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Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

Objetivo faro de Alejandría (7 page)

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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Cuando el atronador ruido que percutía en sus oídos cesó y sólo quedó el sordo ronroneo producido por la cámara, Caleb miró su reloj.

Sólo le quedaban dos horas para poder salir.

7

E
L Guardián salió de un taxi pintado en azul y blanco, se abotonó la chaqueta y avanzó hacia la bulliciosa acera. Aquella ciudad resultaba tan sofocante que, por extraño que pareciera, la temperatura se las arreglaba para seguir subiendo incluso cuando el sol ya se había dejado caer por entre los tejados que erizaban la colina. El hombre observó sus siluetas, aquellos adefesios rectangulares y achaparrados que se alzaban allí donde en otro tiempo se habían erigido magníficos templos, palacios reales y centros de estudio.

Lanzó un gruñido cuando una turba de niños descalzos y sucios pasaron junto a él. Tras sacudirse la chaqueta y comprobar que ninguno de ellos le había vaciado los bolsillos, se deslizó hacia un callejón que olía a deshechos humanos. Con cuidado, rodeó la bocana de una alcantarilla abierta, respirando por la boca. Sobre su cabeza, unas sábanas blancas y algunas camisas pendían de un tendedero oxidado; también reparó en los polvorientos ventiladores que hacían girar sus aspas en el alféizar de sendas ventanas abiertas.

Dobló una esquina, se detuvo y, mirando por encima del hombro, esperó ver algo que no debiera estar allí, alguien que siguiese sus pasos. Recorrió de un vistazo la multitud, cientos de personas que iban y venían por los mercados vecinos como hormigas que regresasen a su colonia tras una fructífera batida por los alrededores. No vio nada que se saliese de lo habitual. Relajando los hombros, conjuró una sonrisa débil y se preguntó si alguna vez sería capaz de sacarse aquella paranoia de la cabeza.

Entonces, súbitamente, lo sintió. Estaba convencido de ello, seguro de que lo estaban siguiendo. Y la tensión reptó por las vértebras hasta su nuca. «Podría ser cualquiera», pensó, imaginando unas caras estrechas pegadas a las ventanillas de algún coche, unos ojos que lo seguían sin pestañear desde umbrales envueltos en sombras. No había razón alguna para temer el menor daño, al menos ahora, pero, pese a todo, podía sentirlo. Quizá porque estaban demasiado cerca.

El faro se defiende solo.

«¿Pero de nosotros?» Sacudió la cabeza, dio media vuelta y siguió caminando. No, los guardianes eran los protectores. «Nosotros sólo hacemos lo correcto; seguimos el plan».

Tras comprobar que no había nadie en el siguiente callejón, una atestada hendidura entre las paredes de dos carnicerías, abrió la puerta más próxima y se escabulló al interior. El oscuro pasillo que lo recibió estaba vagamente iluminado por una simple bombilla y alfombrado de hojas de periódico y huesos de pollo. Caminó hacia la única puerta que se abría en la pared de la izquierda.

Junto a la manija había un teclado. La puerta estaba hecha de hierro sólido, y tenía unas enormes bisagras engastadas a un marco reforzado. El guardián tecleó la secuencia de cinco dígitos, silbando entre dientes, y lanzó una rápida mirada hacia las sombras que semejaban congregarse al otro lado del pasillo.

En el preciso instante en que oyó el habitual siseo producido por la puerta y el chasquido en la manija, el guardián tuvo un instante de duda, y la sospecha de que había cometido un terrible error de juicio. Echó una mirada más, y en lugar de abrir la puerta, pulsó el botón de cancelar, y luego pasó las manos por el teclado a fin de que nadie pudiera saber cuáles eran las teclas que acababa de pulsar. «Nunca se es demasiado prudente».

Los guardianes no habrían sobrevivido tanto tiempo de haber sido una panda de incautos. El mayor peligro siempre venía de dentro, de las decisiones del resto de los guardianes; y podían hacerse muchas cosas para evitar que tales sucesos tuviesen lugar. Uno debía elegir con el mayor cuidado, eso era todo, como su padre había hecho con él.

