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Authors: Craig DiLouie

Tags: #Terror

Nueva York: Hora Z (38 page)

BOOK: Nueva York: Hora Z
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Petrova baja la vista, la cara le arde al pensar que el ejército no moverá un dedo para salvar a la gente de Nueva York; en cambio, se escabulle de la ciudad a escondidas para ponerla a salvo sólo a ella, abandonando al resto de la población a un posible futuro de enfermedad, hambruna y muerte.

Esta ciudad era su casa. Esa gente son los neoyorquinos con los que compartía aceras, metro, restaurantes, museos, parques, taxis, cafés y lugares preciados.

—¿A qué unidad pertenece? —le pregunta a Mooney con la esperanza de distraerse.

Siguiendo su instinto, confía en este joven de apariencia sensible. Los ojos del chico aún no han muerto, como les ha sucedido a los de muchos de sus compañeros. Esos ojos han visto muchas muertes y se han convertido, en parte, en lo que odian: unas máquinas de matar capaces de carnicerías sistemáticas y sin miramientos. Esas criaturas que vagan por las calles podrían ser, en cierto sentido, muertos vivientes, pero algunos de estos soldados están muertos en vida. Jon Mooney es uno de los que aún siguen vivos. Aún es humano. Se nota al mirarlo a los ojos, el lugar donde el alma asoma.

—Primera escuadra, segundo pelotón, compañía Charlie, 1.er Batallón, 8ª Brigada, 75º Regimiento, 6ª División de Infantería. A nuestra brigada la llaman los Ochos Locos, señora. En teoría, somos lo único que queda de ella.

—Los Ochos Locos —repite Petrova.

—Así es.

—Debo de estar en buenas manos con unos soldados que tienen un nombre como ése.

Mooney sonríe.

—Somos los mejores en lo que hacemos. Está a salvo con nosotros.

—¿Y cuál es mi nombre en clave?

—¿Perdón?

—Al presidente Kennedy se lo conocía como «Lancero». Yo también he de tener un nombre en clave.

—En verdad lo tiene. Usted es… la doctora Aguafiestas.

—Vaya —exclama Petrova.

—Los nombres no son importantes, señora. Se los sacan de la manga.

—No pasa nada —dice Petrova—. Pero no es tan bueno como los Ochos Locos.

El soldado se ríe. Entretanto, la gente sigue gritando desde las ventanas:

—¿Puedo ir con vosotros?

—¿Os vais a quedar por aquí?

—Chicos, ¿necesitáis ayuda?

El ruido ya ha atraído a unos cuantos perros rabiosos, que no tardan en ser ensartados con las bayonetas. Entonces suenan los primeros disparos. El sonido reverbera en la calle, el eco viaja por los cañones que forman los edificios. Estos sonidos, a su vez, hacen que más perros rabiosos salgan de sus escondites. Gruñendo y chascando los dientes, se abalanzan sobre la columna desde los callejones, las calles colindantes y el interior de los edificios para acabar con una bayoneta o una bala en el cuerpo nada más ser avistados.

Petrova nota que el cuerpo se le pone tenso por el miedo. Aprieta con fuerza la mano de Mooney; el brazo le tiembla. El soldado le sujeta la mano y no se queja, mientras escudriña los edificios con el entrecejo fruncido a causa del cambio en el ambiente. Él también lo nota.

Un extraño ruido sordo semejante al de un millón de cajas de cartón golpeadas en la distancia.

Los civiles gritan despavoridos desde las ventanas y señalan hacia el sur. Los suboficiales de la retaguardia gritan por la radio.

Petrova se suelta de la mano de Mooney, se sube al capó de una camioneta Ford Ranger y se arrastra hasta el techo, sin hacer caso a las protestas del soldado.

Jadeando, ella se da la vuelta y mira hacia el sur.

Un muro de personas en movimiento viene a la carrera hacia ellos, levantando una enorme nube de polvo que se eleva en el cielo y flota contenida por las paredes de los rascacielos.

En el interior de la marabunta de perros rabiosos, los coches y los camiones parecen desplazarse empujados por la multitud, como si flotaran en el agua.

Un millón de doctores Baird, todos dirigiéndose precipitadamente hacia ella en una masa compacta con un único objetivo en la mente.

Petrova chilla.

67. Si no puedes correr…

Con la carabina colgada al hombro, el capitán Bowman está de pie en el techo de un taxi amarillo manchado de sangre y observa a través de los binoculares. Deja escapar una maldición al ver la horda de rabis que se abalanza sobre la tropa a una distancia inferior a los dos mil metros. A su alrededor, la compañía pasa de largo y se prepara para situar a una escuadra en cada manzana para formar líneas de tiro mirando al sur.

Se enfrentan a una fuerza abrumadora y tienen pocas opciones. No pueden correr, al menos no muy lejos, porque los rabis corren más rápido. No pueden esconderse porque los helicópteros regresarían a la base si ellos no aparecen a la hora acordada, quedando así atrapados en la ciudad. Además, no hay ninguna garantía de que los rabis no los sigan al interior de los edificios.

