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Authors: Gregg Hurwitz

Tags: #Intriga, Policíaco

O ella muere (5 page)

BOOK: O ella muere
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Su voz sonaba más irritada que sarcástica.

Me detuve a media escalada, todavía con la pierna por encima del canalón.

—No, no. La veleta está floja: no para de traquetear.

—No lo había notado.

Casi gritábamos. La idea de que la cámara del acosador pudiera estar grabando a Ariana —y no digamos ya nuestra conversación—, me ponía aún más incómodo. Tensé los hombros, como un lobo erizando su pelaje instintivamente.

—Entra en casa, te estás congelando. Bajaré en un minuto.

—He de levantarme temprano; me voy a la cama. Así tendrás mucho tiempo para inventarte una historia más convincente.

Desapareció bajo los aleros, y un instante después la puerta principal se cerró. Con fuerza.

Como la pendiente era pronunciada, me agazapé para mantener una rodilla y un brazo en contacto permanente con las tejas. Desplazándome como un cangrejo, subí en diagonal al punto más alto, junto a la casa de los Miller, y rodeé la chimenea.

No había ninguna cámara en el tejado de los vecinos.

No obstante, la vista de los balcones, las farolas y las demás azoteas era perfecta. Aquella era la mejor posición para buscar escondrijos, y lo escruté todo hasta que me dolieron los ojos: las casas, los árboles cercanos, los patios y vehículos, los postes de teléfonos…

Nada.

Encorvado sobre la pared de la chimenea, suspiré con una mezcla de alivio y decepción, y me di la vuelta para iniciar el descenso. Fue entonces cuando la vi, destellando a la luz mortecina: al borde del ala del tejado que miraba hacia el este y se extendía sobre mi despacho, montada con toda elegancia sobre un trípode y enfocándome a mí, había una cámara digital.

Se me encogió el corazón y sentí un tranquilo terror, como el que te asalta en una pesadilla cuando la sospecha de que estás soñando mitiga la sensación de horror. El trípode, situado a poco más de un metro por debajo de la cresta del tejado, había sido ajustado de acuerdo con la pendiente. El tramo inclinado que se alzaba detrás de él actuaba de cortavientos: un detalle necesario, como atestiguaba la temblorosa veleta que quedaba justo encima. Quien hubiera instalado la cámara —que no miraba hacia el tejado de Don, sino hacia donde yo iría a mirar el tejado de Don— se había anticipado a mis movimientos; lo había calculado todo igual que yo, pero había ido un paso más allá. Separados por un accidentado trecho de tejas oscuras, la lente indescifrable y yo nos escrutamos, como dos pistoleros en una calleja polvorienta del Lejano Oeste. El viento arreciaba en mis oídos, igual que una música de Ennio Morricone.

Pegando las suelas de goma a la rugosa superficie, abandoné el resguardo de la chimenea para dirigirme hacia el punto donde se unían las dos aguas del tejado y, poniéndome a cuatro patas, avancé a lo largo de la cresta. Tenía la boca completamente seca. La altura de los dos pisos parecía mucho mayor desde allí arriba, y el viento, aunque no fuera huracanado, tampoco ayudaba nada.

Al llegar al borde, el abismo se abrió ante mis ojos de un modo vertiginoso. Agarré el herrumbroso gallo de la veleta y le eché un primer vistazo de cerca a la cámara, que quedaba algo más abajo, apenas fuera de mi alcance.

¡Aquella cámara era mía!

El visor extendido encuadraba justo el tramo por el que yo había venido. Pero como no estaba encendido el piloto verde, mi travesía por el tejado no había quedado grabada.

Abajo, en la carretera, los coches doblaban la curva rechinando los neumáticos y la luz de los faros destellaba en las carrocerías, cosa que me desorientaba aún más. Me agaché y cogí el artilugio: la memoria digital estaba borrada, y no habían dejado la cámara grabando. ¿Para qué estaba allí entonces? ¿Como un señuelo?

La luz del dormitorio de los Miller se apagó. Lógico: eran las diez y media. Y no obstante, no podía dejar de encontrar sospechoso el momento.

Cargando con torpeza la videocámara —una Canon barata que apenas había utilizado—, emprendí el trayecto de vuelta por la cresta del tejado, y luego salté desde un rincón sobre nuestro lecho de hiedra.

Me apresuré a entrar, me instalé en la lustrosa mesa de nogal del comedor —uno de los diseños de Ariana— y examiné la cámara por todos lados. Disponiendo de zum óptico, batería de duración prolongada y opción para grabar directamente en DVD, era un juguete a prueba de idiotas.

Fui a la cocina, me eché agua por la cara y luego me quedé inmóvil, con las manos apoyadas en el fregadero, mirando las persianas cerradas a medio metro de mis narices.

Por fin subí a mi despacho, que se hallaba presidido por un escritorio desportillado comprado en una liquidación. Abrí el armario donde guardaba la videocámara y comprobé como un estúpido que, en efecto, no estaba allí. De nuevo abajo, moviéndome con decisión y el cerebro a punto estallar, cogí los dos discos y los comparé. Eran idénticos. Tuve que hacer un esfuerzo para volver al despacho sin subir la escalera de dos en dos, cosa que habría despertado a Ariana.