Bajó las manos e hizo chasquear su muñeca derecha.

Decisiones.

La esbelta hoja que ocultaba en la manga de su chaqueta descendió por la correa que llevaba en la muñeca. El suave mango de marfil se acomodó blandamente en su mano, y el solo hecho de sentir entre los dedos el frío contacto del cuchillo hizo que los latidos de su corazón se relajasen. Avanzó hacia las sombras, irritado de que a nadie se le hubiera ocurrido poner más luces en el techo, pese a que, por otro lado, un lugar tan lúgubre y oscuro como aquel ofrecía una protección más que suficiente a su entrada secreta.

Algo brilló en la oscuridad. ¿Un ojo? ¿Un arma? Avanzó más aprisa, la espalda encorvada, preparado para saltar.

Entonces se oyó un leve zumbido. Y otro. Rápidos y poderosos.

Mortales.

Dos balas atravesaron su pecho, deteniéndolo en seco. La daga cayó al suelo, un segundo antes de que lo hicieran sus rodillas. Miró asombrado las manchas que se extendían por los dos agujeros meticulosamente horadados en su pectoral izquierdo.

Pisadas.

Una mujer surgió de las sombras: vio el cabello oscuro, el relampagueo de unos ojos verdes, el vestido negro que la enfundaba.

Y vio también que sonreía.

La mujer guardó la Beretta con silenciador en el fardo que cargaba al hombro y se acercó al guardián cuando este se desplomaba de bruces en el suelo, jadeando, ahogándose en su propia sangre.

—Qué mal, Wilhelm —dijo—. Ahora tendré que hacerlo por las malas.

Nina Osseni se agachó y procedió a cachear la chaqueta de Wilhelm Miles; dio con su cartera, y luego registró las solapas hasta encontrar el micrófono. Le sacó el receptor de la oreja derecha y se lo colocó en la suya, hecho lo cual procedió a ajustar el micrófono en el cuello vuelto de su suéter, se puso en pie y abrió la cartera.

Se aclaró la garganta y dio unos golpecitos con la punta del dedo en el micro, cuyo tamaño no era mayor que el de una moneda de diez centavos.

—¿Hola? —Nina encaró la puerta de metal y tomó varias bocanadas de aire, casi hiperventilando—. Ho-laaaa…

El auricular crepitó.

—¿Quién habla?

Era la voz de un hombre, confuso, aunque todavía trataba de mostrar confianza.

—Lo siento —dijo Nina—, pero me temo que no está en posición de hacer preguntas.

—Entiendo. Sin embargo, tendrá que perdonarme que las haga, ¿no?

—Quizá, pero sea rápido.

—¿Tengo que suponer que el señor Miles ya no está entre nosotros?

—Sí.

—¿Y también tengo que suponer que usted se encuentra ante la entrada a nuestro recinto, dado que obviamente ha encontrado y desactivado las cámaras del pasillo?

—Dos por dos. Ahora me toca a mí.

—Sí, por supuesto.

—Tengo un mensaje del hombre que me envía.

—Ya sabemos todo cuanto necesitamos saber del hombre que le envía —respondió la voz que crepitaba en su oído—. Y también lo sabemos todo sobre usted, Nina Osseni.

Nina se envaró.

—Hemos rastreado durante bastante tiempo las actividades de quien la ha contratado. Sabemos lo que le hizo al Renegado, y de hecho la esperábamos a usted desde hace bastante. ¿Qué le trae por aquí?

Nina suspiró.

—Bien, bien… El hombre que me ha contratado no quiere que vuelvan a molestarlo. Por tanto, pueden dejarlo en paz voluntariamente, o bien nosotros podemos encargarnos de que lo hagan. Conocemos sus identidades, la de cada uno de los guardianes. Sabemos…

—¿Y se supone que eso debería asustarnos?

—Sí, señor Gregory, sí que debería. Al igual que debería asustar a su hijo y su hija. Y a Jonathan Ackerman, a Hideki Gutai y Annabelle Marsh, y… ¿Tengo que continuar?

