Read ...O llevarás luto por mi Online

Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (50 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Una vez al año, entre los días 11 y 14 de setiembre, con ocasión de las fiestas de la patrona del pueblo, la Virgen de las Angustias, Loeches sacudía su modorra y se entregaba a unas horas de jolgorio. La víspera de dicha fiesta, en setiembre de 1959, el primer ciudadano de Loeches, don Gregorio Torres Velasco, inspeccionaba su pueblo desde el balcón de su despacho de alcalde. Alrededor de la plaza se había levantado una estacada a base de maderos separados exactamente un palmo entre sí. Estas estacas anunciaban la llegada de la fiesta. Don Gregorio las observaba con satisfacción, pues una de sus funciones cívicas lo convertían en arquitecto de esta fiesta.

Al cabo de unas pocas horas, exactamente a las cinco y media de la tarde, una banda alquilada a un pueblo vecino anunciaría, con un ruidoso pasacalle, el comienzo de los festejos. Habría fuegos de artificio, baile, juegos y una procesión en honor de la Virgen. Pero el acontecimiento más importante de las fiestas se desarrollaría en la plaza, a los pies del alcalde, en aquel ruedo de estacas que constituía la plaza de toros de Loeches.

Al anunciar cada año la principal atracción de las fiestas, el alcalde se permitía una pequeña broma a sus conciudadanos. Anunciaba una sensacional novillada y contaba las virtudes de un par de famosos y valientes toreros y de seis bravos toros de la vecina ganadería de don Mariano García de Lora. Lo hacía para cubrir las formas. En el débil presupuesto municipal no había partida alguna para toros y toreros.

Los escasos recursos de don Gregorio le obligaban a «alquilar» los toros. Después de la fiesta, eran encerrados de nuevo en sus cajones y devueltos a su dueño para ser utilizados en otras capeas. El alcalde había echado ya un vistazo a los dos toros de aquel año y había advertido, con un escalofrío de satisfacción, que uno de ellos tenía siete u ocho años. Era el toro más grande que jamás hubiera visto.

La pareja de famosos y valientes toreros no le costaría un real, ni eran famosos ni su número era limitado. Eran desconocidos y llegarían a docenas. Los primeros estaban ya allí, descansando en las aceras de tierra de Loeches o en los pocos viñedos secos de los alrededores del pueblo. Eran maletillas, y la mañana del segundo día de la fiesta, el alcalde calculaba que habría al menos una cincuentena de ellos, dispuestos a divertir al pueblo con su valor desprovisto de arte.

Manolo se dirigía a Loeches en el Seat de don Celes. Pocos maletillas tenían tanta suerte. Aquella mañana de setiembre, había entre ellos un mecánico de veintitrés años llamado Manuel Gómez Aller. Gómez se había levantado al amanecer para dirigirse a pie a Loeches desde su barraca del barrio de Vallecas en Madrid. Había abandonado el trabajo durante la temporada de las capeas y no llevaba en su pantalón azul dinero suficiente para tomarse una taza de café antes de emprender su marcha de veinticinco kilómetros.

Esta larga caminata bajo el ardiente sol setembrino debió de ser una tremenda odisea. Pero a Gómez no le importaba. Una pasión particular le empujaba aquella mañana carretera adelante, hacia Loeches. Nunca había estado tan cerca de ver convertido en realidad su sueño de ser torero. Hacía cuarenta y ocho horas que le habían ofrecido un contrato para actuar en una corrida normal por primera vez en su vida. Sólo había un problema que podía impedirle cumplir el contrato, y este problema iba precisamente a solucionarlo en Loeches.

Gómez no tenía dinero para alquilar el traje de luces que necesitaba para la corrida. Pensaba obtenerlo pasando la capa entre el público de Loeches; su valor le haría ganar las quinientas pesetas que le hacían falta para vestirse de torero por primera vez.

La capea empezó al mediodía. Casi todos los dos mil vecinos de Loeches se habían reunido en la plaza del pueblo. Había gente en los tejados de los edificios de la plaza y en las ventanas adornadas con macetas de geranios.

