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Authors: Craig DiLouie

Tags: #Terror

Nueva York: Hora Z (40 page)

BOOK: Nueva York: Hora Z
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No hay salida de ésta.

«¿En qué momento se dio cuenta Custer, tras ver a todos esos soldados con la muerte reflejada en los ojos corriendo loma arriba, de que estaba acabado? —se pregunta McLeod—. ¿Qué haría entonces? ¿Sentarse en la hierba a esperar que cayera el hacha, utilizando esos preciosos momentos finales para reflexionar sobre su corta vida…? ¿Quizá cascarse la última?

»¿O seguir disparando, malgastando ese momento, para poder prolongar su vida unos cuantos segundos más?

»¡Joder!, cuando yo muera quiero estar haciendo algo divertido y no disparando un arma».

McLeod decide dejar de disparar pero los dedos no le obedecen.

«Misterio resuelto —se dice McLeod a sí mismo—. El instinto de conservación triunfa sobre todas las cosas. La cantidad es mejor que la calidad. Si es así, quizá ahora sea un buen momento para pasar a disparar en automático».

McLeod dispara su ametralladora en modo
rock’n’roll
, rociando muerte a ciegas sobre la muchedumbre.

«Miradme —piensa McLeod—. ¡Soy el puto Rambo!»

—¡Así se hace, soldado! —ruge Ruiz, que dispara la escopeta y amartilla el arma, colocando un nuevo cartucho en la recámara mientras la vaina humeante del anterior sale expulsada—. ¡Devuélvesela multiplicada por diez!

—¡Lo intento! —contesta McLeod.

—¡Recargando! —grita alguien.

—¡Odio el puto ejército! —berrea Williams, que se pelea con la carabina intentando desencasquillar el arma. Un instante después, los perros rabiosos lo rodean convirtiendo su chillido en un húmedo gorgoteo nauseabundo cuando dos pares de mandíbulas se cierran sobre su garganta y se la desgarran.

—¡«Padre nuestro que estás en los cielos…»! —repite McLeod con voz ronca. Las lágrimas le caen por la barba de tres días mientras acribilla a los perros rabiosos que aún siguen mordiendo la cara de su amigo muerto, y arrancándole pedazos de carne y escupiéndolos.

Cerca, el cabo Hicks cae de culo. Tiene un brazo destrozado por el que le chorrea la sangre, mientras que con el otro empuña la carabina sin dejar de disparar al tiempo que el resto de soldados intenta formar con dificultad un cuadrado defensivo con las bayonetas caladas.

Una granada se mete por la ventana de un segundo piso y explota con un destello que lanza brillantes trozos de vidrio caliente y escombros en llamas sobre la calle, seguidos por un velo errante de humo y polvo.

McLeod tropieza y choca contra Ruiz, quien se retira poco a poco a la vez que dispara a toda velocidad su escopeta M4 Super 90. El ambiente está cargado por el humo y el hedor de la infección. Conforme la humareda se posa en la calle, McLeod ve que están destrozando a Hicks y a Wheeler. Tanto él como Ruiz logran llegar al perímetro defensivo para encontrarse con que éste ya no existe. Espalda contra espalda, entre los dos crean una zona de muerte de trescientos sesenta grados para los rabis.

La ametralladora se calienta en las manos de McLeod y, de repente, se queda sin munición.

—¡Fuego de protección final! —exclama Ruiz.

De pronto, el sargento se aleja tambaleándose y deja caer la escopeta humeante. Se aferra el cuello mientras la sangre le corre por los dedos.

—¿Sargento? —lo llama McLeod sin dar crédito a sus ojos.

Ruiz es indestructible. No puede morir.

No lo han mordido. Lo ha alcanzado una bala perdida.

—¡Emmanuel! —jadea el hombre, que cae de rodillas al suelo.

—¡Hombre herido! —grita McLeod, aunque sabe que es inútil pedir ayuda.

McLeod corre hacia el sargento para ponerlo a salvo, pero el tumulto de infectados y soldados hace que caiga al suelo. Un perro rabioso tropieza con él, dejándolo sin respiración. Jadeando, ve a Ruiz, que está a gatas en el suelo tratando de levantarse, rodeado por un montón de rabis que se echan encima de él y muerden cada centímetro de su cuerpo.

—¡Sargento! —grita McLeod.

Una rodilla le golpea violentamente en la nuca. El mundo se vuelve negro a excepción de las estrellas de colores brillantes que le hace ver el rodillazo. Cuando se le aclara la vista, Ruiz yace descuartizado salvajemente: un torso sin cabeza ni brazos, aplastado y con fragmentos de vidrio incrustados.

—¡Hijos de puta! —exclama McLeod mientras llora de ira, impotente—. No teníais por qué hacerle eso. No teníais que hacerlo.

