O ella muere (2 page)

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Authors: Gregg Hurwitz

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: O ella muere
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—Gracias —dije señalando la bandeja. Mis pesquisas de detective aficionado me habían retrasado diez minutos en mi horario. El nerviosismo que sentía debía resultar evidente, porque me miró con el entrecejo fruncido antes de retirarse.

Sin tocar la comida, me levanté del diván y salí otra vez por la puerta principal. Rodeé la casa por el lado de los Miller. Por supuesto, no había marcas ni zonas enmarañadas en la hierba húmeda bajo la ventana, ni al intruso se le había olvidado dejar caer una caja de cerillas, una colilla o un guante diminuto, que me habrían sido de gran ayuda. Me hice a un lado hasta adoptar la perspectiva exacta. Me asaltó de golpe un presentimiento y me volví hacia un lado y luego hacia el otro, incapaz de dominar mis nervios. Al mirar entre las lamas de la persiana, sentí un espasmo irracional, casi como si esperase verme a mí mismo entrando otra vez en el cuarto de baño en calzoncillos a rayas, como en un túnel del tiempo.

La que apareció, en cambio, en el umbral fue Ariana. Me miró fijamente. «¿Qué demonios haces?», dijo con los labios.

Noté que me dolían los nudillos magullados: tenía crispados los puños. Suspiré y los aflojé.

—Estoy revisando la cerca; se está combando.

Se la señalé como un idiota.

—¿Lo ves? La cerca.

Sonrió con sorna y cerró las lamas con la palma de la mano al tiempo que bajaba el asiento del inodoro.

Volví a entrar, me senté en el diván y miré el DVD por tercera vez. Luego saqué el disco y examiné el logo. Era de la misma marca barata que usaba yo para grabar los programas del sistema TiVo cuando quería verlos en la planta baja. Deliberadamente vulgar.

Ariana pasó por el salón y se fijó en el desayuno todavía intacto en la bandeja.

—Te prometo que no lo he envenenado.

Sonreí de mala gana. Cuando levanté la vista, ella ya se iba hacia la escalera.

* * *

Tiré el DVD sobre el asiento del acompañante de mi baqueteado Camry, y me quedé junto a la puerta abierta, escuchando el silencio del garaje.

Esta casa me había encantado en su día. Estaba en la cima de Roscomare Road, cerca de Mulholland, y si resultaba a duras penas asequible era porque compartía la manzana con los apartamentos de estuco cuarteado y con la zona comercial del barrio. En nuestro lado de la calle solo había casas, y nosotros preferíamos fingir que vivíamos en un barrio propiamente dicho, y no en una carretera entre distintos barrios. Me había sentido orgulloso de este sitio cuando nos mudamos, y me dediqué a renovar el número de la calle, a reparar las luces del porche y a arrancar los rosales de solterona. Todo lo hice con tanto esmero, con tanto optimismo…

El rumor continuo de la circulación se colaba en la penumbra que me rodeaba. Pulsé el botón para abrir la puerta del garaje y me deslicé por debajo mientras se levantaba. Di un rodeo por la verja lateral, pasando junto a los cubos de basura. La ventana que se abría sobre el fregadero de la cocina ofrecía una vista del salón y de Ariana sentada en el brazo del diván. Tenía apoyada sobre la rodilla una taza humeante de café; la sujetaba con aire obediente, pero yo sabía que no se lo bebería, sino que lloraría hasta que se le enfriara y lo tiraría al fregadero. Me quedé clavado donde estaba como siempre, consciente de que debería entrar, pero paralizado por el escaso orgullo que me quedaba. La mujer que era mi esposa desde hacía once años lloraba dentro de casa, y yo afuera, sumido en una silenciosa desolación. Al cabo de un momento, me aparté de la ventana. El extraño DVD había aumentado un grado más mi vulnerabilidad, y al menos esa mañana, no tenía fuerzas para castigarme contemplándola.

Capítulo 2

Para mí, de niño, no había nada como el cine. Por las tardes, en una sala desvencijada a tiro de bici, daban sesiones de reestreno a 2,25 dólares. A mis ocho años, los pagaba con las monedas de veinticinco centavos que me sacaba recogiendo latas de soda para reciclar. El sábado, el cine era mi aula; el domingo, mi templo.
Tron, Arma joven, Arma letal
… Esas películas fueron a lo largo de los años mis compañeras de juegos, mis canguros, mis consejeras. Sentado en la parpadeante oscuridad, podía ser el personaje que quisiera: cualquiera que fuera, salvo Patrick Davis, un chico insulso de los suburbios de Boston, y mientras veía desfilar los créditos, me costaba creer que aquellos nombres pertenecían a personas reales. ¡Qué suerte tenían! No es que solo pensara en películas, pues también jugaba al béisbol, cosa que enorgullecía a mi padre, y leía un montón, lo cual complacía a mi madre. Pero la mayoría de mis sueños de niñez procedían del mundo del celuloide. Tanto si peloteaba con mi guante de béisbol y pensaba en
El mejor
, como si pedaleaba con mi bici Schwinn de diez marchas y rezaba para que se despegase del suelo como en
E.T
., estaba en deuda con el cine por infundir en mi infancia, más bien ordinaria, una sensación de asombro y maravilla.

