Únicamente percibía los latidos de mi corazón, el eco amortiguado de mis propias palabras aulladas:
—¿Qué han hecho? ¿Qué han hecho con ella?
Y después me vi corriendo hacia aquella puerta cerrada, moviéndome a cámara lenta. La unidad de élite irrumpió en la casa: noté la vibración, la lluvia de esquirlas de la puerta astillada que me acribillaba la nuca, mientras varios paneles de madera pasaban volando por mi lado. Estaba a unos pasos de la puerta, gritando el nombre de mi esposa. Oí a los agentes a mi espalda, percibí el calor de sus cuerpos, la trepidación de sus miembros, sus gritos. Cada hebra de la alfombra parecía multiplicarse, como un océano de fibras ensanchándose entre mi mujer y yo. Mi brazo me precedía extendido, resaltándome las venas en el dorso de la mano crispada. Alguien me golpeó en la pantorrilla y perdí el equilibrio, pero me rehíce sobre la marcha, seguí adelante, ya llegaba. Los agentes me golpearon de nuevo por todas partes, se echaron sobre mí y me inmovilizaron en el suelo. Me di un golpe en la cabeza con el tacón de un zapato, y todo empezó a girar vertiginosamente. La oscuridad vino a borrar la última imagen clavada en mi retina: la puerta todavía cerrada, ocultando el panorama sangriento que hubiese detrás.
Salgo de la oficina del director, en Loyola High, cruzo el exuberante parterre de césped y, cerrando los ojos, ladeo la cabeza hacia el sol. Estamos en julio, mi mes favorito. El clima sombrío ha dado paso por fin al calor. Para una ciudad tan impaciente como Los Ángeles, los veranos suelen llegar más bien tarde.
Tengo en las manos una oferta para dar clases de literatura americana de cuarto de secundaria. Voy a aceptar, desde luego, pero no quería hacerlo nada más proponérmelo; prefería prolongar los placeres de la expectación, como cuando te dejas la mitad de una Oreo para tomar un poco más de leche.
Estoy libre de toda complicación legal. Después de días de penoso interrogatorio, y con la ayuda de algunas de esas llamadas estratégicas que tanto le gustan a Gordon Kazakov, he logrado librarme por completo de las acusaciones. Como habría señalado la detective Sally Richards, he tenido la justicia, la verdad y todas esas chorradas de mi lado. Un escrutinio minucioso resulta favorable cuando eres inocente.
Incluso la demanda por el puñetazo que no le di a Keith Conner ha sido retirada. Ya sin la obligación de proteger a Keith, Summit Films ha preferido mantenerse lo más alejada posible de mí. Cuando nadie quiere demandarte, comprendes que estás en un serio aprieto. Haciendo ahora balance, la factura de mi abogado ha resultado prácticamente equivalente a lo que me saqué por el guión de
Te vigilan
.
La película se estrenó el mes pasado con más pena que gloria, y el segundo fin de semana, reuní el valor necesario para ir a verla. Sintiéndome casi como un pervertido en un cine porno, la miré desde la última fila de una sala vacía. Era peor de lo que habría llegado a imaginarme. Aunque trataron a Keith con respetuosa deferencia, las críticas fueron feroces con toda la razón: argumento previsible, diálogos trillados, personajes sin sustancia, ritmo enloquecido, montaje confuso… A su manera, una obra maestra por su absoluta incompetencia. Kenneth Turan insinuaba que el guión parecía generado con un programa de ordenador.
Cuando mi nombre apareció en los últimos títulos de los créditos, comprendí que a mí —como a tantos de esos desafinados concursantes de
American Idol
, eliminados en la primera ronda— nunca se me había dado muy bien esa clase de trabajo. Que me hubieran despedido del rodaje de
Te vigilan
era una de las cosas mejores que podían haberme pasado. Había estado muy cerca de tirarlo todo por la borda, porque nunca me había molestado en revisar un sueño adolescente que ya ni siquiera deseaba de verdad.
Soy más feliz viendo películas que escribiéndolas.
Soy más feliz dando clases.
Plantado en medio del césped, abro los ojos otra vez. Me vuelvo, miro la escuela y veo mi imagen reflejada en la ventana de la capilla: pantalones caqui, camisa de Macy’s y una mochila baqueteada en la mano. Patrick Davis, profesor de secundaria. A fin de cuentas, he terminado en el mismo sitio donde había empezado.
Aunque no exactamente.
Subo a mi Camry. El interior está algo chamuscado debido a la granada aturdidora, pero tampoco tiene tan mal aspecto, pues fue mi propia cara la que absorbió la mayor parte de la onda expansiva. No puedo permitirme todavía un coche nuevo, pero hice arreglar los mandos y dispositivos del salpicadero, y he prometido no darles puñetazos nunca más.
