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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Ocho casos de Poirot

BOOK: Ocho casos de Poirot
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El cómico, casi ridículo, aspecto de Hércules Poirot variaba la idea que se había hecho de él. Sería capaz de realizar las maravillas que se le atribuían con aquella cabeza de huevo y aquellos enormes y engominados bigotes? Estos ocho casos lo demuestran.

Agatha Christie

Ocho casos de Poirot

ePUB v1.0

Ormi
30.10.11

Título original:
The Under Dog And Other Stories

Traducción: Zoe Godoy

Agatha Christie, 1951

Edición 1985 - Editorial Molino - 224 páginas

ISBN: 84-272-0163-X

El inferior

Lily Murgrave alisó los guantes con gesto nervioso sin quitárselos de encima de la rodilla y dirigió una ojeada rápida al que ocupaba el sillón que tenía enfrente.

Había oído hablar mucho de monsieur Hércules Poirot, el famoso investigador, pero ésta era la primera vez que le veía en carne y hueso. El cómico, casi ridículo aspecto del digno caballero variaba la idea que se había hecho de él ¿Podría haber llevado a cabo, en realidad, las cosas maravillosas que se le atribuían con aquella cabeza de huevo y aquellos desmesurados bigotes? De momento estaba absorbido en una tarea verdaderamente infantil: amontonaba, uno sobre otro, pequeños dados de madera, de diversos colores, y la faena parecía despertar en él una atención mayor que la explicación de ella.

Sin embargo, cuando Lily guardó silencio la miró vivamente.

—Continúe, mademoiselle, por favor. La escucho; esté segura de que la escucho con interés.

Casi en seguida volvió a apilar los dados de madera. La muchacha reanudó la historia, terrorífica, violenta, pero su voz era serena, inexpresiva, y su narración tan concisa, que diríase hallarse al margen de todo sentimiento de humanidad.

—Confío —observó al terminar— que me habré expresado con claridad.

Poirot hizo repetidas veces un gesto afirmativo y enfático. De un revés derribó los dados, diseminándolos sobre la mesa, y acto seguido se recostó en el sillón, unió las puntas de los dedos y fijó la mirada en el techo.

—Veamos —dijo—, a sir Ruben Astwell le asesinaron hace diez días, y el miércoles, o sea anteayer, la policía detuvo a su sobrino Charles Leverson. Le acusan los hechos siguientes (si me equivoco en algo, dígalo, mademoiselle): Sir Ruben escribía, sentado en la habitación de la Torre, su sanctasanctórum, hace diez días. Mister Leverson llegó tarde y abrió la puerta con su llave particular. El mayordomo, cuya habitación estaba situada precisamente debajo de la Torre, oyó reñir a tío y sobrino. La disputa concluyó con un golpe ahogado.

»Este hecho alarmó al mayordomo y pensó en levantarse para ver lo que sucedía, pero pocos segundos después oyó salir a mister Leverson, dejar la habitación tarareando una canción de moda y renunció a su propósito. Sin embargo, a la mañana siguiente la doncella encontró muerto a sir Ruben sobre la mesa escritorio. Le habían asestado un golpe en la cabeza con un instrumento pesado. De todas maneras, el mayordomo no refirió en seguida su historia a la policía, ¿verdad, mademoiselle?

La inesperada pregunta sobresaltó a Lily Murgrave.

—¿Qué dice? —exclamó.

—Que en estos casos todos solemos alardear de humanidad. Mientras me refería a lo sucedido en casa de sir Ruben, de manera admirable y detallada, hay que confesarlo, convertía en muñecos de guiñol a los actores del drama. Pero yo siempre busco en ellos lo que tienen de humano. Por eso digo que el mayordomo ese..., ¿cómo se llama?

—Parsons.

—Digo, pues, que ese Parsons debe poseer las características de su clase. Es decir: que alberga cierta prevención por los agentes de policía y que está poco dispuesto a darles explicaciones. Por encima de todo no declarará nada que pueda comprometer a los habitantes de la casa. Estará convencido de que el crimen es obra de cualquier escalador nocturno, de un ladrón vulgar, y se aferrará a la idea con una obstinación extraordinaria. Sí, la fidelidad de los asalariados es curiosa y digna de estudio, de un estudio muy interesante.