Saqué el cartucho de discos vírgenes de la estantería: el mismo tipo de DVD barato. Exactamente el mismo tipo, incluida la velocidad de grabación, la capacidad en gigas y la marca estampada en la superficie de policarbonato. Desde que había empezado a grabar programas de TiVo el año anterior, habría usado tal vez un tercio. La cubierta de plástico decía «Paquete de 30». Los conté rápidamente. Quedaban diecinueve, todavía intactos en el cartucho. ¿Podía justificar los once restantes?

Bajé otra vez. Aquello se estaba convirtiendo en una sesión de gimnasio. En el mueble del televisor encontré cuatro discos con episodios de
The Shield: Al margen de la ley
, dos de
24
y uno de
Mujeres desesperadas
(de Ariana). También había un disco de
American Idol
, de la temporada de Jordin Sparks, manchado con visibles cercos de jarra de cerveza. Por consiguiente, ocho en total. A pesar de que raramente volvía a mirar un programa, nunca había tirado ningún DVD una vez que lo había grabado. Lo cual significaba que quedaban tres por justificar. Tres.

Volví a registrar los cajones de debajo del televisor y estiré el cuello para ver si había caído algún disco por detrás. Nada. Faltaban tres DVD, de los cuales solo había recibido dos.

Salí a mirar al porche, dejando que entrara una ráfaga helada, pero no había aparecido ninguna entrega por arte de magia. Cerré, y esta vez corrí el cerrojo de seguridad, y también pasé la cadena. Eché un vistazo por la mirilla; luego me di la vuelta y me apoyé en la puerta.

¿Estaría en camino el tercer DVD? ¿Me habría filmado una cámara desde otro punto mientras recuperaba la mía en el tejado? ¿Por ese motivo la Canon no estaba programada para grabar?

La respuesta obvia me vino al fin a la cabeza, y me eché a reír. No era una risa divertida, en absoluto, sino del tipo de la que sueltas cuando pierdes el equilibrio y te caes por una escalera: esa risa mentirosa que pretende demostrar que no pasa nada.

Crucé la cocina. Volví a sentarme a la mesa del comedor y abrí el cargador de la videocámara.

El tercer DVD estaba dentro.

Capítulo 7

Fundido de entrada de la parte trasera de la casa. Un ángulo bajo de película de terror: varias ramas añadiendo un toque amenazador al panorama nocturno. En un lado del encuadre salía la pared de plástico corrugado del cobertizo en el que Ariana cultivaba sus flores. Avanzando con lentitud, el objetivo se abría paso entre unos arbustos de zumaque y reptaba al estilo psicópata hacia la cara exterior de la misma pared ante la que ahora me hallaba sentado: la pared donde estaba la pantalla plana de la televisión. La banda sonora, si la hubiera habido, habría consistido en una música de cuerda estridente y una respiración agitada. El silencio era peor. Entre las zonas en sombra, las imágenes surgían con aire amenazador: una bombilla de energía solar del jardín y un trecho de hierba iluminado por el cono de luz de la lámpara del porche. Siempre desde un ángulo bajo, el objetivo se elevaba hacia la casa, se acercaba al alféizar de la ventana del salón y rastreaba con sigilo un poco más hacia arriba para captar el techo de esa estancia, tenuemente iluminado por el parpadeo de la televisión. Notaba la espalda pegajosa de sudor. Dirigí sin querer la mirada hacia la ventana: a través de las cortinas semitransparentes de color verde salvia, el recuadro negro de cristal me escrutó a su vez sin delatar el menor indicio. Hasta ese momento nunca había entendido la trillada expresión de «tener un nudo en el estómago», pero ahora sentía el miedo justo en la boca del estómago: un miedo concentrado e inflexible. En cuanto apartaba los ojos de la pantalla, mi pánico aumentaba, y aunque era algo surrealista, me daba la impresión de que el televisor parecía contener la amenaza presente, mientras que la ventana —al otro lado de la cual podía haber alguien acechando en ese preciso momento— resultaba ficticia. De modo que la pantalla reclamaba toda mi atención.

La cámara, cada vez más atrevida, se alzaba por encima del alféizar, abarcaba la ventana, barría el interior con todo descaro y acababa fijándose en una silueta dormida en el diván bajo una manta.

Mientras la perspectiva retrocedía, percibí las sordas palpitaciones de mi corazón, bombeando adrenalina por todo mi cuerpo.

La imagen avanzó a saltos, resiguiendo la pared hacia la cocina; con un giro rápido, llegó frente a la puerta trasera y se enfocó de nuevo automáticamente. Me quedé sin aliento.

Apareció una mano con guantes de látex y giró el pomo, que cedió sin más. Pese a que Ariana me lo recordaba siempre, a mí a menudo se me olvidaba cerrar la puerta después de sacar la basura a los cubos del patio. Un ligero empujón, y el intruso ya estaba dentro, pegado al frigorífico.

