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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón (13 page)

BOOK: Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón
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La única civilización que creció de la nada, sin la leyenda de la Atlántida, estaba en las Américas, donde la historia de naveg no había llegado, excepto en las historias contadas por los pocos marinos que cruzaron la barrera del océano. El puente de tierra hacia América llevaba diez generaciones sepultado por las aguas antes de que la llanura del Mar Rojo fuera inundada a su vez. Pasaron diez mil años después de la Atlántida antes de que la civilización se alzara allí, entre los olmecas de las tierras pantanosas de las costas sur del Golfo de México. El nuevo proyecto de Kemal era estudiar las diferencias entre olmecas y atlantes y, al ver qué elementos tenían en común, determinar qué era en realidad la civilización: por qué surgía, en qué consistía y cómo los seres humanos se adaptaban a renunciar a la tribu y vivir en la ciudad.

Tenía poco más de treinta años cuando comenzó su proyecto Origen. Tenía casi cuarenta cuando las noticias del proyecto Colón le alcanzaron y acudió a Tagiri para ofrecerle todo lo que había aprendido hasta la fecha.

Juba era una de aquellas molestas ciudades donde los lugareños trataban de fingir que nunca habían oído hablar de Europa. El Nilo Rail llevó a Kemal a una estación tan moderna como cualquier otra, pero cuando bajó del tren se encontró en una ciudad de chozas de paja y cercas de barro, con caminos de tierra, niños desnudos corriendo y adultos apenas mejor vestidos. Si la intención era hacer que el visitante pensara que había retrocedido en el tiempo hasta el África primitiva, por un momento funcionaba. Las casas abiertas difícilmente podían tener aire acondicionado, y dondequiera que estuvieran situados su estación energética y sus colectores solares, Kemal no los vería. Y, sin embargo, sabía que estaban en alguna parte, y no muy lejos, igual que el sistema de purificación de agua y las antenas parabólicas. Sabía que estos niños desnudos iban a una escuela limpia y moderna y usaban los equipos informáticos más sofisticados. Sabía que las jóvenes de pechos desnudos y los jóvenes vestidos de cuero iban a algún lugar por la noche a ver los últimos vídeos, o a no verlos; a bailar, o a no bailar, la misma nueva música que estaba de moda en Recife, Madras y Semarang. Por encima de todo, sabía que en alguna parte (probablemente bajo tierra) estaba una de las principales instalaciones de Vigilancia del Pasado, que además albergaba el Proyecto Esclavitud y el Proyecto Colón.

¿Entonces por qué fingir? ¿Por qué convertir la vida en un perpetuo museo de una época en que la existencia era desagradable, brutal y breve? Kemal amaba el pasado tanto como cualquiera de sus coetáneos, pero no tenía ningún deseo de habitar en él, y a veces pensaba que era un poco enfermizo que toda aquella gente rechazara su propia época y criara a sus hijos como hombres primitivos. Pensó en cómo habría sido crecer como un turco primitivo, bebiendo leche de yegua fermentada o, peor, sangre de caballo, mientras habitaba un
yurt
y practicaba con la espada hasta ser capaz de cortar la cabeza de un hombre de un solo tajo, desde el caballo. ¿Quién querría vivir en tiempos tan terribles? Estudiarlos, sí. Recordar los grandes logros. Pero no vivir como esa gente. Los ciudadanos de Juba de doscientos años antes se habían deshecho de las chozas de paja y habían construido viviendas de estilo europeo tan rápidamente como les había sido posible. Ellos sabían. La gente que había tenido que vivir en chozas de paja no lamentaba dejarlas atrás.

Con todo, a pesar de la mascarada, eran visibles unas cuantas concesiones a la vida moderna. Por ejemplo, mientras esperaba en el pórtico de la estación de Juba, una joven llegó conduciendo una pequeña furgoneta.

—¿Kemal?—preguntó.

Él asintió.

—Soy Diko —dijo ella—. Tagiri es mi madre. ¡Lance la bolsa y vámonos!

El arrojó la bolsa a la pequeña zona de carga y luego se sentó junto a ella en el asiento delantero. Era una suerte que ese tipo de furgoneta, diseñada para trayectos cortos, no superara los treinta kilómetros por hora. De lo contrario estaba seguro de que se habría puesto a vomitar en un santiamén, Por la forma en que esa loca jovencita conducía por la desvencijada carretera.

—Mi madre no para de decir que tendríamos que pavimentar estas carreteras —dijo Diko—, pero entonces llega alguien y dice que el pavimento caliente quemará los pies de los niños y la idea se rechaza.

—Podrían llevar zapatos —sugirió Kemal. Hablaba simple con toda la claridad posible, pero aún no dominaba el idioma, y sus labios se atascaban cada vez que la furgoneta saltaba de bache en bache.

—Oh, bueno, parecerían tontos, completamente desnudos y con zapatillas puestas —rió ella.

Kemal se abstuvo de decir que ya parecían bastante tontos entonces.