«Persigue tus sueños.» Se lo oí decir por primera vez a mi asesora de estudios de secundaria mientras ojeaba un folleto satinado de la UCLA, sentado en el sofá de su despacho. «Persigue tus sueños»: una frase garabateada en cada foto firmada por alguna celebridad, regurgitada en cada historia de éxito y superación del programa de Oprah Winfrey, en cada sudoroso discurso de graduación y cada charla de gurú a tanto la hora. «Persigue tus sueños.» Y yo lo hice, aunque fuera hijo de un limpiador de moquetas, cruzando todo el país y yendo de una cultura desconcertante a otra que no lo era menos: de los acantilados rocosos a las playas de arena, del acento encorsetado de Boston al hablar arrastrando las palabras de los surfistas, de los suéteres de esquí a las camisetas sin mangas.

Como cualquier joven aspirante, empecé a escribir un guión nada más trasladarme, aporreando las teclas de un Mac Classic incluso antes de molestarme en deshacer las maletas en la habitación de la residencia. Aunque la UCLA me encantaba, me sentí como un intruso desde el principio: un intruso que pegaba la nariz en los escaparates, sin ninguna posibilidad de entrar a comprar. Me costó años descubrir que en Los Ángeles todo el mundo es un intruso, aunque a algunos se les da mejor seguir con la cabeza el ritmo de esa música que se supone que estamos escuchando. «Persigue tus sueños. Nunca te des por vencido.»

Mi primer golpe de suerte llegó pronto, pero como la mayoría de las cosas valiosas resultó ser algo totalmente imprevisto y en absoluto lo que yo andaba buscando. Una fiesta informativa para alumnos de primer curso, montones de risas exageradas y de poses adolescentes…, y allí estaba ella, apoyada en la pared junto a la salida, con un aire de descontento que desmentían sus ojos vivaces e inteligentes. Parecía increíble, pero estaba sola. Me acerqué con el valor que me proporcionaba un vaso de cerveza recalentada.

—Pareces aburrida.

Aquellos ojos oscuros me echaron un vistazo, evaluándome.

—¿Eso es una proposición?

—¿Una proposición? —repetí débilmente, perdiendo arrestos.

—¿Una oferta para quitarme el aburrimiento?

Valía la pena ponerse nervioso por una chica como ella. Aun así, confié en que no se me notara.

—Da la impresión de que eso podría ser la tarea de toda una vida.

—¿Y estás dispuesto? —me preguntó.

Ariana y yo contrajimos matrimonio nada más terminar la universidad; nunca hubo la menor duda de que lo haríamos. Fuimos los primeros en casarnos: esmóquines alquilados, pastel de boda de tres pisos, todo el mundo con ojos humedecidos y expectantes…, como si fuese la primera vez en la historia que una novia recorría pausadamente el pasillo central al son de la
Música acuática
de Handel. Ari estaba deslumbrante. En la recepción, al hacer el brindis, la miré un instante y, ahogado de emoción, no pude terminar mi discurso.

Durante diez años di clases de lengua inglesa en secundaria, y también escribí guiones por mi cuenta. Mis horarios me dejaban tiempo de sobra (salida a las tres de la tarde, largas vacaciones los veranos…), y de vez en cuando enviaba un guión a amigos de amigos que trabajaban en el ramo y de los que nunca recibía respuesta. Ariana no solo no protestaba por el tiempo que pasaba frente al teclado, sino que se alegraba al ver la satisfacción que solía obtener escribiendo, de igual modo que a mí me encantaba la devoción que ella ponía en sus plantas y diseños. Desde que salimos juntos de aquella fiesta, habíamos mantenido en nuestra relación un cierto equilibrio: ni demasiado pegajosa ni demasiado distante. Ninguno de los dos deseaba hacerse famoso ni tampoco muy rico. Por trivial que parezca, queríamos dedicarnos a las cosas que nos importaban y que nos hacían felices.

Pero yo seguía escuchando aquella voz insistente, y no lograba dejar de soñar al estilo de California. No tanto en la alfombra roja de Cannes, como en el simple hecho de estar en un plató, contemplando cómo un par de actores mediocres repetían las palabras que yo había imaginado en boca de otros intérpretes mucho mejores. Simplemente una película de bajo presupuesto que se hiciera un hueco en la sala dieciséis del multicine. No era mucho pedir.

Hace poco más de un año conocí en una comida en el campo a una agente que se entusiasmó con un guión mío de intriga titulado
Te vigilan
, la historia de un inversor bancario cuya vida se va al garete cuando intercambia por accidente su portátil con otro durante un apagón en el metro. Un montón de gorilas de la mafia y de agentes de la CIA se dedican a desmantelar su vida como un equipo de boxes de Fórmula 1; el tipo pierde el mundo de vista, y luego a su mujer, pero por supuesto la recupera al final. Entonces retoma otra vez su vida, maltrecho, pero más sabio y agradecido. En fin, no era el argumento más original del mundo, pero las personas que importaban lo encontraron convincente. Acabé sacando un buen pellizco por el guión y una tarifa considerable por introducir correcciones a lo largo del rodaje. Incluso obtuve una buena cobertura en las revistas del sector: una fotografía mía en
Variety
, en la mitad inferior de la página, y un par de columnitas sobre el éxito repentino de un profesor de secundaria. Tenía treinta tres años y al fin había alcanzado ese objetivo.