Guardo la oferta de trabajo en la guantera como si fuese un tesoro, y me dirijo a casa por la Diez oeste, atajando después por Sunset Boulevard para disfrutar con las curvas. El aire entra por la ventanilla, despeinándome. Miro desfilar las mansiones tras las verjas de hierro, y no me pregunto, o no me importa, cómo sería vivir en ellas.
Mi vida ya no es como
Enemigo público
, ni como
Fuego en el cuerpo
o
Cadena de favores
.
Es mi vida, sencillamente.
Me detengo para recoger la ropa de la tintorería, y saludo al empleado, que me contempla un poco más de la cuenta. La gente todavía me mira de un modo especial, pero cada vez menos. Si la fama es fugaz, la infamia en Los Ángeles es como el parpadeo de una luciérnaga. Pero pese a ello, las cosas no son como eran, y nunca lo serán. Pues, por ejemplo, sufro terrores nocturnos o me despierto lleno de pánico, y de vez en cuando me entran sudores fríos al mirar el buzón o desplegar el periódico. Y la mayoría de los días, tanto si está todo tranquilo como si no lo está, mis pensamientos vuelven una vez más a la imagen de mi esposa, encerrada y maniatada en el cuarto de atrás de la casa de madera, y rememoro cómo trató de luchar con sus captores, cómo le clavó los dientes a DeWitt en el brazo cuando la amordazó, y cómo, presa de un pánico cerval, presintió en el fondo de su alma que iba a morir.
Sally recibió honores de héroe en su funeral. Y lo era. Cada vez más me imagino a los héroes como gente vulgar que decide darle importancia a lo que hace, en vez de valorar lo que puede ganar. Mientras miraba cómo descendía su ataúd, sentí un profundo abatimiento. Dudo mucho que vuelva a encontrar a alguien con su peculiar combinación de compostura e irónica mordacidad. Un primo suyo va a adoptar a su hijo. El comité de pensiones está revisando el caso de Valentine, y parece improbable que sus cuatro hijos vayan a tener un camino tan allanado.
Los cuatro hombres que estaban en la casa de madera (ninguno de los cuales se llamaba realmente DeWitt o Verrone) se declararon culpables. A cambio de prestar testimonio contra Festman Gruber, evitaron la inyección letal, pero tuvieron que resignarse a una condena a cadena perpetua. Pienso en Sally y Keith, en Mikey Peralta y Deborah Vance, y me complace que esos hombres tengan que comer el rancho de la prisión y guardarse las espaldas el resto de su vida.
Si hay que creerlos, ellos integraban el equipo completo de esa operación. Ridgeline y las numerosas empresas tapadera que la encubren se han visto sometidas a una exhaustiva investigación, pero según las filtraciones que me han llegado, es muy difícil seguir el rastro una vez que llega a Bahrein.
A Bob Reimer, el principal inculpado en el escándalo, las cosas no le han salido bien. Sus maniobras previas al juicio se alargan interminablemente, pero se enfrenta a varios agravantes que podrían implicarle la pena de muerte. Mientras él sigue intentándolo con su estilo imperturbable, la fiscalía y los medios continúan hurgando en el departamento legal de Festman Gruber. Los colegas de Reimer se abren paso entre una tupida red de acusaciones menores; algunos de ellos podrían llegar a reunirse con él en la cárcel, suponiendo que no sea ejecutado.
Los altos cargos de Festman reaccionaron, como era de prever, con gran indignación ante todo lo que salió a la luz. Su cotización en bolsa ha caído en picado. Juraría que eso es lo que más les duele, a los muy hijos de puta. Sin necesidad de disparar ni una salva en público, el contrato del sónar naval ha pasado de Festman Gruber a North Vector. Se acerca el día de la votación en el Senado sobre el límite de decibelios. Para Kazakov, está bastante claro de qué lado se decantará.
Gracias, Keith Conner. Tu vida ha servido a una buena causa. James Dean no salvó a las ballenas, pero tú, aunque de un modo enrevesado, sí lo has hecho.
Trista Koan ha conseguido luz verde para otra película. Tratará sobre las ranas del Amazonas, que se están muriendo a causa del calentamiento global. Y tienen a un chico nuevo, una estrella pop metida en el mundo del cine, que pondrá la voz en off; parece que el tipo no está mal. Cuando su último álbum ganó un disco de oro, sustituyó a Keith en esa valla publicitaria junto a la agencia LaRusso. Con suerte, seguirá allí el mes que viene.
Giro en Roscomare y subo colina arriba. Hay parejas paseando al perro y un jardinero cargando su camioneta. Dejo atrás la mansión de falso estilo Tudor con sus falsas almenas. Paul McCartney susurra palabras llenas de sabiduría a través de mis desvencijados altavoces; luego entran las noticias: un jugador de Los Lakers ha sido sorprendido con un travestido en una caseta de baño de Venice Beach. Apago la radio y dejo que la brisa me dé en la cara y se lleve consigo el escándalo y toda esa absurda curiosidad lasciva.
