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Authors: Craig DiLouie

Tags: #Terror

Nueva York: Hora Z (7 page)

BOOK: Nueva York: Hora Z
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Sherman cambia a las trasmisiones civiles en busca de más información sobre los disturbios. Las autoridades han proporcionado más frecuencias de las que se necesitarían normalmente a causa de la naturaleza extrema de la epidemia, y él tiene acceso a todas ellas. La policía está al tanto de los disturbios pero no puede reunir el personal suficiente para hacer algo al respecto. También se ha declarado un incendio en un almacén de Queens, pero tampoco hay suficientes bomberos para responder a esa llamada. Las unidades de policía están desbordadas con llamadas de alborotos domésticos y saqueos. Se informa de violencia en el interior de las clínicas del Lyssa y, por lo que parece, han atacado una de ellas con cócteles molotov. El tráfico se encuentra prácticamente paralizado en toda la ciudad pese a haberse restringido la circulación en ciertas calles principales para facilitar el paso a los vehículos oficiales.

Sherman se ríe para sus adentros. Las voces del SINCGAR, a pesar de denotar nerviosismo y tensión, aún podrían hacer que el Apocalipsis sonara como otra cagada más de logística.

Comprueba la hora en su reloj y cambia a la red de la compañía para realizar una comprobación de comunicación.

—Perro de guerra Dos, Perro de guerra Dos, aquí Perro de guerra. Adelante. Cambio.

Sherman reconoce la voz del hombre al otro lado. Es Doug Price, el operador de radio del capitán West. Sherman responde masticando chocolate en polvo.

—Perro de guerra, aquí Perro de guerra Dos. Adelante. Cambio.

—Perro de guerra Dos, mensaje a continuación. Cambio.

Sherman coge un pequeño bloc de notas y un lápiz.

—Entendido. Envíe mensaje. Cambio.

—Perro de guerra Dos, clave «Nirv…».

Sherman no oye nada durante un instante. Se oyen gritos de fondo y parece que alguien dispara un fusil.

—Negativo, Perro de guerra. Repita. Cambio.

—Clave «Nirvana». ¿Me copia? Cambio.

—Afirmativo, Perro de guerra. Copio. «Nirvana». Espere. Cambio.

Sherman comprueba «Nirvana» en la tarjeta de códigos, una chuleta para las comunicaciones rutinarias que necesitan codificarse, pero no lo encuentra. Saca el libro de códigos de misión y lo busca ahí.

«Nirvana» significa que la unidad se encuentra bajo ataque.

Sherman se atraganta con el chocolate en polvo y da otro trago al Red Bull para aclararse la garganta; enciende un cigarrillo y se toma unos instantes para pensar. ¿Quién sería tan estúpido para atacar a un pelotón de infantería de Estados Unidos fuertemente armado en medio de Manhattan en mitad de la noche? Pero es cierto, el mensaje es auténtico y procede del comandante de la compañía, que informa que el cuartel general y el primer pelotón están siendo atacados.

—Recibido, Perro de guerra.

—Perro de guerra Dos, aquí Perro de guerra. Sigue un segundo mensaje. Cambio.

—Envíe mensaje. Cambio.

—Clave «Motorhead, Slayer, Noviembre, Sierra, Oscar, Noviembre». Cambio.

—Perro de guerra, copio: «Motorhead, Slayer, Noviembre, Sierra, Oscar, Noviembre» —repite Sherman, anotando el mensaje en su bloc—. Espere. Cambio.

Comprueba el código y traduce: «Vengan a nuestra posición a las cero-siete-tres-cero».

El teniente tiene que enterarse de este mensaje sin tardar.

—Recibido, Perro de guerra. Manténgase a la espera. Corto.

—¿Jake? ¿Jake, estás ahí?

Sherman se pone en tensión sin saber cómo responder a esta infracción del protocolo. No se utilizan nombres propios en las comunicaciones por radio. Finalmente, responde:

—Sí, Doug, sigo aquí.

—Tened cuidado cuando vengáis, ¿vale? Hay miles de ellos.

—¿Miles de qué?

—Nos han mentido, Jake.

La radio emite interferencias y hace que Sherman se estremezca.

—Perros de guerra, aquí Cuarentena. Despejen la red, joder.

14. Un lugar donde resistir mientras el mundo se termina

—Ya hemos llegado —dice Susan, y señala con la mano uno de los bloques de pisos que hay al otro lado de la calle. Parece que el edificio ya tenía ese aspecto destartalado antes de que empezaran los problemas.

—Tranquila —contesta Boyd, intentando hacer de tripas corazón.

Boyd no entiende por qué tiene tanto miedo. Él es un soldado, ha visto morir a hombres, incluso ha matado a unos cuantos. Bueno, al menos está seguro de haber matado a uno. Sostiene un arma cargada y lista para disparar y no debería tener miedo de un tío con tendencias homicidas —aunque desarmado— que está destrozando un piso de mala muerte en Nueva York.

Aun así, tiene tanto miedo que no es capaz de pensar con claridad.

Entran en el edificio y Susan señala hacia arriba.

—Cuarto piso.

