La corbata, pulcramente ajustada bajo su nuez de Adán con un ancho nudo Windsor, parecía de golpe apretarle demasiado. Al ruborizarse, se le hicieron más visibles los puntitos que habían escapado a su rasurado impecable. Pero le bastó un momento para procesar la sorpresa. Cuando volvió a levantar la vista, había recuperado todo el dominio de sí mismo.
—Lo que Ridgeline haya decidido hacer con su tiempo es cosa suya. Les corresponde responder por ello.
Me limité a contemplar las oficinas, dejándole que prosiguiera. Había mucho que mirar, todo un mundo contenido entre las paredes de cristal: una industria respetable y eficaz en continuo movimiento. A los periodistas los habían hecho pasar a la sala del otro lado del pasillo, y ahora aguardaban tomando café. La gigantesca cámara con el logo de la CNBC reposaba sobre la mesa.
—Nosotros hacemos muchos negocios en la comunidad internacional, señor Davis —continuó—. Tratamos, según mis últimos datos, con más de dos mil individuos; muchos de ellos pertenecientes a profesiones violentas. No podemos rendir cuentas por el temperamento de cada uno.
—Pero estos individuos en concreto les rinden cuentas a usted. O se las rendían. Usted es el mandamás, al menos en lo que se refiere a este pequeño complot. No trasciende más allá, de modo que todos los que están por encima de usted quedan maravillosamente aislados de la verdad.
No refutó mi análisis, lo cual se parecía mucho a una confirmación.
—Usted tiene acceso a Ridgeline —insistí—, y es capaz de detenerlos.
—Creo poder afirmar que la relación y la confianza entre nuestras empresas se ha deteriorado —afirmó arqueando apenas el labio inferior, como si hubiese probado algo repulsivo.
—¿Ya no tiene contacto con ellos?
Por lo que me había contado Kazakov sobre el funcionamiento de esas operaciones, casi lo daba por supuesto. Y considerando los pasos que Ridgeline había dado contra su omnisciente patrón, era obvio que les convenía mantenerse en la sombra casi tanto como a mí. Pero, pese a ello, quería confirmar que la comunicación estaba rota y que Reimer desembuchara.
—La comunicación regular puede ser contraproducente cuando se trata de asuntos que requieren de ambas partes… (una pausa para escoger las palabras adecuadas) …cierta prudencia. Tanto más cuando el operativo alcanza un alto grado de complejidad. Y ahora, encima… —Suspiró, decepcionado—. Estos documentos dejan claro que Ridgeline no está interesada en cumplir sus compromisos. Pero eso es un arma de doble filo. Nosotros ya no estamos obligados a ofrecerles la protección acostumbrada.
Señalando los papeles que tenía en la mano, insinué:
—Parece que ellos ya se lo veían venir.
—Todo esto —levantó el fajo— puede explicarse con unas llamadas telefónicas.
—Siempre que sus jefes quieran hacerlas para salvarlo. Ridgeline es prescindible. Me figuro que usted también. Ya conoce el dicho: «En un secreto, nunca seas el mando más alto».
Una tos de incredulidad.
—Es factible retocar los documentos, situarse en un contexto. Las noticias las damos nosotros, ¿sabe? —Hizo un gesto casi involuntario hacia los periodistas que aguardaban con paciencia al otro lado del pasillo—. ¿Cree que unos cuantos trozos de papel bastarán para que mis jefes quieran dejarme tirado?
—Junto con la historia que yo contaría…
—¿Usted? —sonrió—. Estamos capacitados para borrarlo de un plumazo. No lo mataríamos, no, pero lo borraríamos, lo despojaríamos de toda credibilidad. No se trata solo de nosotros, sino de aquellos sobre cuyos hombros estamos plantados, de las bases de datos a las que nos hallamos conectados, de las instituciones que dependen de nuestro éxito permanente.
—¿Eso equivale a decir «Yo soy el Gobierno»? Porque ya lo he oído otras veces.
Torció los labios casi imperceptiblemente, y prosiguió:
—Ridgeline, como todos los demás —hizo un gesto abarcador—, no pasa de ser un pez de nuestro acuario. Tiramos un poco de comida en la pecera y vienen nadando. —Una tenue sonrisa—. Aunque estoy seguro de que un ilustrado profesor universitario como usted es incapaz de entender algo así.
Sus palabras me dieron de lleno. Recordé a Deborah Vance en su apartamento: los anuncios de época, los muebles antiguos, los accesorios de estilo… Todo seleccionado con meticulosa desesperación para transportarla a otra era. Pensé en Roman LaRusso, el agente de los marginados y discapacitados, encajonado entre montañas de documentos polvorientos, con la única perspectiva de una pared de ladrillo y apenas un resquicio de cielo y de valla publicitaria, y me vinieron a la memoria todos aquellos sueños desvaídos enmarcados en las paredes de su oficina: retratos con autógrafos y rancios consejos de aspirantes y perdedores diversos, no más cualificados que yo mismo para proferirlos: «Vive cada momento», «No dejes de creer» y, cómo no, «Persigue tu sueño». Y pensé también en la persona en que yo mismo me había convertido desde que este asunto había comenzado, doce interminables días atrás: un guionista en ciernes prematuramente quemado, y cuyo matrimonio se hallaba al borde del abismo; impaciente, crédulo, ávido de atención, dispuesto a ser explotado, a lanzarse de cabeza a lo que se presentara en su camino. Expulsado de los platós y despojado de todo protagonismo, había sido confinado en el mundo real, en donde no estaba dispuesto a merecer ni a valorar lo que ya tenía.
