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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Ocho casos de Poirot (7 page)

BOOK: Ocho casos de Poirot
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—Mister Víctor Astwell es... explosivo en alto grado, ¿verdad?

—Sí, explosivo es la palabra adecuada —dijo lady Astwell—. Sus palabras, sus actos, tienen mucha semejanza con esos fuegos artificiales que se lanzan en las playas.

—Tiene el genio vivo, ¿no es cierto?

—Oh, cuando se le hostiga es un perfecto demonio, pero vea lo que son las cosas, no me inspira el menor miedo. Víctor ladra, pero no muerde.

Poirot fijó la vista en el techo.

—¿De manera que no puede decirme nada acerca del secretario? — murmuró.

—Ya se lo he dicho y lo repito, monsieur Poirot. Nada sé. Me guía una intuición únicamente.

—Con ella no se ahorca a un hombre, y lo que es más; tampoco se salva a un hombre de la horca. Lady Astwell, si cree sinceramente en la inocencia de mister Leverson y supone que sus sospechas tienen un sólido fundamento, ¿me permite llevar a cabo un pequeño experimento?

—¿De qué especie? —preguntó con recelo lady Astwell.

—¿Me permite que la coloque en estado de hipnosis?

—¿Para qué?

Poirot se inclinó hacia ella.

—Si dijera a usted, madame, que su intuición se basa en unos hechos registrados en su subconsciente se mostraría escéptica. Por ello digo, solamente, que ese experimento puede tener suma importancia para mister Carlos Leverson, ese joven infortunado.

—¿Y quién me pondrá en estado de trance? ¿Usted?

—Un amigo mío, lady Astwell, que llega, si no me equivoco, en este momento porque oigo rodar fuera a un coche.

—¿Quién es ese señor?

—El doctor Cazalet de Harley Street.

—¿Es... digno de crédito?

—No es un charlatán, madame, si es esto lo que se figura. Puede ponerse en sus manos sin la menor desconfianza.

—Bueno —lady Astwell exhaló un suspiro—. No creo en esa clase de experimentos, pero probaremos si le parece. Que no se diga que le pongo inconvenientes.

—Mil gracias, milady.

Poirot salió presuroso de la habitación. Poco después regresó acompañado de un hombrecillo jovial, de cara redonda, con lentes, que modificó al punto la idea que lady Astwell se había formado de un hipnotizador. Poirot hizo la presentación.

—Bueno —dijo con visible buen humor la dueña de la casa—. ¿Cuándo vamos a comenzar... este sainete?

—En seguida, lady Astwell. Es muy fácil, sumamente fácil —dijo el recién llegado—. Usted échese ahí, en el sofá..., eso es..., eso es... No se ponga nerviosa.

—¿Nerviosa yo? —exclamó lady Astwell—. ¡Quisiera ver quién es el guapo que se atreve a hipnotizarme en contra de mi voluntad!

El doctor Cazalet le dirigió una amplia sonrisa.

—Si consiente no será en contra de su voluntad, ¿comprende? —replicó alegremente—. Bien, apague esa luz, ¿quiere, monsieur Poirot? Y usted, lady Astwell, dispóngase a echar un sueñecito.

El médico varió levemente de postura.

—Se hace tarde..., usted tiene sueño... tiene sueño. Le pesan los párpados..., ya se cierran..., ya se cierran... Pronto quedará profundamente dormida.

La voz del médico se asemejaba a un zumbido apagado, monótono, tranquilizador. Poco después se inclinaba para volver con suavidad un párpado de lady Astwell. A continuación se volvió a Poirot y le hizo una seña visiblemente satisfecho.

—Ya está —dijo en voz baja—. ¿Prosigo?

—Sí, por favor.

La voz del doctor asumió un tono vivo, autoritario ahora.

—Duerme usted, sin agitar un párpado siquiera.