Poirot se recostó en el sillón con el rostro resplandeciente.

—Entretanto —continuó—, los demás actores habrán referido cada uno una historia, entre ellos mister Leverson, que asegura volvió a casa a hora avanzada y no fue a ver a su tío, pues se fue directamente a la cama.

—Eso es lo que dice, en efecto.

—Y nadie duda de la afirmación —murmuró Poirot—, a excepción, quizá, de Parsons. Luego le toca entrar en escena al inspector Miller, de Scotland Yard, ¿no es eso? Le conozco, nos hemos visto una o dos veces en tiempos pasados. Es lo que se llama un hombre listo, astuto como zorro viejo. ¡Sí, le conozco bien! El inspector ve lo que nadie ha visto y Parsons no está tranquilo porque sabe algo que no ha revelado. Sin embargo, el inspector lo pasa por alto. Pero, de momento, queda suficientemente demostrado que nadie entró en casa de sir Ruben por la noche y que debe buscarse dentro, no fuera de ella, al asesino. Y Parsons se siente desgraciado, tiene miedo, por lo que le aliviaría muchísimo compartir con alguien su secreto.

»Ha hecho cuanto ha estado en su mano para evitar un escándalo, pero todo tiene un límite y por ello el inspector Miller ha escuchado su historia, y después de dirigirle una o dos preguntas, ha llevado a cabo averiguaciones que sólo él conoce. El resultado es peligroso, muy peligroso para Carlos Leverson, porque ha dejado la huella de sus dedos manchados de sangre en un mueble que se encontraba en la habitación de la Torre. La doncella ha declarado también que a la mañana siguiente del crimen vació una palangana llena de agua y sangre que sacó de la habitación de mister Leverson y que a sus preguntas dicho señor contestó que se había cortado un dedo. En efecto, tenía un corte ridículamente insignificante. Y aun cuando lavó uno de los puños de la camisa que llevaba puesta la noche anterior, se descubrieron manchas de sangre en la manga de la chaqueta. Todo el mundo sabe que tenía necesidad urgente de dinero y que a la muerte de sir Ruben debía heredar una fortuna ¡Oh, sí, mademoiselle! Se trata de un caso muy interesante.

Poirot hizo una pausa.

—Usted ha venido a verme hoy, ¿por qué? —interrumpió después.

Lily Murgrave se encogió de hombros.

—Me manda aquí lady Astwell, como le he dicho —contestó.

—Pero viene usted de mala gana, ¿no es cierto?

La muchacha no contestó y el hombrecillo le dirigió una mirada penetrante.

—¿No desea responder?

Lily volvió a calzarse los guantes.

—Me es difícil, monsieur Poirot. Deseo ser fiel a lady Astwell. No soy más que una señorita de compañía a la que se pagan sus servicios, pero me ha tratado mejor que a una hija o una hermana. Es muy afectuosa y aunque conozco sus defectos no deseo criticar sus actos... ni impedir que usted se encargue de solucionar el caso. No quiero influir en su decisión.

—Monsieur Poirot no se deja influir por nada ni por nadie,
cela ne se fait pas
—manifestó, gozoso, el hombrecillo—. Me doy cuenta de que usted cree que lady Astwell ha oído zumbar una mosca junto a su oreja, ¿me equivoco en mi presunción?

—Si he de serle franca...

—¡Hable, mademoiselle, hable!

—Estoy convencida de que cree una tontería...

—¿Sí?

—Sin que esto sea una crítica en contra de lady Astwell.

—Comprendo —murmuró Poirot—. Comprendo perfectamente.

Sus ojos la invitaban a continuar.