Reimer me observaba expectante. Sus palabras todavía resonaban en el aire: «Aunque estoy seguro de que un ilustrado profesor universitario como usted es incapaz de entender algo así».
—Ya no —afirmé.
—¿Ah, no?
—Ya no me importan el cine, los guiones, las ballenas ni el sónar. Solo me importa mi esposa.
—¿La tienen ellos?
—Sí.
—Parece que también lo veían venir a usted —me dijo con cierto grado de satisfacción—. Están procurando limpiar el estropicio. Harán lo que tengan que hacer; las historias y las alegaciones para defenderse las elaborarán después. Me temo que la cosa no pinta bien para usted y su esposa.
—Así que usted y yo estamos en el mismo barco.
—La diferencia está en que nosotros podemos despegarnos de una empresa como Ridgeline de la suela del zapato, y usar una cabeza nuclear para hacerlo. Todo estriba en los aliados con los que cuentas, en quien está al otro lado del teléfono. Esa empresa cree que ha conseguido con esto un seguro de vida. —Sacudió los papeles con un primer atisbo de emoción—. Pero no han hecho más que organizar sus funerales. Usted, y ellos, no saben prácticamente nada. Ellos han reunido pruebas de nuestras transacciones, pero las pruebas solo son pertinentes si hay una investigación, un arresto, un jurado… Nosotros haremos unas llamadas. Lo reescribiremos todo. Eso es lo que ustedes, los peces que giran en sus peceras cautivados por su propia imagen, no logran entender. Somos nosotros, las empresas como Festman Gruber, quienes decidimos qué historias se cuentan. Festman Gruber no responde siquiera frente a un puñado de documentos copiados ni frente a un asesino decidido a ajustar cuentas. Todos los crímenes se los atribuirán a usted. Y las repercusiones recaerán en Ridgeline, en todo caso.
—A menos que usted haya tenido la bondad de darme lo que he venido a buscar.
Me escrutó de arriba abajo con la mirada inquieta, y me espetó:
—¿Como si esto se estuviera grabando, quiere decir? —Soltó una risotada de una sola nota, como un ladrido. La sonrisa se le había quedado atascada en los dientes—. Tonterías. Ha pasado por un detector de metales.
—Hay dispositivos de última generación que funcionan con diminutas cantidades de metal.
—Yo mismo lo he escaneado para detectar ondas de radiofrecuencia.
—Entonces no estaba transmitiendo. De hecho, ha sido usted quien lo ha puesto en marcha.
Se observó los brazos, las manos, y por fin reparó en el sobre que aún sujetaba. Con aprensión, alzó la solapa. Un recuadro transparente, fino como una hoja de afeitar y del tamaño de un sello, se hallaba insertado en la parte de dentro, en la franja adhesiva. El interruptor transparente que se había desprendido —activando el dispositivo— cuando él mismo había abierto la solapa, se había quedado pegado al sobre.
—No hay… —hizo una pausa para tomar aliento— fuente de alimentación.
—Absorbe las ondas de radiofrecuencia del ambiente, y las transforma en energía para alimentarse a sí mismo.
A través de la pared de cristal, contempló todos los teléfonos móviles adosados a los cinturones de los empleados, los iPhone que manejaban las secretarias, los
routers
que parpadeaban en los estantes: una cantidad enorme de radiofrecuencia flotando alrededor, disponible para ser usada en el aire que respiraba todos los días allí arriba, en la planta quince.
Una gota de sudor emergió de su patilla y se deslizó mejilla abajo.
—Un… un transmisor tan pequeño requeriría que el equipo de recepción estuviera muy cerca. —Se encogió de hombros, inseguro—. O no sería posible… que esa señal tan débil pasara la barrera de la fachada. —Señaló la pared de cristal a prueba de balas que flanqueaba el vestíbulo de la planta y daba al mundo exterior.
Di un golpe en la pared con los nudillos y el cristal se nubló. Volví a golpear y recobró su transparencia. Al otro lado del pasillo, en la sala de juntas número cuatro, los periodistas de la CNBC se habían repantigado en las sillas y, con los pies encima de la mesa, devoraban un bollo tras otro. El que estaba en la cabecera me hizo una seña, se lamió el azúcar de los dedos y nos mostró la cámara enorme con un gesto teatral.
—Escondido en la cámara —murmuró Reimer con voz ronca—. Ahí está el equipo de recepción. —Lo dijo en tono neutro, pero yo lo entendí como una pregunta.