Una granada explota a poca distancia, trozos de cuerpos calcinados y destrozados vuelan alrededor de McLeod y lo empapan con sangre y desechos de carne humeante. Otra nube de humo y polvo barre la multitud. Los chillidos agudos de los moribundos se abren paso por encima del pitido que le suena en los oídos. Histérico, McLeod solloza y se arrastra entre el bosque de piernas, a través de los desperdicios y el vidrio, hasta que consigue entrar en un taxi amarillo y se acurruca en el asiento trasero en posición fetal sin dejar de temblar. El coche se balancea y se mueve como una barca en medio de una tormenta cuando los infectados pasan a su alrededor para masacrar a los chicos del tercer pelotón.

Fuera, los chillidos ascienden a un
crescendo
.

«Padre nuestro que estás en los cielos…»

El tableteo de las armas ligeras empieza a apagarse. Un perro rabioso choca contra un lado del taxi, golpeándolo con la cara y haciendo que el vidrio se agriete. El cadáver maloliente sentado en el asiento del conductor se bambolea con el impacto, la cabeza se le gira y sonríe.

«Padre nuestro que estás en los cielos…»

«Padre nuestro que estás en los cielos…»

Una última ráfaga de disparos y luego nada, a excepción del sonido de miles de pies y un aullido primitivo, casi triunfal, que sale de miles de bocas.

«Padre nuestro…»

73. No tenía elección

Antes eran diez. Ahora son cuatro personas —sucias, cansadas y ensangrentadas— que se dirigen hacia el norte a través de un páramo mientras que los enjambres de infectados avanzan por los callejones cubiertos de basura y las calles secundarias en una caza interminable de carne fresca.

Son los últimos integrantes de la columna principal después de que Bowman dirigiera el resto del pelotón hacia el este para distraer a los perros rabiosos.

McGraw, Mooney, Wyatt y la científica, la doctora Petrova.

Avanzan en fila india, cerca de los edificios y manteniéndose en las sombras. Con cada paso que dan, el sonido de los disparos y los gritos se alejan detrás de ellos, hasta que ven la invitadora vegetación de Central Park, que les promete un refugio.

Más de una vez se han tenido que esconder para evitar grupos de rabis. Todos iban en dirección sur, hacia el tiroteo.

Un cubo de basura metálico aparece rodando por la siguiente esquina y se detiene en el bordillo. Ratas famélicas salen del interior y huyen despavoridas en busca de refugio.

Petrova gruñe asqueada y clava las uñas en el brazo de Mooney. Se ha enfrentado a cada uno de los horrores sin vacilar, y el brazo del chico, el objetivo habitual donde descargar su histeria, está ahora lleno de arañazos y moratones.

Mooney acepta el maltrato sin quejarse. Le gusta la atractiva doctora, pero ésa sólo es una de las razones. El dolor le impide gritar de miedo y repulsión.

McGraw ha ordenado un alto de seguridad. Mordisqueándose el bigote de herradura, la mirada atenta bajo las gafas de sol tintadas, les indica a Mooney y a Wyatt que se dirijan al frente.

Mooney señala a Petrova, pero el sargento no le hace caso. No queda nadie más. La última vez que se toparon con un grupo de infectados, Carrillo, Finnegan, Ratli, Rollins, Eckhardt y Sherman se quedaron aislados y se subieron a la caja de una camioneta para aguantar la carga.

Y ahora están muertos. Están seguros de ello porque tuvieron que volver a por la radio y encontraron los cadáveres tirados, destrozados como marionetas desechadas.

Wyatt le ofrece a Mooney una de sus sonrisas ladeadas, que hacen que las gafas parezcan estar torcidas, y luego le guiña un ojo. Mooney asiente con una expresión triste pero esperanzada. De momento, se han traído suerte el uno al otro. No pueden morir ahora.

McGraw golpea el aire con el puño: «Preparados para la acción».

Mooney y Wyatt se acercan sigilosos a la esquina con las armas listas para disparar. A excepción de dos coches de policía completamente calcinados en un puesto de control abandonado, la calle está vacía. Quizá el cubo de basura se cayó sólo. A veces pasa.

Mooney está a punto de indicar que la zona se encuentra despejada cuando ve movimiento.

Es un perro. Una manada de perros. Perros sucios y salvajes devorando el cuerpo de un niño.

—¡Eh! —grita Mooney.

Wyatt le sisea para que se calle, pero Mooney no puede soportar la visión de los perros comiéndose al niño.

—¡Largo!

Uno de los perros encorva la espalda y se acerca con las orejas pegadas a la cabeza y enseñando los dientes, gruñendo para defender su comida.

Mooney mira la bayoneta de su carabina. No tiene permiso para disparar a no ser que sea un asunto de vida o muerte. Si no es así, tiene que utilizar la bayoneta. Pero no quiere liarse a cuchilladas con una manada de perros salvajes que sólo Dios sabe qué enfermedades tendrán.

Recoge del suelo una botella de cerveza y se la lanza a los perros, que se dispersan entre gruñidos y gañidos mientras se lamen las bocas ensangrentadas.

—Tío, mira eso —dice Wyatt—.
Hajjis
a la tres en punto.

En la otra acera, cuatro adolescentes vestidos con sucias sudaderas con capucha los miran fijamente.

—¿Crees que estarán infectados? —añade Wyatt.