—No es preciso que lo haga —dijo Gregory—. Ya la he entendido. Si tanto sabe acerca de nosotros, también conocerá nuestro legado. Nuestra historia. Somos guardianes, y si alguien nos ataca, habrá otros dispuestos a ocupar nuestro lugar. Hemos sobrevivido a lo largo de dos mil años, protegiendo el secreto, custodiando el tesoro.

Nina rio.

—¿Custodiando? ¿Así es como lo llaman? ¿Es por eso que han decidido seguir los movimientos de la Iniciativa Morfeo? ¿O acaso quieren lo mismo que nosotros?

—Lo que queremos es, simplemente, lo que nos corresponde por derecho. Somos nosotros los herederos de ese legado, no ustedes.

—Han tenido dos mil años para reclamar ese legado y han fracasado.

Algo sonó tras la puerta, unos pasos sigilosos, furtivos.

Nina se llevó una mano a la Beretta.

—No —replicó el guardián—, no hemos fracasado. El faro ganó. Hay una diferencia.

Nina inclinó la cabeza. Convencida de que había escuchado algún movimiento tras la puerta, quizá por parte de los guardias que se preparaban para iniciar el ataque, retrocedió de nuevo hasta el callejón.

—Es hora de que salga pitando —susurró, esperando que Nolan Gregory no hubiera alertado a ningún otro agente de seguridad que pudiera abortar en plena calle su intento de fuga.

—Gracias por venir a vernos —respondió—. Espero que podamos tener el placer de verla en persona. Pronto.

—Cuente con ello —dijo, y acto seguido se despojó del micrófono y el auricular, justo en el instante en que la puerta emitía un ruido y rechinaba sobre sus goznes.

Los hombres que habían salido a perseguirla se toparon con un callejón vacío. Nina Osseni se había desvanecido en el calor y el corazón de la ciudad.

8

C
UANDO volvió a mirar su reloj, Caleb tuvo una agradable sorpresa. Quedaba sólo una hora. Luego miró al suelo, a las siete hojas de profusas ilustraciones que se esparcían por el suelo, dibujadas por su subconsciente a lo largo de los últimos sesenta minutos.

«Dibujo automático», lo había llamado su madre. Algo así como la escritura automática que ciertos psíquicos llegaban a realizar durante sus trances. Para Caleb y otros dotados como él, en especial aquellos que se contaban entre los miembros de la Iniciativa Morfeo, el dibujo automático era la clave: la clave para interpretar el pasado, la clave para leer el presente, la clave para explicar todo aquello en lo que uno volcase su mente, concediéndole plena libertad para obrar, como un perro al que se le soltase la correa en campo abierto. A veces no se lograba nada, pero en otras ocasiones uno obtenía aquello que había esperado recibir, algo ciertamente valioso.

Observó los dibujos. Cada uno de ellos consistía en una escena perfectamente reconocible, familiar. Ya antes había dibujado aquellas mismas escenas, muchos años atrás, cuando no era más que un niño asustado al que su madre y un montón de colgados que afirmaban ver cosas arrastraban junto a su hermana a exóticas carreritas por medio mundo.

Hoja número uno: una mareante espiral, tan alta que llegaba a rozar las nubes, con una llama deslumbrante en su cima y un rayo barriendo todo cuanto quedaba abajo, buscando el siguiente objetivo en la flota de galeras romanas que desafiaban aquellos turbulentos arrecifes. Dos barcos se hundían envueltos en llamas, mientras sus tripulantes saltaban al mar.

Hoja número dos: un faro más pequeño y mucho más moderno erigido en lo alto de una colina, al otro lado de un huerto de manzanos, hacia el que una barcaza de hierro oxidado con un foco en el mástil se aproximaba desde el horizonte.

Hoja número tres: una escarpada cordillera montañosa y una serie de cuevas, una de ellas con varios barrotes, entre los cuales unos brazos descarnados brotaban de la oscuridad. Del cielo pendía una estrella de cinco puntas tras una valla trazada a trompicones. El dibujo era una mezcolanza de claroscuros, aunque las líneas y las sombras habían sido garabateadas con furia, como si Caleb hubiera pretendido terminarlo lo antes posible.

