertirle que éste es el único medio de transporte que puedo ofrecerle —puntualizó, algo incómodo.

—Comprendo. ¿Una dama, dice?

—Se trata de madame Restell.

La mujer más perversa de todo Nueva York observaba a Hetty, cómodamente arrellanada en el mullido asiento de su carruaje. Tenía unos senos prominentes y una expresión decidida. En opinión de Hetty, sus ojos guardaban cierto parecido con los de un ave de rapiña.

De modo que aquélla era madame Restell, la abortista. Hetty la conocía de vista, pero nunca había tenido deseos de verla de cerca. Estaba muy claro que madame Restell tenía conciencia de ello, pero aún era más evidente que le daba completamente igual.

—Bueno, pues ya me he enterado de lo que quería saber —comentó—, que el alcalde es un idiota. —Soltó un resoplido—. Casi tanto como Lincoln.

—Lamento que piense que el presidente es un idiota —replicó con envaramiento Hetty.

Por más que hubiera aceptado viajar en su carruaje, no estaba dispuesta a dejarse intimidar por aquella mujer.

—Pues ha provocado muchas complicaciones.

—No es usted republicana, supongo —apuntó Hetty.

—Podría serlo. Ellos afirman que las personas deben ser libres de obrar según les parezca. Eso mismo pienso yo, pero si empiezan a venirme con sermones pueden irse al infierno.

—Supongo que depende de en qué sentido se interprete lo de la libertad.

—Yo ayudo a las mujeres a ser libres, a disponer de la libertad de no tener un hijo si no lo desean.

—Organiza abortos.

—No de la manera que cree, no lo hago a menudo. En general, les doy unos polvos que detienen el proceso.

Al parecer, a madame Restell no sólo le gustaba obrar según su antojo, sino que no tenía ningún empacho en hablar de ello.

—Quizás en Francia tengan otra manera de hacer las cosas, señora —comentó Hetty con firmeza.

Su interlocutora reaccionó con una carcajada.

—¿Cree que soy francesa porque me hago llamar madame Restell?

—Eso suponía.

—Soy inglesa, señora, y a mucha honra. Nací en Gloucester, en mi querido y viejo Gloucester. Éramos pobres de solemnidad. Ahora tengo una mansión en la Quinta Avenida, y de todas maneras pienso que Lincoln es un idiota.

—Comprendo.

Hetty dejó que se instalara el silencio entre ambas.

—¿Conoce a la esposa de Lincoln? —preguntó de repente la abortista cuando pasaron delante de la iglesia Grace.

—No he tenido el honor.

—Pues yo nunca he visto a una mujer comprando de la forma en que lo hace ella. La estuve observando en una ocasión. Se vuelve como loca cuando llega a Nueva York… cosa que ocurre muy a menudo, como sabe. No me extraña que el Congreso se queje de ella.

—La señora Lincoln tenía que acondicionar la Casa Blanca —arguyó Hetty, a la defensiva.

—Ya.

—Para que lo sepa —declaró Hetty, muy digna—, yo también creo que todo el mundo debería ser libre. Creo que toda persona tiene una libertad que Dios le ha concedido, sea cual sea su raza o color. Y creo que el señor Lincoln tiene razón.

—Ah, es posible que la tenga, querida. Espero que sí. Yo no tengo nada contra los morenos. No son ni mejores ni peores que usted o que yo, eso es seguro. Lo malo es que mucha gente está muriendo por eso.

Habían llegado a Union Square y se disponían a girar hacia la calle Catorce cuando el cochero aminoró la marcha y golpeó la ventana con el látigo. Delante de ellos, una multitud de más de cien personas obstruía el paso hacia Irving Place.

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