Simplemente le acusarían de imperialismo cultural, aunque no era su cultura a la que se refería. Aquella gente, al parecer, vivía feliz del modo en que lo hacía. Aquellos a quienes les gustaba sin duda se mudaban a Jartún o Entebbe o Addis Abeba, que eran modernas y exageradas. Y tenía cierto sentido que la gente de Vigilancia del Pasado viviera en el pasado además de observarlo.

Se preguntó vagamente si usarían papel higiénico o puñados de hierba.

Para su alivio, la choza de paja donde Diko se detuvo era sólo el camuflaje de un ascensor que conducía a un hotel totalmente moderno. Diko insistió en llevarle la bolsa mientras le acompañaba a su habitación. El hotel subterráneo había sido excavado en la falda de un macizo rocoso que asomaba al Nilo, así que todas las habitaciones tenían ventanas y porches. Había aire acondicionado, agua corriente y un ordenador en la habitación.

—¿Todo bien? —preguntó Diko.

—Pensaba que iba a vivir en una choza de paja y aliviarme entre los juncos —dijo Kemal.

Ella se mostró abatida.

—Mi padre dijo que deberíamos ofrecerle la experiencia local completa, pero mi madre pensó que no la querría.

—Tu madre tenía razón. Sólo estaba bromeando. Esta habitación es excelente.

—Su viaje ha sido largo —dijo Diko—. Los Ancianos están ansiosos por hablar con usted, pero a menos que prefiera lo contrario, esperarán hasta mañana.

—Mañana será excelente —dijo Kemal.

Fijaron una hora. Kemal llamó al servicio de habitaciones v descubrió que disponía de un menú internacional estándar en vez de puré de gusanos y boñiga de vaca picante, o lo que fuera que hubiese en la cocina local.

A la mañana siguiente se encontró a la sombra de un gran árbol, sentado en una mecedora y rodeado de una docena de personas que estaban sentadas o en cuclillas sobre esteras.

—No puedo sentirme cómodo teniendo la única silla —dijo.

—Te dije que querría una estera —comentó Hassan.

—No —dijo Kemal—. No quiero una estera. Pero pensé que se sentirían más cómodos...

—Es nuestra costumbre —contestó Tagiri—. Cuando trabajamos con nuestras máquinas, nos sentamos en sillas. Pero esto no es trabajo. Es diversión. El gran Kemal pidió vernos. Nunca soñamos que estaría interesado en nuestros proyectos.

Kemal odiaba que le llamaran «el gran Kemal». Para él, ése era Kemal Ataturk, quien reconstruyó la nación turca tras la debacle del imperio otomano siglos atrás. Pero estaba cansado de dar ese discurso, y, además, le pareció que podría haber una chispa de ironía en la forma en que Tagiri lo dijo. Era hora de acabar con las pretensiones.

—No me interesan sus proyectos —dijo—. Sin embargo, parece que están ustedes capturando la atención de un número creciente de gente fuera de Vigilancia del Pasado. Por lo que he oído, están pensando en dar pasos que tendrían consecuencias de largo alcance, y sin embargo parecen basar sus decisiones sobre... información incompleta.

—Así que ha venido a corregirnos —dijo Hassan, enrojeciendo.

—He venido a decirles lo que sé y lo que pienso. No les pedí que convirtieran esto en una reunión pública. Habría preferido hablar con usted y con Tagiri a solas. O, si lo prefieren, me marcharé y dejaré que continúen en la ignorancia. Les he ofrecido lo que sé, y no veo ninguna necesidad de fingir que somos iguales en esos casos. Estoy seguro de que hay muchas cosas que ustedes conocen y yo no... pero yo no estoy intentando construir una máquina para cambiar el pasado, y por tanto no hay ninguna urgencia en aliviar mi ignorancia.

Tagiri se echó a reír.

—Es una de las glorias de Vigilancia, que quienes dirigen los proyectos importantes no usen la acicalada charla de los burócratas. —Se inclinó hacia adelante—. Atáquenos, Kemal. No nos avergüenza descubrir que podemos estar equivocados.

—Empecemos con la esclavitud —dijo Kemal—. Después de todo, es su especialidad. He leído alguna de las blandas y compasivas biografías y los estudios analíticos que han surgido de su proyecto, y tengo la impresión de que si pudiera encontraría a la persona que ideó la esclavitud y la detendría, para que ningún ser humano hubiera sido comprado o vendido en este planeta. ¿Tengo razón?

—¿Está diciendo que la esclavitud no fue un mal redomado? —preguntó Tagiri.

—Sí, eso es lo que estoy diciendo. Porque están mirando la esclavitud desde el punto equivocado... desde el presente, cuando la hemos abolido. Pero en el principio, cuando empezó, ¿no se les ha ocurrido que era infinitamente mejor que aquello a lo que sustituyó?

La capa de cortés interés de Tagiri estaba claramente desapareciendo.

—He leído sus observaciones sobre el origen de la esclavitud.

—Pero no le impresionan.

—Es natural, cuando se hace un gran descubrimiento, asumir que tiene implicaciones más amplias de las que en realidad tiene. Pero no hay ningún motivo para pensar que la esclavitud humana se originó exclusivamente en la Atlántida, como sustituto de los sacrificios humanos.