Suben por la escalera, despacio y sin hacer ruido; Boyd va delante con el arma preparada y Susan avanza detrás de él pegada a la pared, visiblemente horrorizada.

Al llegar al segundo piso, Boyd se estremece. Oye gritos detrás de una de las puertas. Una voz de mujer suplica a alguien llamado John que no le haga daño. Los chillidos se vuelven más agudos hasta que dan paso a golpes en los muebles y a un posterior forcejeo en el suelo seguido por un largo y estridente grito de terror.

Después, todo se queda en silencio.

Boyd traga saliva y se da la vuelta para mirar a Susan, y ve que las lágrimas le caen por la cara.

—Conozco a esa mujer —explica Susan—. A ella y a su marido.

—¿Puedes continuar?

—Tienen un bebé.

—No sé qué hacer. No creo que podamos hacer nada.

—Lo siento, Rick.

—Eres una chica muy valiente.

En ese momento se siente muy unido a ella.

«Podría llegar a enamorarme», piensa.

—No te rindas —añade Boyd.

Temblorosa, Susan asiente y reanudan la marcha escalera arriba. Cuando llegan al tercer piso, Boyd oye un siniestro gruñido gorgoteante detrás de una de las puertas, el rítmico sonido de unas pisadas, y le recuerda a un animal enjaulado.

La pared vibra a causa de un impacto.

—Déjame llamar a casa primero y ver si alguien lo coge, ¿vale? —sugiere Susan.

—Está bien —responde Boyd, agradecido por el respiro en la tensión.

Susan saca su teléfono móvil y llama, pero cuelga tras unos segundos.

—No responden —explica, con el rostro blanco como el papel.

Boyd quisiera consolarla, pero sólo puede asentir y mirar al techo. Suben el último tramo de escalera. Ella señala una puerta.

—Es ésa —informa Susan.

Boyd se seca el sudor de los ojos, pestañea, asiente y apoya la culata contra el hombro.

—Hagámoslo.

Boyd oye que la puerta que tiene a la espalda se abre y, antes de que pueda darse la vuelta, algo contundente le golpea la pierna derecha, que cede al impacto y lo obliga a apoyar la rodilla en el suelo. Unas manos tiran de su arma. Le apoyan el cañón de una pistola contra la sien de forma violenta.

—Suéltala, tío —le ordenan.

—¡Susan! —grita Boyd, e intenta acercarse a ella para protegerla, pero la chica se lanza a los brazos de un chico alto y musculado.

—Lo conseguí, cariño —dice Susan, besando al chico con pasión—. Lo conseguí. —La alegría se convierte en un lloro histérico en un abrir y cerrar de ojos. Tiene la cara enterrada en el pecho del chico—. Lo conseguí, estúpido cabrón.

—Jamás tendría que haber salido a hacer esto —le dice el chico a otro que sujeta una tubería.

—Pero lo ha hecho y ha regresado, viva. Misión cumplida.

—Está destrozada, mírala. Podría haber muerto ahí fuera.

Boyd se da cuenta de que todo ha sido un montaje. La llamada de teléfono fue la señal de aviso.

—Williams ya dijo que tu historia era mentira y que eras una yonqui —los interrumpe Boyd, con lágrimas de vergüenza y rabia en los ojos—. Tendría que haberle hecho caso.

—¿Una yonqui? —repite el chico que sostiene el arma, sonriendo—. Somos estudiantes de la Universidad de Nueva York. Yo estudio Medicina y Susan es licenciada en Filosofía, tío.

—No es nada personal, colega —dice el chico que sostiene la tubería, agachándose para poder mirar a Boyd a los ojos—. Siento haberte golpeado la pierna. Sólo necesitamos el fusil y la munición que tengas. Después, te puedes ir a casa.

—Tenemos que cruzar a Jersey esta noche —interviene en la conversación el chico que blande la pistola—, y necesitamos tener armas en caso de que tengamos que abrirnos paso a tiros entre esos locos babeantes. La pistola se la cogimos a un poli muerto. Entonces, a Bob y a Susan se les ocurrió esta lunática idea de engatusar a un par de soldados y traerlos aquí para quedarnos con sus armas. —El chico rompe a reír—. Y viéndote aquí, en carne y hueso, no me puedo creer que haya funcionado. Era un plan estúpido.

—¿Qué hay en Nueva Jersey? —pregunta Boyd con la mirada llena de furia.

—Un lugar donde resistir mientras el mundo se acaba.

—El mundo no se va a acabar.

—¿Acaso estás ciego? ¿No has visto lo que sucede ahí fuera, amigo?

—Yo no soy tu amigo —le espeta Boyd.

—Siempre podrías venirte con nosotros, ¿sabes? —le propone el deportista, que aún tiene a Susan entre los brazos. Sus amigos le dicen a gritos que se calle—. Tendremos tu fusil, pero ni siquiera sabemos cómo se utiliza correctamente. Necesitamos a un tipo como tú a nuestro lado. Casi me da un ataque al corazón cuando te hemos atacado. En cambio, tú tienes experiencia en este tipo de cosas. ¿Qué dices?

Los otros lo miran con expectación.

