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Authors: Craig DiLouie

Tags: #Terror

Nueva York: Hora Z (9 page)

BOOK: Nueva York: Hora Z
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Hardy nota que el comentario del guardia de seguridad lo encrespa, pero sacude la cabeza con tristeza al tiempo que la ira lo abandona.

—No hay ninguna cura mágica, Jackson —contesta con un sonoro suspiro, y echa a andar hacia la puerta—. Ojalá la hubiera.

—¿Adónde va, doctor Hardy?

Hardy se detiene junto a la puerta.

—A los laboratorios, Jackson —responde con el tono de voz más heroico que es capaz de utilizar, como si fuera el protagonista de una película—. Aún me queda mucho trabajo que hacer si he de derrotar este azote.

Suelta una risotada y abandona el centro de mando de seguridad en busca de algo que guarde semejanza con un desayuno.

Capítulo 4

17. Nueva York siempre me ha parecido un país extranjero

El sargento Mike Kemper saluda con la cabeza a Mooney y a Wyatt, que están ocupados fregando la sangre del suelo del pasillo, y entra en la oficina improvisada del teniente sin dejar de preguntarse si Bowman aún está capacitado para seguir al mando del pelotón.

Kemper conoce a Bowman mejor que nadie de la unidad, incluso mejor de lo que lo conoce el capitán West. Ése es su trabajo. Los suboficiales cuidan de los soldados de su unidad. No obstante, como sargento de pelotón, parte de su trabajo también es cuidar del teniente y aconsejarlo.

Unas horas antes, el teniente comunicó nuevas órdenes e inició un debate abierto sobre ellas con los suboficiales. Poco después, ordenó al pelotón que abriera fuego sobre los civiles.

Kemper le enseñó a llevar el negocio durante casi un año en Iraq. Lo ha visto madurar y convertirse en un oficial que respeta a sus hombres y los lidera desde la vanguardia, nunca desde la retaguardia. Pero ésta es una situación nueva por completo, y en una situación tan horripilante como la presente, un comandante se puede volver inseguro, imprudente o ambas cosas a la vez. Los comandantes inseguros o imprudentes consiguen que sus hombres mueran.

Debido a la enormidad del gentío que los atacó, abrir fuego sobre los civiles había sido la decisión correcta. Si Bowman no lo hubiera ordenado, el pelotón habría sido superado y aniquilado. Pero sólo resultó ser la decisión correcta a posteriori. Podría haber sido únicamente un pequeño grupo de personas el que se abalanzara sobre ellos. En ese caso, ahora se consideraría al teniente un oficial demasiado ansioso de poner en práctica las nuevas reglas de enfrentamiento que permiten disparar a civiles.

La cuestión es que el teniente podría haber estado equivocado. Terriblemente equivocado. Y eso hace que Kemper se pregunte si Bowman corrió un riesgo de forma inteligente y calculada o si, por el contrario, fue presa del pánico. En realidad, le cae bien el teniente, y quiere creer que Bowman tomó una decisión meditada. Pero no está seguro de ello.

El sargento encuentra a Bowman sentado, iluminado por la luz de la lámpara de mesa, con los ojos fijos en la radio que hay sobre la mesa. El teniente levanta la vista y lo invita a pasar con un gesto cansado. No lleva la máscara puesta.

—Si ha venido a arrestarme, ya he intentado que lo hagan —dice Bowman.

—¿A arrestarlo? —pregunta sorprendido el sargento de pelotón.

—Por violar el artículo 118 del Código Uniforme de Justicia Militar, Mike.

—¿Asesinato?

El teniente asiente con la cabeza.

—Por convertir a mis hombres en un puñado de asesinos de niños —añade Bowman.

—No, sólo vine a ver si usted quería hacer un informe de lo ocurrido.

—Sí, en cierto modo…

Kemper se sienta, se quita la máscara, enciende la colilla de uno de esos puros de olor nauseabundo y suspira, exhalando una larga bocanada de humo.

—¿Quiere saber lo que pienso?

—Sí, Mike, me gustaría.

Es algo difícil de explicar, pero en este momento Kemper no está preocupado por la cuestión moral de disparar a los civiles. La moralidad es un lujo en una situación como ésta. En cambio, lo que le preocupa es que se cuestione abiertamente el criterio del teniente.

—Teniente, lo que ha ocurrido aquí esta noche ha sido terrible, pero usted ha actuado según las reglas de enfrentamiento y sólo tuvo unos pocos segundos para tomar la decisión de proteger a su pelotón —expone el sargento con franqueza—. Una cosa es la conciencia de un hombre, pero el ejército afirmará que usted tomó la decisión correcta.

—Eso mismo me contestó el capitán West.

—¿Le ha explicado lo sucedido? ¿Y qué dijo?

—Que él ya tiene bastantes cosas entre manos y que yo debería seguir mis putas órdenes. Fin de la reunión.

Kemper se recuesta en la silla, procesando la información.

—Todo esto… no tiene mucho sentido, ¿verdad, señor?

—No tiene ninguno.

—¿Ha hablado con algún otro jefe de pelotón?