—Sin embargo, yo nunca he dicho eso —replicó Kemal—. Mis oponentes dijeron que yo lo había dicho, pero pensaba que habría leído usted con más atención.

Hassan intervino, tratando de mostrarse suave y convincente a la vez.

—Me parece que esto está convirtiéndose en algo demasiado personal. ¿Ha venido hasta aquí, Kemal, para decirnos que somos estúpidos? Podría haberlo hecho por correo.

—No. He venido a que Tagiri me diga que tengo una necesidad patológica de pensar que la Atlántida es la causa de todo.

Kemal se levantó de la silla, se dio la vuelta, la cogió y la arrojó.

—¡Denme una estera! ¡Dejen que me siente con ustedes y les cuente lo que sé! Si después quieren rechazarlo, adelante. ¡Pero no me hagan perder el tiempo ni el suyo defendiéndose o atacándome!

Hassan se levantó. Por un momento Kemal se preguntó si iba a golpearle. Pero entonces Hassan se agachó, recogió su esterilla del suelo y se la ofreció.

—Bien —dijo—. Hablemos.

Kemal tendió la estera y se sentó. Hassan compartió la esterilla de su hija, en la segunda fila.

—La esclavitud. La gente ha sido esclavizada de muchas maneras. Los siervos estaban esclavizados a la tierra. Las tribus nómadas adoptaban ocasionalmente a cautivos o extranjeros y los convertían en miembros de segunda clase de la tribu, sin libertad para marcharse. La caballería se originó como una especie de mafia dignificada, a veces incluso como un negocio de protección, y en cuanto aceptabas a un señor estabas bajo su mando. En algunas culturas, los reyes depuestos eran mantenidos en cautividad, donde tenían hijos, y nietos, y tataranietos también cautivos, sin hacerles daño nunca, pero sin derecho a marcharse. Poblaciones enteras han sido conquistadas y obligadas a trabajar para señores extranjeros, pagando tributos insufribles a sus amos. Los saqueadores y los piratas demandaban rescate por sus rehenes. Las personas hambrientas se han plegado al servicio. Los prisioneros han sido obligados a trabajos involuntarios. Esos tipos de sumisión han aparecido en muchas culturas humanas. Pero nada de eso es esclavitud.

—Según la definición exacta, así es —dijo Tagiri.

—La esclavitud consiste en convertir un ser humano en propiedad. Cuando una persona puede comprar y vender, no sólo el trabajo de alguien, sino su cuerpo, e incluso los hijos que tuviera. Propiedad heredable, generación tras generación. —Kemal los miró, contempló la frialdad todavía visible en sus rostros—. Sé que todos lo saben. Pero lo que parece que no advierten es que la esclavitud no fue inevitable. Fue inventada, en un momento y un lugar específicos. Sabemos cuándo y dónde fue convertida en propiedad la primera persona. Sucedió en la Atlántida, cuando una mujer tuvo la idea de poner a trabajar a los cautivos que iban a ser sacrificados, y entonces, cuando el más valioso estaba a punto de serlo, pagó a los ancianos de su tribu para librarlo permanentemente del ara de las víctimas.

—Eso no es exactamente esclavitud —dijo Tagiri.

—Fue el principio. La práctica se extendió rápidamente, hasta que se convirtió en la razón principal para saquear a otras tribus. Los derku comenzaron a comprar directamente cautivos a los saqueadores. Y empezaron a intercambiar esclavos entre sí y finalmente a comprarlos y venderlos.

—Vaya logro —dijo Tagiri.

—El hecho de que los esclavos hicieran el trabajo de los ciudadanos excavando los canales y plantando y atendiendo las cosechas está en la base de la ciudad. La esclavitud fue el motivo por el que pudieron permitirse el tiempo libre para desarrollar lo que entendemos por civilización. La esclavitud les resultó tan beneficiosa que los hombres santos de los derku no tardaron en descubrir que el dios dragón ya no quería sacrificios humanos, al menos durante un tiempo. Eso significó que todos sus cautivos pudieran ser convertidos en esclavos y puestos a trabajar. No fue ningún accidente que cuando la gran inundación destruyó a los derku, la práctica de la esclavitud no muriera con ellos. Las culturas cercanas ya la habían emprendido, porque funcionaba. Fue la única manera descubierta hasta entonces de encontrar utilidad al trabajo de los extranjeros. Todos los otros ejemplos de esclavitud genuina que hemos encontrado pueden remontarse a aquella mujer derku, Nedz-Nagaya, cuando pagó para impedir que un cautivo útil fuera arrojado al cocodrilo.

—Construyámosle un monumento —dijo Tagiri. Estaba muy enfadada.

—El concepto de comprar y vender personas fue inventado sólo entre los derku —dijo Kemal.

—No tenía que haber sido inventado en ninguna parte —respondió Tagiri—. El hecho de que Agafna construyera la primera rueda no significa que alguien más no hubiera construido otra más tarde.

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