La figura tendida en el sofá respondió en voz baja e inexpresiva:

—Le oigo. Puedo responder a sus preguntas.

—Hablemos de la noche en que asesinaron a su marido. ¿La recuerda?

—Sí.

—Usted está sentada a la mesa. Es la hora de cenar. Descríbame lo que vio, lo que sentía.

La figura tendida en el sofá se agitó con desasosiego.

—Estoy muy disgustada. Me preocupa Lily.

—Ya lo sabemos. Cuéntenos lo que vio.

—Víctor se come las almendras saladas; es muy glotón. Mañana diré a Parsons que no ponga el plato de las almendras en ese lado de la mesa.

—Continúe, lady Astwell.

—Ruben está de mal humor. No creo que Lily tenga la culpa. Hay algo más. Piensa en sus negocios. Víctor le mira de un modo raro.

—Hablemos de mister Trefusis, lady Astwell.

—Tiene deshilachado un puño de la camisa. Se pone una cantidad excesiva de cosmético en el pelo. Los hombres usan cosmético. Me gustaría que no lo hicieran porque echan a perder las fundas de las butacas.

Cazalet miró a Poirot y ése le hizo una seña.

—Ha pasado la hora de la cena y está tomando el café, lady Astwell. Descríbanos la escena.

—El café está bueno, cosa rara, porque no puedo fiarme de la cocinera, que es muy variable. Lily mira sin cesar por la ventana, ignoro por qué. Ruben entra en el salón ahora. Está de humor pésimo y estalla. Lanza toda una sarta de palabras ofensivas contra el pobre mister Trefusis. Éste tiene en la mano el cortapapeles grande, grande como un cuchillo y lo empuña con fuerza. Me doy cuenta porque tiene blancos los nudillos. ¡Hola!, ahora lo empuña lo mismo que si fuera a clavárselo a alguien... Ahora han salido juntos él y mi marido. Lily lleva puesto el vestido verde claro; está muy bonita con él, bonita como un lirio. La semana que viene ordenaré que laven esas fundas...

—¡Un momento, lady Astwell!

El doctor se inclinó a Poirot.

—Me parece que ya lo tenemos —murmuró—. La maniobra de Trefusis con el cortapapeles la ha convencido de que el secretario verificó el crimen.

—Pasemos ahora a la habitación de la Torre.

El doctor hizo un gesto de asentimiento y volvió a someter a lady Astwell al interrogatorio con voz conminatoria.

—Se hace tarde; usted se halla con su marido en la habitación de la Torre. Han reñido, ¿no es eso?, y durante un rato.

La figura tendida volvió a agitarse, inquieta.

—Sí..., ha sido terrible, terrible. ¡La de cosas lamentables que nos hemos dicho!

—No piense ahora en ello. ¿Ve la habitación con claridad? Las cortinas están corridas, las luces encendidas...

—No, no hay encendida más que la lámpara de pie.

—Bien, ahora deja a su marido, se despide de él...

—No me despido de él. Estoy muy enfadada.

—Ya no volverá a verle; le asesinarán pronto. ¿Sabe quién le mató, lady Astwell?

—Sí. Mister Trefusis.

—¿Por qué?

—Porque divisé el bulto, un bulto detrás de las cortinas.

—¿Había un bulto al otro lado?

—Sí, casi lo tocaba.

—¿Era un hombre que se ocultaba? ¿Mister Trefusis?

—Sí.

—¿Cómo lo sabe?

Por vez primera la monótona voz titubeó en responder y perdió el acento confiado.

—Porque... vi su juego con el cortapapeles.

Poirot y el doctor cambiaron una rápida mirada.

—No comprendo, lady Astwell. Usted dice, ¿verdad?, que había un bulto detrás de las cortinas. ¿Se ocultaba alguien al otro lado? ¿Vio usted a la persona que se ocultaba?

—No.

—¿Cree que era mister Trefusis porque le vio empuñar el cortapapeles en el salón?