«Nunca te des por vencido», dicen.

«Persigue tus sueños.»

Tal vez habría sido más adecuada otra máxima: «Cuidado con lo que deseas».

Capítulo 3

Incluso antes de que apareciera la dichosa grabación sobre mí metida en el periódico matinal, disfrutar de un poco de privacidad había resultado complicado. Mi único refugio —un interior tapizado de un metro y pico por dos— requería de cualquier modo seis ventanillas. Un acuario móvil. Una celda flotante. El único espacio donde nadie podía entrar y pillarme ocultando las huellas de un acceso de llanto, o tratando de convencerme a mí mismo de que lograría sobrellevar otro día de trabajo. El coche estaba bastante hecho polvo, sobre todo el salpicadero: abolladuras en el plástico, el cristal del cuentakilómetros resquebrajado, el mando del aire acondicionado a punto de caerse…Dejé el Camry en un hueco libre frente a Bel Air Foods. Recorriendo los pasillos, cogí un plátano, una bolsa de frutos secos y una botella de té negro helado SoBe, que llevaba ginkgo, ginseng y muchos otros suplementos pensados para espabilar a los soñolientos. Al acercarme a la caja, vi de reojo a Keith Conner en la portada de
Vanity Fair
. Estaba metido en una bañera, pero no llena de agua, sino de hojas, y el titular decía: «CONNER SE PASA A LOS VERDES».

—¿Cómo está Ariana? —me preguntó Bill, haciéndome un gesto para que pasara. Sonriendo con impaciencia, una madre hecha un manojo de nervios aguardaba detrás de mí con su hijo.

—Bien, gracias. —Le lancé una sonrisa postiza, tan instintiva como un tic nervioso.

Deposité las cosas junto a la caja, la cinta zumbó y Bill tecleó el total mientras decía:

—Te llevaste a una de las últimas que valían la pena, eso seguro.

Sonreí de nuevo; Mamá Impaciente sonrió; Bill sonrió. ¡Qué felices éramos!

Cuando estuve en el coche, cogí con dos dedos la clavija donde antes se insertaba el botón, y encendí la radio. Distráeme, por favor. Colina abajo, tomé la curva del desvío a Sunset Boulevard y un sol agresivo me dio en la cara. Al bajar el parasol, vi la foto sujeta con cinta adhesiva. Seis meses atrás, Ariana había descubierto una página web de fotografías y me había torturado semanas enteras imprimiendo instantáneas del pasado y escondiéndolas por todas partes. Todavía encontraba alguna foto nueva de vez en cuando, vestigios de aquel humor juguetón. Esta, desde luego, la había descubierto enseguida: ella y yo estábamos en algún insoportable baile de gala universitario; yo llevaba un bléiser con hombreras y, ¡Dios mío!, con puños arremangados; Ariana vestía un atuendo de tafetán abullonado que parecía un salvavidas. Se nos veía más bien incómodos pero divertidos, demasiado conscientes de estar actuando, de no encajar allí, de no encontrarnos en nuestra salsa como los demás. Pero eso nos encantaba. Era así como nos sentíamos los mejores.

«Te llevaste a una de las últimas que valían la pena, eso seguro.»

Di un puñetazo en el salpicadero para sentir el escozor en los nudillos. Y seguí golpeando. La costra saltó, noté una punzada en la muñeca y el mando del aire acondicionado se partió. Con los ojos llorosos y jadeando, miré por una de mis seis ventanillas: una vieja rubia conduciendo un Mustang rojo me estudiaba desde el carril de al lado.

Exhibí mi sonrisa postiza. Ella desvió la mirada. El semáforo cambió, y ambos volvimos a nuestras vidas respectivas.

Capítulo 4

Después de vender el guión, Ariana estaba más eufórica que yo mismo. La producción iba por la vía rápida. Al tratar con los ejecutivos de los estudios, con los productores y el director, me sentía intimidado pero, a la vez, firme y decidido. Mi mujer me dirigía palabras de ánimo todos los días. Dejé mi trabajo. Lo cual me proporcionó tiempo en abundancia para obsesionarme con los altibajos prácticamente diarios del proyecto: cómo interpretar los sutiles matices de cada e-mail de dos líneas, cómo celebrar reuniones donde se acordaban más reuniones, o cómo atender llamadas del móvil en la calle, o mientras mi primer plato se enfriaba y Ariana se comía el suyo sola. El señor Davis, profesor de literatura americana de último año de bachillerato, no lo entendía. Yo tenía que escoger, y había escogido mal.«Persigue tus sueños», dicen. Pero nadie te explica nunca lo que habrás de dejar por el camino: los sacrificios y la cantidad de maneras que tienes de arruinar tu vida mientras miras fijamente el horizonte esperando a que salga el sol.

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