—Ése es el tema, Mike. Cuarentena ha restringido la red y sólo permite comunicaciones de emergencia. Está pasando algo gordo y nosotros estamos aislados. No tengo ningún informe de inteligencia ni una visión completa del asunto.

Kemper empieza a entender lo que le pasa por la cabeza al teniente. La situación ha cambiado, y con ella las reglas de enfrentamiento, y Bowman intenta dilucidar la razón. Si el teniente llega a comprenderla, podrá tomar las decisiones adecuadas, y quizá justificarse a sí mismo por qué ordenó a sus hombres disparar a más de cuarenta civiles a sangre fría.

—Ahora mismo todos nos sentimos como una mierda e indignos de llevar el uniforme. La moral está por los suelos. Pero nosotros somos los profesionales. No podemos mostrarnos indecisos frente a los muchachos. Necesitan que nosotros los lideremos.

Bowman se pone tenso, y luego sonríe con timidez.

—Así que esto no va sólo conmigo, ¿verdad?

—No, señor —responde Kemper con tranquilidad.

—Lo que resulta extraño de todo este asunto es que parece que estamos en un país extranjero y que nosotros somos el enemigo. Tengo la impresión de estar en un episodio de «La dimensión desconocida» en el que hicimos algo terrible en Iraq, y entonces Dios le da la vuelta a la realidad y convierte América en Iraq y nosotros tenemos que descubrir qué hicimos mal o repetir los mismos errores, pero esta vez sobre nuestra gente.

—Con el debido respeto, señor, se come demasiado el tarro.

Bowman esboza una sonrisa forzada.

—Mike, acabo de ver a un oficial de policía disparar en la cabeza a una ciudadana americana herida. Un policía que vio cómo morían sus mejores amigos a manos de una muchedumbre enloquecida sumida en una extraña fase terminal de una nueva enfermedad. Llegados a este punto, no podemos descartar nada.

—Todos estamos cansados. Estamos hechos polvo. —El suboficial exhala otra nube de humo y apaga el puro contra el tacón de la bota—. De cualquier manera, Nueva York siempre me ha parecido un país extranjero.

El teniente se lo queda mirando y luego estalla en carcajadas.

—Acaba de darme una idea —explica Bowman—. La situación requiere que consideremos la ciudad como un ambiente hostil. Así que haremos eso. Si tu unidad se queda aislada en un país enemigo y necesitas trasladarte de una posición segura a una nueva zona de operaciones, ¿qué es lo primero que haces?

—Reconoces el terreno —responde Kemper con una sonrisa.

—Correcto. Tenemos tiempo para llevar a cabo una misión de reconocimiento antes de ponernos en marcha. Eso nos puede dar las respuestas que necesitamos para saber a qué nos enfrentamos.

—A la orden —contesta Kemper. Ése es el Todd Bowman al que el sargento instruyó en Iraq para estar al mando. Es bueno haberlo recuperado—. Ya sé a qué hombres utilizar para esta misión.

18. No nos vendría mal una pistola, a decir verdad

Con la mañana, el ambiente se vuelve fresco y húmedo por el rocío. Las ventanas de los edificios más altos brillan con las primeras luces. Varias construcciones cercanas al lugar de la explosión de ayer aún humean y un repentino cambio en el viento hace llover cenizas y trae el acre hedor de los muebles quemados. Los chicos comprueban sus mochilas y recargan los cargadores. Tosen cubriéndose la boca mientras se preparan para ponerse en marcha.

Los muchachos del segundo pelotón están exhaustos. Se han pasado horas despejando el hospital y limpiando la porquería. A lo largo de la noche, pequeños grupos de infectados atacaron la alambrada y tuvieron que ser abatidos; los cuerpos se dejaron entre la chatarra de los coches hasta la llegada del alba.

Con los rumores acerca de que el pelotón se pondrá en movimiento para reincorporarse a la compañía, aparecen las primeras afirmaciones de que los pondrán contra la pared y los ejecutarán por lo que han hecho. Incluso al teniente. Los chicos han luchado en Iraq y saben hacer su trabajo, pero se alistaron para disparar a los malos, no a americanos. Lo que están haciendo ahora no les parece que siga siendo el servicio de verdad. En cambio, se sienten como criminales de guerra sin importar lo que les permitan hacer las nuevas reglas de enfrentamiento. Algunos ya están hartos y quieren renunciar y volver a casa. Otros necesitan un chivo expiatorio. Es un estado de ánimo peligroso. Los suboficiales lo notan y no dejan descansar a los soldados ni un minuto mientras están pendientes de los síntomas de estrés post-traumático que puedan aparecer.

En el vestíbulo, el teniente se despide del jefe del hospital y del policía.

—Siento que no podamos quedarnos y continuar apoyándolos —se disculpa Bowman ante el doctor Linton, quien parece haber envejecido diez años durante la noche—. ¿Qué van a hacer ustedes?

—Nos quedamos aquí, teniente —interviene Winslow, respondiendo a la pregunta en lugar de Linton—. Entre el doctor y yo vamos a intentar que el lugar siga operativo y convertirlo en una clínica de recuperación.