Quince minutos después, Boyd cojea a buen ritmo calle abajo, haciendo muecas a causa del dolor que le sube por la pierna a cada paso.

Está solo.

«Esos estúpidos críos no van a llegar a Nueva Jersey —piensa—. No van a llegar a ninguna parte. Con o sin armas, si las cosas se van a poner tan feas como dicen ellos, van a morir».

Boyd ve un cuerpo en medio de la calle, tumbado boca abajo y sufriendo convulsiones, y decide rodearlo.

Después de todo lo que ha visto y oído esta noche, el lugar más seguro en el que estar es justo en medio del segundo pelotón de la compañía Charlie, con asesinos natos como Hicks y Ruiz cubriéndole la espalda. Prefiere estar con ellos dos y que Ruiz le deje el trasero morado a patadas por haber abandonado su puesto y perder la carabina M4, que jugársela con un puñado de niñatos listillos robapistolas de clase media.

Tres manzanas más y estará en casa.

De nuevo, intenta pensar en alguna excusa convincente para haber abandonado su puesto y perdido el arma y la munición, pero aún no ha conseguido que su cansado cerebro dé con la solución. Un soldado de infantería que ha perdido su fusil es como un samurái que ha perdido su espada. Nunca será capaz de superarlo.

Oye un gorgoteo en la oscuridad. Se da la vuelta, en busca de algún lugar donde refugiarse, un lugar donde esconderse, pero no hay ninguno cerca. Por la calle, dos oscuras figuras avanzan hacia él con un trote saltarín. Boyd camina más rápido, pero el dolor en la pierna le hace ver las estrellas. Las figuras ya están más cerca, las caras aún cubiertas por las sombras.

Así pues, sólo queda luchar. Que así sea.

Por primera vez en toda la noche, Boyd está completamente calmado. Él sabe de qué va esto.

Los niñatos universitarios le robaron el rifle y la bayoneta, pero no se llevaron su cuchillo particular, una maldita navaja que lleva escondida en la bota.

Saca la navaja y espera.

15. Corre, corre, maldita sea, corre

Al otro lado de la puerta doble hay un pasillo lleno de gente vestida con pijama, bata o uniforme de enfermera que caminan de un lado a otro arrastrando los pies. Sufren convulsiones y tuercen el cuello bajo el intenso brillo de la luz de los fluorescentes; tienen los ojos abiertos sin mirar a nada en particular, gruñen y se arañan cuando chocan los unos con los otros en su discurrir sin rumbo.

Tienen la cara colorada y brillante por el sudor. Los ojos les relucen febriles. Los pies descalzos dejan huellas de sangre y excrementos en el suelo.

—¡Menuda mierda! —grita Wyatt.

Giran la cabeza. Parpadean y enfocan la vista. Los gruñidos se vuelven más intensos.

—Joel, apártate de ahí —dice Mooney, dando un paso atrás.

Uno de los perros rabiosos, una mujer con el pelo largo y canoso, da tres rápidas zancadas hacia Wyatt y aúlla escupiendo saliva.

—Socorro —implora Wyatt sin alzar la voz.

Un enorme hombre con incipiente calvicie, nariz de patata y los brazos tatuados empieza a abrirse paso a empellones entre los otros para llegar a Wyatt. Un niño pequeño, no mayor de seis años, sale a la carrera hacia él y comienza a dar brincos con los ojos encendidos, al tiempo que gimotea y se lleva la mano a la nariz, que no para de moquearle.

—Corre, Joel —lo apremia Mooney con la voz entrecortada.

—Socorro…

Y de pronto el pasillo entero cobra vida, los cuerpos se empujan unos a otros hasta que se llega a un punto de ebullición y todos empiezan a correr tras ellos.

—¡Corre! —grita Mooney—. ¡Corre, corre, maldita sea, corre!

Mooney se da la vuelta y arranca a correr con los pies descalzos. Sólo se permite echar una mirada atrás y ve que Wyatt se está acercando, con los ojos abiertos como platos y llenos de lágrimas y una horda de maníacos pisándole los talones. Llegan a la escalera y bajan los escalones de dos en dos, de tres en tres, con muecas de dolor y sin parar de gritar.

—¡Mooney, espérame!

Un hombre delgado y con barba, vestido con una bata de hospital, se precipita al vacío por el hueco de la escalera sin dejar de patear y manotear al aire en su caída, y se estrella contra el suelo con un sonido asqueroso.

—¡Mooney! No me dejes aquí.

—¡Sigue corriendo, Joel!

Mooney llega a la puerta que hay al pie de la escalera, la mantiene abierta y ayuda a Wyatt a cruzarla con un empujón antes de cerrarla con un portazo.

—¡Ve a buscar al sargento! ¡Vamos, vamos!

Wyatt se marcha escopeteado pasillo abajo, renqueante a causa de un tobillo dolorido, mientras Mooney empuja la puerta con todas sus fuerzas. Casi sale disparado contra la pared opuesta cuando el primer perro rabioso intenta abrirla. Recupera el equilibrio y vuelve a apoyarse sobre la puerta apuntalándose en los talones, pero la marea de cuerpos es imparable.

No puede contenerlos y cede terreno lentamente.

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