Mooney menea la cabeza dudoso. No está seguro. Levanta la mano y los saluda.

Los chicos se miran entre ellos y uno le devuelve el saludo.

—No creo que lo estén, Joel.

Los chicos empiezan a andar hacia ellos y, antes de cruzar la calle, miran hacia los dos lados, guiados por la costumbre.

Sujetan bates de béisbol. Era obvio que iban a ir armados. Sería una locura aventurarse en la calle sin algún tipo de protección. Pero Mooney no está de humor para jugársela.

—Ya estáis bastante cerca —dice Mooney, y levanta la carabina.

Los chicos se detienen en mitad de la calle e intercambian una larga y elocuente mirada ausente. Luego vuelven a mirar a los soldados. Uno de los chicos sonríe.

Y al sonreír, la saliva le corre por la barbilla. Está infectado, pero aún no se ha convertido.

Los chicos se abalanzan hacia ellos blandiendo los bates.

—¡Deteneos o juro por Dios que os dispararé! —grita Mooney.

Uno de los chicos corre torpemente hacia Wyatt y se clava la bayoneta mientras que otro lo golpea en el brazo con un bate con fuerza suficiente para hacerle soltar la carabina y enzarzarse en un forcejeo. Por su parte, Mooney trata de acuchillar con la bayoneta a los otros dos, pero esquivan sus estocadas y se sitúan fuera de su alcance. Se detienen con las bocas abiertas y riéndose sin emitir sonido alguno.

Uno de ellos hace un quiebro a la izquierda, el otro a la derecha…

La escopeta de McGraw ruge en un estallido ensordecedor matando a uno de los dos adolescentes en el acto. Los otros dos supervivientes huyen y dejan atrás a un muerto y a un herido que intenta arrastrar su ensangrentado cuerpo a través de la calle.

—Finiquítalo rápido, Mooney —ordena McGraw—. Confirma el asunto.

—A la orden, sargento.

Si el disparo de escopeta no ha atraído a los rabis, el aullido moribundo del chico lo hará. Lo mejor es ocuparse de él rápidamente. Mooney respira hondo, levanta la carabina con la bayoneta apuntando hacia abajo y descarga un golpe en la espalda del chico.

El cuchillo atraviesa sin dificultad el cuerpo e impacta contra el pavimento con una sacudida que le sube a Mooney por los brazos hasta el cuello. Durante unos instantes, el chico se retuerce ensartado en la bayoneta como una mosca clavada en la pared. Luego se queda inmóvil, desangrándose en el asfalto.

—Ahora está muerto, sargento —confirma Mooney.

—Entonces, pongámonos en marcha —responde McGraw.

Mooney saca la bayoneta y se queda de pie junto al cadáver, exhausto. Se fija en que Petrova se lo ha quedado mirando con una mirada cargada de terror.

—No tenía otra elección —se disculpa Mooney con un hilo de voz.

—Tus ojos… —susurra ella.

Mooney parpadea. ¿Qué ve en ellos?

—¿Estás herido, soldado? —le pregunta McGraw a Wyatt.

Wyatt, que se ha metido las manos debajo las axilas y hace presión con los brazos, niega con la cabeza. Está pálido y agotado.

—Estoy bien, sargento —responde Wyatt, y con una mueca de dolor se agacha para recoger la carabina.

—¿Qué les pasa a mis ojos? —inquiere Mooney.

Pero Petrova no le presta atención. La doctora mira hacia el cielo gris pálido.

Mooney sigue la mirada de la mujer y siente el cambio en el ambiente. Y entonces oye el sonido procedente del suroeste: el estruendo de los rotores. La intensidad del ruido va en aumento hasta que tres helicópteros CH-47 rugen sobre los tejados cercanos a unos doscientos cincuenta kilómetros por hora con los pilotos rojos parpadeando en la barriga.

—Contacta por radio con los Chinook y diles que ya llegamos —grita McGraw a Mooney, quien ha acarreado el SINCGAR desde la muerte de Jake Sherman—. ¡Pídeles que sobrevuelen el punto de encuentro hasta que establezcamos un nuevo contacto por radio!

Mooney empieza a trasmitir y contacta con los pilotos.

—Entendido, Perro de guerra Dos-Uno. Copiado.

—Contacto establecido —informa Mooney al resto.

El grupo suelta un vítor entrecortado. El único que tiene una expresión amarga en el rostro es Wyatt, que mira con tristeza a los helicópteros que desaparecen y murmura algo para sí.

—¿Lo has visto, Joel? —pregunta Mooney—. ¡Aún podemos salir de ésta!

Ver a esos enormes pájaros surcar el cielo ha sido una de las cosas más bonitas que Mooney ha visto en su vida.

Siente que dentro de poco estará en casa de nuevo, sea donde sea que esté ahora.

74. La dirección opuesta

McLeod abre los ojos y sale con lentitud del asiento trasero del taxi, con la cara pegajosa por la sangre seca y un ensordecedor pitido en las orejas.

Se pone en pie y respira hondo.

El cielo da vueltas y está cargado del lejano eco de los disparos.

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