—Tenemos bastante comida, agua y gas para el generador —añade Linton. Luego, tras un educado carraspeo, añade—: No nos vendría mal una pistola, a decir verdad.

—¿Está seguro, señor?

—Lo estoy.

Bowman le devuelve a Winslow su pistola Glock 19.

—Dispondré que le devuelvan las armas y la munición que recuperamos de… sus hombres, señor —añade Bowman.

—Gracias, teniente —responde el policía con una mueca de dolor.

—Buena suerte a los dos, entonces. Son muy valientes.

«Son valientes y están condenados», piensa Bowman.

Un policía psicópata con un par de pistolas no será capaz de proteger a un hospital entero contra personas que, con toda seguridad, harán uso de la fuerza para entrar en él y exigir cuidados médicos para sus familias. Eso o unos yonquis en busca de fármacos acabarán con los dos.

Si su pelotón pudiera mantener esta posición, ellos seguirían a salvo y podrían acabar lo que empezaron. Pero órdenes son órdenes.

—Alguien tiene que sobrevivir, teniente —le dice Winslow.

A modo de respuesta, Bowman frunce el ceño ante la extraña afirmación. Acto seguido, se pone la gorra y los saluda. Abandona el hospital Trinity sin volver la vista atrás.

En el exterior, los chicos están sentados en el suelo con el equipo, limpiando las armas y engullendo las raciones de comida preparada. Miran al teniente con expectación, con el miedo reflejado en los ojos, pero no dicen nada. De hecho, el silencio es lo primero que nota Bowman al salir del hospital. Los chicos están concentrados. Nada de boxear marcando los golpes ni amagos de pellizcarse el culo los unos a los otros como de costumbre; esta mañana no hay nada de eso. Aún intentan asimilar lo que han hecho.

Hoy, Bowman llevará a los hombres hacia el noroeste, a una escuela convertida en un centro para el tratamiento del Lyssa y que es la zona de operaciones del primer pelotón y el cuartel general de la compañía Charlie. La distancia es inferior a dos kilómetros. No tienen transporte, así que tendrán que ir andando.

Bowman saluda con la cabeza al sargento McGraw.

—¿Va todo bien? —pregunta el teniente.

—Vamos tirando, señor —responde el jefe de la primera escuadra.

—Busque a los soldados Mooney y Wyatt y tráigamelos, sargento.

—Ahora mismo, señor.

Kemper se acerca y saluda. Bowman le devuelve el saludo.

—Buenos días, señor.

—¿Y bien, Mike?

—Todos están presentes excepto el soldado Boyd. Sigue desaparecido.

—Vaya. Anoche registramos el hospital de arriba abajo. Tendremos que suponer que saltó la alambrada y está ausente sin permiso. Demos una vuelta y echemos un vistazo.

Salen de la alambrada y se suben al techo de un coche abandonado para tener una buena visión de la Primera Avenida. Bowman utiliza la mirilla telescópica de su fusil, y Kemper unos binoculares Viper de Vortex. Hasta donde les alcanza la vista, toda la calle en dirección norte está atestada de coches abandonados. Una capa de humo cubre la escena y reduce la visibilidad de manera considerable. Algunos coches arden y expulsan gruesas humaredas aceitosas.

No se ve a nadie.

Estalla un tiroteo en la distancia, intenso y violento.

Un escalofrío recorre la espalda de Bowman.

—Aparte de ese tiroteo, las cosas parecen estar bastante tranquilas esta mañana —informa el sargento de pelotón.

—Tiene razón. Ni sirenas, ni tráfico. Ya puestos, tampoco veo a nadie que intente colarse en el hospital. Es muy raro.

—Me gustaría saber adónde ha ido la gente que conducía esos vehículos. Parece como si anoche se hubiera librado una especie de batalla aquí, justo al otro lado de las barricadas. Puede ser que tenga razón sobre una cosa, señor.

—¿Cuál, Mike?

—Quizá sí que estamos en un episodio de «La dimensión desconocida».

A sus espaldas, Mooney y Wyatt se acercan presurosos, equipados por completo y con McGraw en los talones.

—Señor, se presenta el soldado Mooney —saluda Mooney mientras adopta la posición de firmes.

Wyatt repite el mismo ritual.

Bowman se da la vuelta y los mira.

—Así que vosotros sois los chicos a los que les gusta salir de reconocimiento…

Mooney y Wyatt intercambian una mirada inquieta.

19. ¿A que molaría poder matar a todas las personas que odias?

Las interminables hileras de vehículos abandonados se extienden en la penumbra, rodeadas de montañas de maletas, ropa, basura y cadáveres. Con las carabinas preparadas, los soldados avanzan con lentitud entre los escombros en dirección norte. Mooney reprime las ganas de vomitar al fijarse en que el conductor de un taxi está prácticamente decapitado a excepción de la mandíbula, recubierta de una barba roja. Wyatt señala nervioso un coche que está empotrado en un McDonald’s. Lo han dejado como un colador y el parabrisas está salpicado de sangre. No hay ni rastro del conductor.

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