En Loeches, las puertas del miedo eran la valla que cerraba un callejón sin salida. A una señal del alcalde don Gregorio, se abrió la valla y el primer bicho galopó por la plaza del pueblo. Era el toro viejo que le había hecho estremecerse unos días antes. Incluso don Celes, el veterano de centenares de capeas, se sobresaltó a la vista del enorme astado de grandes pitones que desahogaba su furia contra las estacas de la improvisada plaza de toros de Loeches.

Una ola de pánico cundió entre los maletillas. El toro lanzó por los aires al primero que se atrevió a acercársele. El miedo convirtió a los que le siguieron en temerosos rapazuelos. Uno tras otro, se pusieron a salvo en la fuente que se levantaba en el centro de la plaza. Pronto hubo allí media docena de ellos, enfurruñados y temblando, metidos en el agua hasta los muslos. Al principio, los lugareños se rieron; pero después, enojados al verse privados de su diversión, empezaron a arrojar piedras a los asustados maletillas.

Mientras esperaba, aterrorizado, que le llegase el turno, Manolo pensó: «Ese toro sabe mucho. Sabe griego y latín y todas las lenguas del mundo». Fue derribado a la primera arrancada del toro. Pero se levantó y consiguió dar tres o cuatro pases al bicho. Después, le tocó la vez al toro. Al pase siguiente, despreció la muleta y le enganchó la pantorrilla. Con una brutal sacudida de los músculos del cuello, lo levantó en el aire, le hizo describir un semicírculo y lo arrojó al suelo. Esta vez, Manolo no se levantó. Tenía la pierna abierta desde la rodilla al tobillo.

Le suturaron los bordes de la herida en el primitivo dispensario del pueblo, habilitado en el Ayuntamiento junto al despacho del alcalde. Manolo tuvo suerte. En Loeches había médico. Era uno joven que había terminado la carrera hacía un par de meses. Pero su reducido botiquín no contenía ningún anestésico. Le dio a Manolo el único anestésico que tenía, un trago de coñac, y se puso a coser.

Cuando el médico hubo terminado, llevaron al herido al coche de don Celes. Éste cubrió cuidadosamente el asiento posterior de su Seat con un viejo periódico, para evitar que la sangre de Manolo manchase la tapicería. Con Manolo gimiendo a cada bache de la carretera, emprendieron el regreso a Madrid.

Manolo recordaría mucho tiempo el dolor y la angustia de aquel viaje. Pero todavía recordaría más la humillación que le esperaba al final del trayecto, en la puerta del Sanatorio de Toreros. El médico de guardia se negó a admitirle. Ni siquiera una pierna desgarrada por el asta de un toro era título bastante para ser admitido en la cerrada corporación en la que tanto había deseado ingresar. Los cuidados de la clínica estaban reservados a los toreros profesionales que pagaban su cuota al sindicato taurino. No había sitio para los muchachos anónimos que se hacían destrozar en las capeas con la vana esperanza de pertenecer también, un día, al Sindicato de Toreros. Cuatro años más tarde, como primer torero de su nación y presidente de su sindicato, pensaría en aquella tarde en que, febril, sangrante y desconocido, le fueron cerradas las puertas del sanatorio. Entonces, con su propio retrato colgado sobre aquellas puertas, junto al de Sir Alexander Fleming, ordenaría que se abriesen para todas las víctimas de la fiesta brava y para todo español necesitado de un tratamiento de urgencia.

Ahora, don Celes lo llevó al único hospital que no podía rechazarlo, el enorme Hospital Provincial de Madrid, en la plaza de Carlos
V
.

La cogida de Manolo obligó a suspender momentáneamente la fiesta de Loeches. El bicho que le había corneado fue llevado de nuevo a los corrales. Al reanudarse más tarde la capea, don Gregorio consideró prudente dejar encerrado el viejo toro y sacar al segundo bicho que había alquilado para la fiesta.

Su decisión fue inmediatamente protestada por sus coterráneos, que empezaron a dar gritos pidiendo que saliera a la plaza el toro más grande. Don Gregorio accedió de mal talante.

Cuando la res hubo vuelto al ruedo, se hizo un respetuoso y casi aflictivo silencio. Ni un solo maletilla salió al redondel. Turbados y temerosos, se miraban callados, esperando cada cual que fuese otro el que diese el primer paso hacia aquel «pavo».