—Sí.

—Pero había subido ya a su habitación.

—Sí, sí, ya había subido.

—Si es así, no podía estar allí escondido.

—No, no podía estar allí.

—¿Fue a despedirse antes que usted de su marido?

—Sí.

—¿Y ya no volvió a verle?

—No.

Lady Astwell se agitaba, se movía de un lado a otro, gemía en voz baja.

—Está saliendo del trance —dijo el doctor—. Bien, ya nos ha dicho todo lo que sabe, ¿no le parece?

Poirot hizo un gesto afirmativo. El doctor se inclinó sobre lady Astwell.

—Despierte —dijo con acento suave—. Despierte, ya. Dentro de un minuto
abrirá
los ojos.

Los dos hombres aguardaron y en efecto, lady Astwell abrió al punto los ojos y les miró, sorprendida.

—¿He dormido la siesta? —preguntó.

—Sí, lady Astwell, ha echado un sueñecito —repuso el médico.

Ella le miró.

—Ya veo que me ha hecho víctima de una de sus jugarretas —manifestó.

—Si no se encuentra peor...

Lady Astwell bostezó.

—No, solamente muy cansada —repuso.

El médico se puso de pie.

—Voy a pedir una taza de café y después les dejaré a ustedes, de momento —dijo.

Cuando los dos hombres llegaban junto a la puerta preguntó la dueña de la casa:

—¿He... revelado algo?

Poirot volvió la cabeza, sonriendo.

—Nada de importancia, madame. Sabemos de sus labios que las fundas de las butacas necesitan ir sin remedio al lavadero.

—Así es. No había que ponerme en estado de trance para que les comunicara eso —repuso riendo lady Astwell—. ¿Nada más?

—¿Recuerda si mister Trefusis entró aquella noche?

—No estoy segura. Pudo haber entrado.

—¿Le dice algo el bulto que había detrás de las cortinas?

Lady Astwell frunció las cejas.

—Recuerdo que... —dijo lentamente—. No... la idea se disipa... sin embargo...

—Bien, no se preocupe, lady Astwell —dijo Poirot rápidamente—. No tiene importancia... no, ninguna.

El médico acompañó a Poirot hasta su habitación.

—Bien —dijo Cazalet—. Creo que eso lo explica todo muy bien. No hay duda de que cuando sir Ruben insultó al secretario éste asió el cortapapeles y que tuvo que emplear toda su fuerza de voluntad para no actuar contra él de un modo violento. La mente de lady Astwell se hallaba ocupada por entero con el problema de Lily Murgrave, pero su subconsciencia captó y reconstruyó equívocamente la acción de Trefusis.

«Inculcó en ella la firme convicción de que Trefusis había matado a sir Ruben. Pasemos ahora al bulto de las cortinas. Es muy interesante. Por lo que me ha referido deduzco que la mesa de la habitación de la Torre está colocada al lado de la ventana y, naturalmente, que ésta tiene cortinas.

—Sí,
mon ami,
unas cortinas de terciopelo negro.

—¿Y queda espacio entre las cortinas y el alféizar de la ventana para que pueda ocultarse alguien?

—Sí, pero un espacio muy justo, quizá.

—Entonces existe la posibilidad —dijo el médico lentamente— de que, en efecto, se hubiera ocultado alguien en la habitación, no el secretario, ya que se le vio salir de ella. No era Víctor Astwell, porque Trefusis se lo tropezó al salir, como tampoco pudo ser Lily Murgrave. Quienquiera que fuese estaba allí antes de que sir Ruben entrase en la habitación después de cenar. Usted ha descrito bien la situación. ¿Qué me dice del capitán Naylor? ¿Podía ser él quien estuviera escondido allí?

—Es siempre posible —admitió Poirot—. Porque si bien es verdad que cenó en el hotel es difícil precisar con exactitud a qué hora salió de éste. Lo que puede asegurarse es su regreso a las doce y media de la noche.