«Si no puedes correr y no te puedes esconder, tienes que luchar».

La estrategia está fijada. El resto son tácticas.

Los rabis tienen a su favor el número y la velocidad, pero ellos no llevan armas. Sólo son peligrosos si pueden ponerte la mano encima. Así que si quieres vivir, mantenlos alejados.

El plan de Bowman es desplegarse en profundidad, con unas líneas que comiencen a retirarse en orden después de establecer contacto con el enemigo. Cada escuadra vaciará sus armas sobre una masa compacta de rabis, y una vez que el enemigo se encuentre demasiado cerca, saldrá corriendo hacia la retaguardia, a fin de que el enemigo tenga que enfrentarse a la siguiente escuadra.

Mientras que no se queden sin balas ni cometan ningún error, tendrían que ser capaces de mantenerse a salvo.

En realidad, duda de que el plan vaya a funcionar, pero no tiene otra opción.

Al desplegar a las tropas en profundidad, o lo que es lo mismo, al situarlas a lo largo de la calle, puede que desgasten y destruyan a la enorme horda de perros rabiosos al mismo tiempo que se acercan poco a poco a Central Park. El problema es que la formación se extenderá a lo largo de casi un kilómetro, con lo que la unidad será vulnerable por los flancos en caso de que otras turbas de infectados caigan sobre ella, cosa que teme que ocurra. Y si ocurre, su tropa se verá dividida en dos o más partes y cualquier unidad que por desgracia se quede aislada será destruida. Y la misión será un fracaso seguro.

Una densa estela de humo negro que sale de unos contenedores de basura ardiendo comienza a fluir por la avenida debido a un repentino cambio de viento y les bloquea la visión durante un momento. Guarda los binoculares y se permite contemplar el cielo un instante.

«Ojalá tuviéramos apoyo aéreo. Incluso un único helicóptero de reconocimiento nos sería de ayuda».

—Adalid Seis, aquí Adalid Siete. Cambio.

Adalid Siete es el suboficial más veterano del batallón: Kemper.

—Adelante, Mike —dice Bowman por radio.

—Le informo de que Adalid Cinco lidera a un grupo hacia el este. Cambio.

—Repita. Cambio.

—Adalid Cinco lidera a un grupo por la calle Treinta y ocho. Cambio.

—Espere. Corto —responde Bowman, combatiendo una mezcla de rabia y pánico.

Adalid Cinco es el oficial ejecutivo.

La compañía se dirige al norte y Knight está llevando a algunos de los chicos hacia el este.

El hombre comete un error garrafal, ha malinterpretado sus órdenes y está muy, muy cerca de conseguir que los maten a todos.

Bowman se da cuenta de que sólo dispone de unos segundos para arreglar la situación.

Presiona el auricular de nuevo.

—Adalid Cinco, aquí Adalid Seis. ¿Me copia?

—Adalid Seis, aquí Adalid Cinco. Adelante, señor.

—Steve, ¿qué haces? Trae de vuelta a la formación a tu gente antes de que tengamos un desastre en las manos.

—Negativo —responde su oficial ejecutivo.

68. Respuesta equivocada

Observando con los binoculares la esquina donde giró con las compañías Alfa, Bravo y Delta y se separó de la columna principal, el teniente Steve Knight gruñe satisfecho cuando hilos de un brillante humo blanco empiezan a flotar sobre el cruce.

Su plan es simple: atacar a los rabis cuando entren en la intersección y luego retirarse con rapidez hacia el este mientras que el resto de la columna continúa hacia el norte.

Bowman le gritó por radio durante unos instantes, pero el capitán no tardó en darse cuenta de que perdía un tiempo del que no disponían y decidió adoptar el plan de Knight al momento.

«El bueno de Todd. Tiene una mente flexible».

Knight está convencido de que el plan funcionará. La retaguardia de la compañía Charlie ha lanzado granadas de humo para cubrir su retirada y después los chicos movieron el culo en dirección norte. Entretanto, la fuerza que él lidera atraerá a los rabis y se los quitará de encima a la Charlie manteniéndolos ocupados durante un tiempo.

«Los rabis no me harán quedar como un tonto de nuevo», se dice para sus adentros mientras sonríe.

Vaughan llega corriendo tras impartir las órdenes para que el resto del contingente se despliegue en profundidad mirando hacia el oeste con una fuerte retaguardia. A su alrededor, dos escuadras de soldados —su primera línea— han encontrado unas cómodas posiciones para disparar y esperan la orden de abrir fuego, con las armas cargadas y amartilladas.

Knight se guarda los binoculares y le guiña un ojo al que ha sido su sargento de pelotón y que ahora ha recibido el ascenso a teniente y está al frente de lo que queda de la compañía Alfa.

—Acabo de hablar con el oficial al mando —dice Vaughan—. Debería meterle una bala en la jodida cabeza. Acaba de sentenciarnos a muerte.