Miré instintivamente hacia la cocina, y enseguida me concentré otra vez en la pantalla.

La imagen avanzó como flotando, sin prisas pero también sin cautela. Cruzó el umbral del salón y se inclinó hacia el diván: el diván en el que yo yacía dormido, el diván donde ahora mismo estaba sentado, obligándome estúpidamente a no girar la cabeza para comprobar si había una cámara a mi espalda, sujeta por una mano enguantada.

No podía apartar la vista de la pantalla. El ángulo bajó en picado: el intruso se hallaba sobre mí; yo seguía durmiendo. Se me veía una mejilla pálida. Parpadeé. Me moví y me di la vuelta, retorciendo con el puño el borde de la manta. La videocámara hizo un zum. Más cerca. Más. Un párpado borroso palpitando en sueños. Más cerca todavía, hasta que ya no se distinguía la carne, hasta que se perdía toda referencia y solo quedaba aquel temblor, como las rayas y las interferencias de una pantalla vacía.

Luego oscuridad.

Estrujaba la manta con el puño, igual que en el vídeo. Me pasé la palma por la nuca, y al secarme el sudor en los vaqueros, dejé una marca oscura.

Subí corriendo, ya sin preocuparme por despertar a Ariana, y abrí la puerta del dormitorio. Estaba dormida, ajena a todo. A salvo. Entreabría la boca, y el pelo le caía sobre los ojos. Sentí con alivio que la brusca oleada de adrenalina cedía, y me apoyé en el marco de la puerta. En la televisión, Clair Huxtable reprendía a Theo a causa de los deberes. Tuve el impulso de acercarme y despertar a Ari, para cerciorarme de que estaba bien, pero me contenté con observar cómo subían y bajaban sus hombros desnudos. La cama de roble nueva, un modelo estilo trineo, de volutas labradas a mano, daba impresión de solidez, incluso de protección. Ariana se había deshecho el mes pasado de nuestra vieja cama y también del colchón. Yo no había dormido en la nueva.

Retrocedí hacia el pasillo, cerré la puerta con sigilo y, pegándome a la pared, solté un hondo suspiro. No era posible que le hubieran hecho daño, desde luego; el vídeo había sido grabado como máximo la noche anterior, y yo había visto a Ariana hacía menos de una hora. Pero la racionalidad me resultaba ahora tan útil como cuando me había atrevido a ducharme por primera vez después de ver
Psicosis
.

Bajé otra vez. Fui al diván donde el intruso, con toda intención, me había filmado durmiendo separado de mi mujer; al diván desplegable que yo me había negado en redondo a desplegar por temor a que ello confiriese mayor permanencia al arreglo actual. En la grabación, la manta no permitía ver con qué calzoncillos estaba durmiendo, así que otra inspección forense de la ropa sucia no me ayudaría a deducir cuándo la habían realizado. Armándome de valor, cogí el mando y pulse otra vez el botón de «Play». Las granuladas imágenes de aproximación a la casa me provocaron un nuevo escalofrío. Procuré distanciarme y las examiné con atención: no se distinguía si el césped estaba o no recién cortado, ni tampoco ninguna marca significativa en la puerta trasera. Y la cocina… Ni un plato en el fregadero con restos de comida. ¡La basura! Pulsé el botón de «Pausa» y estudié el cubo lleno: una caja vacía de cereales, una bola arrugada de papel de plata embutida en un envase de yogur…

Eché a correr hacia la cocina. La basura del cubo coincidía exactamente con la toma del vídeo tanto en cantidad como en composición. No había nada encima de la caja de cereales ni del envase de yogur. Hoy era martes. Ariana había trabajado hasta tarde, como de costumbre, y lo más seguro era que hubiera pedido comida preparada en la galería, así que no había tirado nada al cubo desde ayer. Revisé la cafetera y, efectivamente, el filtro empapado de la mañana seguía dentro.

La secuencia en la que yo aparecía durmiendo la habían grabado la noche anterior. Ese vídeo, pues, el del tercer DVD, había sido filmado antes del segundo, el que me mostraba inspeccionando el escenario del primero. Una planificación perfecta. Casi me veía obligado a admirar el cuidado que habían tenido.

Revisé la puerta trasera. Cerrada. Ariana debía de haber echado el pestillo por la mañana. No me harían falta ya más recordatorios para utilizar la cerradura de seguridad. Cogí el DVD, como antes, con un pañuelo, y lo metí en un estuche vacío.

El comentario de Julianne en la sala de profesores cobraba ahora nuevo sentido. Obviamente, el asunto iba más allá de un simple caso de hostigamiento. Tres DVD como esos en menos de dieciocho horas constituían una amenaza. Lo cual me asustaba. Y me cabreaba. Daba la impresión, como Marcello había declamado en infinidad de tráileres, que aquello era solo el principio. Habría de contárselo a Ariana, desde luego. A pesar de todos sus defectos, nuestro matrimonio incluía una cláusula de transparencia total. Pero primero quería tachar de la lista a Don, la pista más obvia y, probablemente, falsa.

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