Por último, un adolescente salió de entre las estacas de la plaza y citó al toro. Fue lanzado por los aires. Otra figura surgió de las talanqueras y agitó su capote para hacer el quite al muchacho caído en el suelo. El bicho inició su embestida. Con el mismo instinto infalible que había mostrado ante Manolo, no hizo caso al capote y se lanzó contra el asustado lidiador. Sin embargo, esta vez no corneó una pantorrilla, sino que, con un derrote asesino, hundió veinte centímetros de pitón en la ingle del torerillo erguido ante él.

Cuando lo llevaron al dispensario, el joven médico de Loeches se quedó sin aliento al ver la herida. Era la más grave que habían visto sus ojos poco experimentados. Una vez hincó su pitón en la carne, el toro había hurgado en la ingle, como si fuera un molinillo. En el centro de la herida, la desgarrada arteria femoral chorreaba sangre a borbotones. El doctor hizo lo que pudo por contener la hemorragia, mientras el alcalde, abrumado por el tremendo percance, requisaba uno de los automóviles del pueblo para trasladar al torerillo al hospital.

Cuando se disponían a llevar en el coche al maletilla herido, el alcalde levantó una mano con ademán imperativo. Ante todo, había que rellenar un impreso, por el que informaba del accidente a la Policía. Anotó el nombre de la víctima. Ésta era Manuel Gómez Aller, de veintitrés años de edad, mecánico. Había recorrido a pie veinticinco kilómetros hasta Loeches, con la esperanza de recaudar, con su capa y su valor, las quinientas pesetas que necesitaba para alquilar un traje de luces.

R
ELATO DE
M
ANUEL
B
ENÍTEZ

Dos enfermeros lo colocaron en el lecho contiguo al mío. Su cara estaba blanca como las sábanas. Enchufaron un tubo de goma en su brazo y colgaron una botella sobre su cabeza. Estaba dormido, pero le reconocí. Había hablado con él en Loeches. Y también en otros pueblos. Pregunté a las enfermeras qué era lo que tenía. No quisieron decírmelo. Una de ellas me miró. «Vosotros, muchachos —me dijo—, os imagináis que los toros os darán mucho dinero. Pero sus cuernos pueden daros otra cosa». Después se marcharon.

Al cabo de un rato, Gómez se despertó. Empezó a gemir. Permanecía inmóvil, con los ojos cerrados. Pronto se hizo de noche y apagaron las luces de la sala. Yo no podía dormir. Gómez seguía gimiendo. Traté de hablarle. Le dije: «Gómez, Gómez, ¿qué te pasa?» Pero no debió de oírme, porque no respondió. Siguió con sus gemidos ahogados, una y otra vez.

Su estado empeoraba. Sería aproximadamente medianoche cuando empezó a jadear como si le faltase el aire. Me pareció que su cuerpo temblaba. A veces cesaba el ruido de su respiración. Después empezaba de nuevo, con ruido seco y estertoroso. Yo estaba asustado. La sala estaba a oscuras. Sólo había una luz, muy lejos, en un pasillo. Todo el mundo dormía. Se oían ronquidos, respiraciones y ese ruido ronco que hacen algunos viejos cuando duermen. Gómez gemía, jadeaba y hacía aquel ruido estertoroso. Yo seguía llamándole, pero no me contestaba. Grité para que viniera alguien a asistirle, pero nadie respondió. No vino nadie. Fue horrible. Seguí llamándole en voz baja: «Gómez, Gómez…», y él sin contestar. En la oscuridad, podía ver su cama y su cuerpo, temblando bajo la sábana. Por último, no recuerdo cuándo, dejé de llamarle y me quedé dormido.

Fuera, la plaza de Carlos
V
estaba tan desierta como aquella noche de invierno, tres años atrás, en que Manolo Benítez y Juan Horillo habían llegado a Madrid en un camión cargado de naranjas. Como entonces, las únicas luces que brillaban en los edificios de la plaza eran las que quedaban encendidas en el negro caserón del Hospital Provincial, como la que ahora ardía en el pasillo.

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