Hago una parada en Bel Air Foods y recorro los pasillos, tachando cada ítem en mi lista mental y tarareando una melodía. Ya estoy casi en la caja cuando lo recuerdo. Vuelvo atrás y cojo un frasco de vitaminas prenatales.
Bill se dispone a recoger mis compras de la cinta.
—¿Qué tal, Patrick?
—Todo bien, Bill. ¿Y tú?
—Perfecto. ¿Trabajando en tu próximo guión?
—No. —Sonrío, a gusto conmigo mismo y con el mundo—. Me encanta el cine. Pero eso no me convierte en guionista.
Su mirada se detiene en las vitaminas mientras las pasa por el escáner. Levanta la vista y me guiña un ojo.
Conduzco hasta casa, entro en el garaje y me quedo un rato sentado. A mi izquierda, en uno de los estantes abarrotados, se ve el vestido de novia de Ariana en su recipiente de plástico. Abro la guantera, saco la oferta de trabajo y vuelvo a leerla para asegurarme de que es real. Pienso en nuestra vieja y venerable mesa de cocina, en las paredes recién pintadas de azul de mi antiguo despacho y, lleno de gratitud, lloro un rato.
Haciendo malabarismos con las bolsas, salgo por la parte de delante y me acerco al buzón. Siento un espasmo de temor al levantar la tapa, pero el correo de hoy —como el de ayer y el de anteayer— es correo y nada más. Me lo meto bajo el brazo y me quedo mirando la casa de la que he vuelto a enamorarme.
En el jardín de los Miller hay un cartel de la inmobiliaria. Están liquidando todos sus bienes para facilitar el papeleo. Tras las cortinas de seda de Martinique, atisbo a una pareja joven que está visitando la casa. Tienen toda la vida por delante.
En un lado de nuestro jardín, cerca de la tierra recién removida, hay un par de guantes de jardinería y una pala. Subo por la acera cargado con las bolsas; por una de ellas asoma una baguete, como en una postal de Francia. Pienso en todas las cosas que antes perseguía con frenesí por motivos equivocados. Y advierto que ahora, sin moverme de mi sitio, estoy lleno de una vitalidad desconocida.
Dejo las bolsas en el porche y saco de una de ellas el ramo de lirios mariposa. De color lavanda. Llamo al timbre como un tímido pretendiente. Sus pasos se aproximan.
Ariana abre la puerta. Me ve, ve las flores y alarga una mano hacia mi mejilla.
Cruzo el umbral y me entrego a la calidez de su palma.
Me gustaría dar las gracias a mi espléndido editor, Keith Kahla; a mi editora, Sally Richardson; y al resto del equipo de Saint Martin’s Press, incluyendo —aunque no pueda citarlos a todos— a Matthew Baldacci, Jeff Capshew, Kathleen Conn, Ann Day, Brian Heller, Ken Holland, John Murphy, Lisa Senz, Matthew Shear, Tom Siino, Martin Quinn y George White. También a mi editor inglés, David Shelley y a la plantilla tan competente de Sphere. A los superagentes Lisa Erbach Vance y Aaron Priest. A mis queridos abogados, Stephen F. Breimer y Marc H. Glick. A Rich Green de CAA. A Maureen Sugden, mi correctora, por mejorar mi gramática, mi dicción e incluso mi postura. A Geoff Baehr, mi gurú en tecnología, que a veces parece EL gurú en tecnología. A Jess Taylor por sus tempranas observaciones. A Philip Eisner, que puso a mi servicio su considerable talento como lector. A Simba, mi fiel ridgeback de Rodesia, el perfecto compañero bajo la mesa de un escritor. A Lucy Childs, Caspian Dennis, Melissa Hurwitz, doctora en medicina, Nicole Kenealy, Bret Nelson, doctor en medicina, Emily Prior y John Richmond por llevar a cabo diversas tareas inestimables. Y finalmente, a Delinah, Rose Lenore y Natty: mi corazón colectivo.
GREGG HURWITZ es un escritor y guionista americano especializado en thrillers y comics. Él es autor de varios thrillers de éxito de crítica y lectores. Sus novelas han sido finalistas de prestigiosos premios entre los que se encuentran el Daga de Acero Ian Fleming concedido por la asociación de escritores de novela criminal y el Premio a la mejor novela del año de de la International Thriller Writers.
Actualmente trabaja para la cadena televisiva estadounidense ABC, pero también ha escrito guiones para Warner Bros., Paramount y MGM entre otras conocidas productoras cinematográficas y ha publicado numerosos ensayos académicos sobre Shakespeare.