—Entonces fue él —dijo el doctor— quien se escondió y él también quien cometió el crimen, pues sabemos que no le faltaban motivos y además tenía el arma a mano. Pero, veo que no le satisface la idea....

—Es que... tengo otras en la cabeza —confesó Poirot—. Dígame, monsieur
le Docteur
, supongamos por un momento que la misma lady Astwell hubiera cometido el crimen, ¿se descubriría necesariamente en estado de trance?

El doctor silbó entre dientes.

—Conque vamos a parar a eso, ¿eh? —murmuró—. Usted sospecha de lady Astwell. Sí, naturalmente, es posible que sea criminal a pesar de no haber caído en ello hasta ahora. Es la última persona que estuvo al lado de sir Ruben... y ya nadie volvió a verle con vida. Respecto de su pregunta me inclino a responder, no. Si lady Astwell entrase en trance hipnótico firmemente resuelta a no declarar la parte que tomó en el crimen, respondería con toda sinceridad a sus preguntas, pero guardaría silencio acerca de este último punto. Tampoco demostraría tanta insistencia en afirmar la culpabilidad de mister Trefusis.

—Comprendido —dijo Poirot—. Pero no he dicho que sea culpable lady Astwell. Se trata de una idea, eso es todo.

—Este caso es uno de los más interesantes que he conocido —dijo minutos después el médico—. Ya que aun dando por hecho que sea mister Leverson inocente, existen muchos presuntos culpables: Humphrey Naylor, lady Astwell, incluso Lily Murgrave.

—Y otro que no menciona: Víctor Astwell —concluyó tranquilamente Poirot—. Según dice, estuvo sentado en su habitación, con la puerta abierta, en espera de que mister Leverson regresase. Pero, ¿podemos fiarnos de su palabra?

—¿Víctor Astwell? ¿Se refiere al individuo ese que tiene mal genio?

—Precisamente.

El médico se puso en pie.

—Bien, me vuelvo a la ciudad —dijo—. Ya me comunicará el giro que toman las cosas.

En cuanto se marchó el médico, Poirot tocó el timbre. Llamaba a su servidor.

—Una taza de tisana, Jorge. Tengo los nervios destrozados.

—Sí, señor. En seguida.

Diez minutos después volvió con una taza humeante en la mano. Poirot aspiró con placer el humo que se desprendía de ella y mientras se tomaba la tisana dijo en voz alta:

—Las leyes de caza son las mismas aquí que en el mundo entero. Para coger al zorro los cazadores montan a caballo y echan los perros. Se corre, se grita, es cuestión de velocidad. Para cazar el ciervo (lo sé por mi amigo Hastings, pues yo no lo he cazado jamás) se emplea distinto sistema. Hay que arrastrarse sobre el estómago por espacio de largas horas. Mi buen Jorge, aquí hay que emplear un procedimiento parecido al del gato doméstico. Éste se sitúa por espacio de largas horas aburridas ante la madriguera del ratón y le acecha, sin verificar el menor movimiento, sin dar síntomas de impaciencia y al propio tiempo sin renunciar a su propósito.

Poirot suspiró y dejó la taza en el plato.

—Te encargué que me trajeras lo necesario para varios días. Mañana, mi buen Jorge, marcharás a Londres y me traerás lo necesario para dos semanas.

—Bien, señor —repuso Jorge sin revelar la más leve sorpresa.

* * *

Sin embargo, la continua permanencia de Hércules Poirot en
Mon Repos
originó inquietud en otras personas y Víctor Astwell habló del hecho con su hermana política.

—Todo está muy bien, Nancy, pero tú no sabes cómo son estos detectives. Éste vive aquí como el pez en el agua, es evidente y se dispone a pasar en la finca todo un mes a tu costa, desde luego, ya que le pagas a razón de dos guineas diarias.

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