Encorvados sobre las armas, los soldados más cercanos a ellos levantan la cabeza y los miran sorprendidos, preguntándose qué pasa.

—Éste es el único modo de cumplir la misión —responde Knight.

—Mis chicos murieron porque usted no supo qué hacer —ruge Vaughan, y desenfunda la pistola de 9 mm y la amartilla. Tiene la cara encendida, lo que hace que la cicatriz que la cruza en diagonal parezca lívida—. ¿Y ahora ellos tienen que morir también para que pueda redimirse?

—Pero ¿qué demonios…? —exclama uno de los soldados.

—Oh, tío. Sabía que esta misión era un fregado —murmura otro.

—Esto es lo correcto —responde Knight con calma.

—¡Ahora lo supero en rango, Steve! ¡No tiene derecho a hacerme esto!

Vaughan levanta la pistola, da un paso al frente y apunta a Knight a la frente.

—No me importa que me dispares, Jim. Lo hecho, hecho está.

—¡No tiene derecho a hacerles esto a los chicos!

—¡Enemigos! —berrea uno de los soldados.

Sin apartar la vista de la pistola que empuña Vaughan, Knight respira hondo y grita con todas sus fuerzas:

—¡Fuego!

Una tormenta de disparos estalla en la línea convirtiendo la primera oleada de perros rabiosos en fragmentos voladores de carne y hueso.

Vaughan baja la pistola negando con la cabeza amargamente.

Más perros rabiosos doblan la esquina y corren hacia la línea hasta que otra descarga cerrada de disparos los deja secos.

—Han mordido el anzuelo —anuncia Knight en tono triunfal—. ¿Lo ves, Jim? —Levanta la carabina, apunta a un perro rabioso a través de la mira telescópica y dispara sus primeras balas—. ¡Sabía que funcionaría!

«Si toda la partida se va a perder, entonces no pasa nada si se sacrifica a los peones —reflexiona Knight para sus adentros—. Porque con la partida perdida, los peones mueren de todas maneras».

Cada cuatro balas, las trazadoras surcan la calle en un haz de luz roja creado por la estela del fósforo en combustión. Una ametralladora del calibre treinta abre fuego, lacerando piel y rompiendo huesos. Una granada de 40 mm cae desde el cielo, rebota en el techo de un coche y explota a media altura, decapitando una docena de perros rabiosos de una tacada.

Y aún siguen llegando. Giran por la esquina, tropiezan con sus muertos, los pies les chapotean en un lago de sangre, extremidades y cuerpos que se retuercen de dolor.

—¡Recargando! —grita alguien.

—¡Vamos!

—¡Tomad!

Uno de los soldados levanta un AT4, un lanzacohetes antitanque ligero sin retroceso con un alcance efectivo de unos quinientos metros para blanco de área; en otras palabras, para un disparo sin precisión. El soldado quita los dos seguros antes de amartillar el percutor mecánico. Calculando por encima la distancia, ajusta la mira de plástico del arma con forma de tubo y apunta.

—¡A cubierto! —berrea el soldado.

Aprieta el gatillo y se crea un violento fogonazo en forma de hongo por la parte trasera del arma. El misil con aletas sale expulsado y recorre la distancia entre el soldado y los perros rabiosos en medio segundo, rozando las cabezas de los infectados antes de desaparecer en un edificio. Un instante después, el proyectil estalla con un destello cegador y sacude el edificio, que escupe sus entrañas ardientes sobre la calle.

Una vaharada de humo y polvo desciende sobre los perros rabiosos, envolviéndolos hasta hacerlos desaparecer de la vista.

Knight se ríe mientras vacía un cargador disparando el arma en modo automático, al azar, a través del oscuro velo.

Todos tienen que morir para resarcirlo de su pecado y así saldar la deuda con los muertos.

—¡Atrás, atrás! —grita Vaughan agitando la pistola—. ¡Al final de la formación!

Mientras los soldados salen escopeteados hacia la retaguardia, el antiguo sargento agarra a Knight por el brazo y le grita al oído:

—¡Teniente! ¿Tiene un plan para reagruparnos con la columna principal?

—¡Claro que sí! —sonríe abiertamente Knight, los ojos brillándole con luz propia—. ¡Es muy fácil! ¡Los matamos a todos!

—Respuesta equivocada, señor —responde Vaughan.

La pistola que lleva Vaughan en la otra mano suelta un estampido y la bala se aloja en la pantorrilla de Knight, que chilla y cae al suelo, agarrándose la pierna.

69. Instantes después, llueven trozos de cuerpos

McLeod corre al descubierto por el cruce gritando a viva voz y disparando su ametralladora indiscriminadamente, con lo que no acierta a ningún objetivo. Los otros chicos de la tercera escuadra que corren a su lado, con las caras rojas perladas por el sudor, mascullan maldiciones mientras disparan también a discreción. Las balas hacen añicos las ventanas, abren agujeros en la carrocería de los coches y revientan los neumáticos, resuenan en las paredes y se alojan en los cuerpos de los perros rabiosos.

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