—Recepción y transmisión —aclaré—. A un sitio seguro lejos de aquí.
—No lo creo. Aparte de nosotros, apenas habrá un puñado de lugares en el mundo con este tipo de artilugios en el campo de la vigilancia. Usted… ¿dónde iba a conseguir una tecnología semejante?
—¿Dónde le parece?
Cambió de expresión, y diría que por primera vez en mucho tiempo comprendió lo que era el miedo.
En la sala de juntas, el falso reportero se inclinó y despegó de la cámara el adhesivo magnético de la CNBC, dejando a la vista el logo de North Vector que había debajo.
Reimer soltó un ruido gutural, algo a medio camino entre un carraspeo y un gruñido.
—Hay un estudio interno —le informé— sobre los niveles de decibelios en los sistemas de sónar que he puesto también en manos de North Vector.
Palideció.
—El perro rabioso que contrató parece haberse soltado de la correa —añadí—. En cuanto a esas llamadas tan importantes a las que se ha referido… se están haciendo ahora mismo. Tengo entendido que el contrato que hay en juego asciende a veinte mil millones de dólares, millón arriba, millón abajo. Intuyo que una cantidad semejante puede contribuir bastante a erosionar la devoción que sienten sus jefes por usted.
—Está bien —dijo—. Está bien. Hablemos. Aún podemos frenar todo esto, conseguirle a cada uno lo suyo. Oiga… —Me puso una mano en el hombro, y me dejó una mancha de sudor—. Nos necesita para mediar en lo de su esposa. Somos los únicos con influencia sobre Ridgeline. Podemos hacerles mucho daño.
—Ya me ha dicho que no sabe como contactar con ellos.
—Pero habrán de salir a la superficie. —Hablaba de modo categórico, pronunciando sílabas firmes y compactas—. Nos necesita en este lío. Nosotros lo desactivaremos. Me necesita. Aun suponiendo que consiguiera convencer a la policía para que dejara de seguirlo y se lanzase tras ellos, no le conviene que las fuerzas especiales irrumpan en el lugar del secuestro. Mucho menos cuando los que están allí atrincherados son tipos de ese calibre. No quedará de su esposa más que un charco de sangre.
A través de las paredes transparentes, veía el reloj de la oficina contigua: las 8.44.
Quedaban tres horas y dieciséis minutos…
—Ni polis —dije—. Ni fuerzas especiales.
Soltó un bufido de incredulidad.
—¿Cómo, entonces?
—Ya me ocuparé yo de ello. Usted preocúpese de lo que va a contarles a sus superiores de Alexandria. Y procure escoger bien las palabras. He descubierto que la cultura corporativa de Festman Gruber es algo despiadada.
Lo dejé allí, plantado en medio del despacho. Un peso repentino abrumaba sus cuadrados hombros. Al llegar a la puerta, oí su voz a mi espalda. Más que vengativa, me pareció cansada, resignada a la carnicería que se avecinaba.
—Esto le viene demasiado grande —aseguró—. No se imagina siquiera cómo son esos hombres. Si va a enfrentarse solo con ellos, mejor haría pegándole un tiro en la cabeza a su esposa.
Con la mano ya en el picaporte, cerré los ojos y volví a ver la secuencia granulada que Ridgeline me había enviado al móvil a medianoche: Ariana brutalmente golpeada, gritando sin voz mi nombre. ¿Qué más le habrían hecho? ¿Qué más le estarían haciendo ahora mismo? Él tenía razón, al menos en parte. Aquello me venía demasiado grande. ¿Acertaba también sobre cómo terminaría todo?
Salí al pasillo. Los técnicos de North Vector me esperaban. Mientras atravesábamos el laberinto de cristal, varios empleados se levantaron en sus cubículos y observaron cómo nos marchábamos. Cuando llegué a los ascensores, miré atrás. Pero Reimer había vuelto a dejar opacas las paredes de su despacho y solamente se veía una silueta oscura en el centro: un símbolo del temor creciente que yo sentía.
Aparqué el Range Rover de Don al fondo de una calle residencial de North Hollywood. Llamé con mi móvil al 911, le dije al agente que estaba dispuesto a entregarme y que quería pedir su ayuda para rescatar a Ariana. No veía otra salida, añadí, habida cuenta de que tenían a mi esposa secuestrada y de que iban a ejecutarla en cincuenta y tres minutos. Sentado, sudando, miré cómo llegaba la furgoneta de la unidad de élite, y luego los patrulleros y el coche de Gable.
Los agentes de esa unidad abrían la marcha, empuñando sus semiautomáticas, y se aproximaron por todos lados a los vidrios ahumados. Una mano enguantada abrió de golpe la puerta del conductor y varios cañones de MP5 asomaron en el interior. Pero yo no estaba dentro.
Me hallaba a más de dos kilómetros, agazapado en un mirador asqueroso, observando con unos prismáticos militares que parecían de ciencia ficción y tenían los aumentos de un telescopio de la NASA. «Se ve el blanco de los ojos de los pájaros», había alardeado Kazakov.