—Como le decía a usted, es buenísima y muy amable, pero... ¿cómo lo expresaría yo? No es mujer educada. Ya sabe que actuaba en el teatro cuando sir Ruben se casó con ella y por eso alberga muchos prejuicios, es muy supersticiosa. Cuando dice una cosa, hay que creerla a pies juntillas, pero no atiende a razones. El inspector la ha tratado con poco tacto y esto la mueve a retroceder. Pero dice que es una tontería sospechar de mister Leverson, porque el pobre Carlos no es un criminal. La policía es estúpida y comete un terrible error.

—Supongo que tendrá sus razones para afirmarlo, ¿no es así?

—No, señor, ninguna.

—¡Ya! ¿De veras?

—Ya le he dicho —continuó Lily Murgrave— que de nada le va a servir acudir a usted y reclamar su ayuda sin tener nada que exponer ni nada en qué basar lo que cree.

—¿De verdad le ha dicho eso? Es interesante —dijo Poirot.

Sus ojos dirigieron a Lily una rápida y comprensiva ojeada desde la cabeza a la punta de los pies. Su mirada captó con todo detalle el pulcro y negro traje sastre, el lazo blanco del cuello, la blusa de crespón de China, adornada con gusto exquisito, el elegante sombrero de fieltro negro. Reparó en su elegancia, en el bonito semblante de barbilla afilada, las largas pestañas de un negro azulado e insensiblemente varió de actitud. No era el caso, sino la muchacha que tenía delante lo que despertaba en él un nuevo interés.

—Supongo, mademoiselle, que lady Astwell es una persona algo desequilibrada e histérica...

Lily Murgrave hizo un gesto ansioso de afirmación.

—Sí, la describe usted exactamente —dijo—. Es muy afectuosa, lo repito, pero es imposible discutir con ella, convencerla de que sea lógica.

—Posiblemente sospecha de alguien —insinuó Poirot—. De alguien tan inofensivo que son absurdas sus sospechas.

—¡Precisamente! —exclamó Lily Murgrave—. Le ha tomado ojeriza al secretario de sir Ruben, que es un pobre hombre. Dice que es el asesino de sir Ruben, que ella lo
sabe
, aunque está demostrado que mister Owen Trefusis no pudo cometer el crimen.

—¿Se funda en algún motivo, en algún hecho, para acusarle?

—Se funda exclusivamente en su intuición.

En la voz de Lily Murgrave se traslucía el desdén.

—Ya veo, mademoiselle, que no cree usted en la intuición —observó Poirot, sonriendo.

—Es una tontería.

Poirot se recostó en el sillón.

—A
les femmes
—murmuró— les gusta creer en ella. Dicen que es un arma que Dios les ha dado. Pero aunque algunas veces no las engaña otras las extravía.

—Lo sé. Pero ya le he dicho cómo es lady Astwell. No es posible discutir con ella.

—Por eso usted, mademoiselle, que es prudente y discreta, ha creído que de paso que viene a buscarme, debe ponerme
au courant
de la situación...

Una inflexión particular en la voz de Poirot hizo que Lily Murgrave levantase la cabeza.

—Sí —murmuró excusándose—, aunque conozco el valor de su tiempo.

—Usted me lisonjea, mademoiselle. Mas, en efecto, en estos momentos me encuentro ocupado en la solución de varios casos.

—Ya me lo temía —dijo Lily poniéndose en pie—. Le diré a lady Astwell que...

Pero Poirot no se levantó. Permaneció sentado mirando fijamente a la muchacha.

—¿Tiene prisa, mademoiselle? —interrogó—. Aguarde un momento, por favor.

Lily se ruborizó, luego se puso pálida, pero volvió a tomar asiento de mala gana.

—Mademoiselle es viva y adopta sus decisiones rápidamente. Perdone que un viejo como yo sea más lento. Usted se equivoca, mademoiselle. Yo no me niego a hacerle una visita a lady Astwell.

—Entonces, ¿vendrá a verla?

La muchacha se expresó en un tono frío. No miraba a Poirot, tenía los ojos fijos en el suelo y por esto no se dio cuenta del examen atento a que él la sometía en aquel momento.

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