Hoja número cuatro: una chica en silla de ruedas trabajando en un laboratorio, mirando por un microscopio. Caleb frunció el ceño. ¿Qué significaba aquello? Era evidente que había dibujado a Phoebe, pero hasta donde él sabía, su hermana nunca se había interesado en la biología o la química. ¿Qué quería decir, entonces? Se encogió de hombros y pasó a la siguiente hoja.

Hoja número cinco: otro barco, esta vez un clíper de velas rayadas —eran rojas y blancas, como Caleb alcanzó a ver con diáfana claridad— que desafiaba un peligroso mar, seguido muy de cerca por un pequeño ejército que parecía tratar de darle caza.

Hoja número seis: un caduceo dibujado hasta el más mínimo detalle, en el que se entrelazaban dos serpientes de enormes y resplandecientes ojos, confrontadas la una a la otra.

Y por fin: un hombre enturbantado en lo alto de una duna barrida por el viento, contemplando las ruinas de una torre antaño grandiosa en cuya cima ardía una pequeña llama, mientras las estrellas brillaban en el cielo nocturno. Caleb observó detenidamente esta última hoja, y luego, durante un buen rato, las otras seis.

Los minutos pasaron, su visión se tornó borrosa, y estuvo a punto de tener otra visión en lo que se tarda en tomar aire, en un parpadeo. Olió el aroma a jazmines, el punzante olor del hachís, y casi pudo ver el mohoso indicio de viejas piedras, desgastadas por el viento.

La puerta emitió entonces un zumbido, el altavoz crepitó, y todo en su mente se disolvió en una pátina blanca cuando Waxman, bajando la cabeza, ingresó en la cámara.

—La hora ha llegado, jovencito. ¿Preparado para disfrutar de tu recién ganada libertad?

Caleb pestañeó:

—No, ¿pero qué hay de la cena?

9

U
NA hora después de que Caleb se registrase en su hotel, sintió los terribles efectos de lo que sin duda se trataba de veneno. Tanto él como los restantes miembros de la Iniciativa Morfeo habían comido en el mismo café, junto a la mezquita de Abul Abbas al-Mursi, pero daba la impresión de que Alejandría había visto en Caleb el verdadero objetivo a abatir. Se había sentado junto a la única persona que se le antojaba realmente interesante, una belleza mediterránea llamada Nina algo. Había tratado de arrancarla de su concha, incluso decidió pedir una ronda de chupitos de anís, pero cuando llegaron las bebidas, Caleb ya se sentía indispuesto.

Durante la comida, había estado tratando de evitar la mirada de su madre, y aislarse de los inacabables monólogos de Waxman, que este dejaba caer por el solo placer de escuchar su propia voz pontificando sobre las glorias de pasadas misiones o las portentosas visiones que el grupo había cosechado.

Quizá se trataba de la comida, o quizá Caleb, simplemente, se negaba a poner buena cara a las conversaciones de aquella pandilla de inadaptados sociales, consiguiendo con ello que su cuerpo aportara la mejor excusa para ausentarse. Por desgracia, tal problema le dejó incapacitado para pensar, y con mayor razón para levantarse a coger los libros que había traído consigo. No tardó mucho en subirle la fiebre, que se prolongó durante dos terribles días con sus noches. La gente entraba y salía de su limitado ángulo de visión, de su frágil consciencia, atestando su habitación. Pero otras veces se sentía extraordinariamente lúcido, aunque incapaz de hablar o moverse. Recordó que al principio había visto a su madre, presa del temor, y luego más y más demacrada. Un semblante pálido que oscilaba en el líquido borrón que semejaba su cuarto, un borrón en el que, sin embargo, Caleb podía distinguir cada pequeño detalle: los pétalos de las cortinas de flores, las marcas de agua y los manchurrones en el empapelado, las rajas del techo que parecían reflejar las arrugas, tenues como hilos de araña, de la piel de su madre, y el entramado de venillas rojas que asaltaban el blanco de sus ojos.

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