Había revuelto un poco de fango, y antes de lo que cabía esperar. Hora de comer.
Cuando salí a la calle, el sol achicharrante había causado tanta humedad en el ambiente que casi era imposible respirar. No había nadie por allí. En el Circo Máximo, que se divisaba desde el otro extremo del Clivus, la irritante arena de la pista estaría tan caliente que se podrían freír huevos de codorniz en ella.
Estuve a punto de detenerme en la taberna de la esquina. Vi a un joven camarero fuera, con un trapo en el hombro, contando unas monedas que iba metiendo en una bolsa que llevaba en la cintura. Se dio la vuelta y se me quedó mirando; de pronto, perdí el interés. Estábamos demasiado cerca del escenario del crimen y era probable que me preguntase sobre el asesinato.
En vez de eso, me fui a casa para comerme una ensalada con Helena.
Para cuando acabé de subir a la cima del Aventino, estaba sin aliento. Una vez que llegué a la plaza de la Fuente, hubiera descansado y me hubiera refrescado en la lavandería de Lenia, pero no había nadie por allí. Estaba tan agotado que ni siquiera investigué en el patio trasero. Por otra parte, sólo el hecho de pensar en las tinas llenas de agua caliente para lavar me hacía sentir peor. En vez de eso, seguí arrastrando los pies por la escalera de madera hasta mi propia casa. Menos mal que en esos momentos vivía en un primer piso y no en el sexto. Sin embargo, ese cambio había sido un error. En el sexto piso disfrutábamos de cierta protección contra las amenazas.
Oí voces. Una en particular, masculina, de tenor, que no conseguí reconocer. Resoplando, abrí la puerta interior y entré en la habitación principal. Helena estaba allí con mi hermana Maya. La pequeña Julia se encontraba de pie al lado de Maya, comiéndose un higo de manera descuidada. Helena y Maya me miraron las dos a la vez, ambas sin abrir la boca y listas para homenajearme con un castigo por lo que habían sufrido.
El visitante las estaba obsequiando con alguna anécdota. No era la primera, eso seguro.
Era un hombre grande, con el pelo rubio peinado hacia atrás, una túnica suelta fruncida de manera informal, pantorrillas robustas y unos pies grandes y nudosos. Lo reconocí de un modo impreciso; debía de haber asistido a mi recital. Imaginé que era un escritor. Y peor aún: se creía un anecdotista.
Vi que Helena levantaba la barbilla.
—¡El retorno del dueño de la casa… Marco! Este es Pacuvio —interrumpió ella, estropeando sin piedad una historia a la que el narrador nunca hubiera puesto fin de manera voluntaria. Me di cuenta de que era material de hacía bastantes años, rico en detalles desarrollados aunque también un poco apolillado. A Maya y a Helena les debió de parecer interminable después de horas de un monólogo previo. Sonreí a Helena de una manera que esperaba pareciera especial. No me devolvió la sonrisa.
—Didio Falco —me presenté con voz suave. Maya frunció el ceño, convencida de que yo era incapaz de sacarles a ese pelmazo de encima—. Te esperaba en casa de Crísipo, Pacuvio.
—¡Vaya! ¡Qué idiota! —Se dio una palmada en la cabeza de una manera que se suponía cómica—. Este esclavo tonto nunca da un paso certero. —Dio un traspié y se levantó del taburete con torpeza. Quería que pareciera una grosería por mi parte si yo insistía en que se fuera. Pasé por delante de él con indiferencia y vertí agua de una jarra en un vaso que vacié garganta abajo.
En ese punto Helena se sintió obligada a relajar la atmósfera.
—Pacuvio es un autor satírico, conocido como
Scrutator
.
Sonrió con timidez. De momento, yo era inmune al encanto de Pacuvio.
—Como ya te habrás dado cuenta, estaba entreteniendo a las señoras con mi caudal de ingenio, Falco. —¿Ah sí? Tampoco me gustaban los hombres que se creían demasiado ocurrentes. Tanto Helena como Maya eran quisquillosas respecto a la manera en que se las entretenía. En cuanto se hubiera ido, me imaginé que empezarían a diseccionarlo. Ambas podían ser muy crueles. Ya tenía ganas de oírlo.
—¿Y cual es el veredicto, querida? —le pregunté directamente a Helena. No tenía ninguna duda de que, en mi ausencia, se habría dirigido a ese hombre con autoridad; quizás a él le pareciera increíble cuánto respetaba yo el criterio de esa mujer. A mí me parecía uno de esos solteros desaliñados que fingen flirtear, pero que nunca dejarían que la distancia entre ellos y una mujer de verdad fuera menor que la de un estadio.
Helena habría preguntado lo más apropiado, aunque lo habría hecho con astucia, como si conversara tratando de ser agradable. Dio su informe en voz baja, en un tono demasiado seco para que fuera neutral.
—A Pacuvio lo llamaron ayer para hablar sobre el progreso de sus últimas series de versos; había creado una nueva; Crísipo se puso contentísimo; no se pelearon; Pacuvio se marchó de la casa poco después.
—¿Vio a alguno de los otros autores? —Podía habérselo preguntado a él. Se moría por contestar.
—Él dice que no —respondió Helena. Buena expresión. Era sólo una nimia insinuación de que se reservaba la opinión sobre la veracidad de lo que había dicho ese fanfarrón extravagante.
Le sonreí. Me sonrió como si estuviera harta.
Me incliné y cogí a la niña para ofrecerle un saludo paternal; Julia decidió que no quería que la utilizaran como un accesorio en esta comedia y empezó a berrear.
—Bueno, eso suena bien —le dije con firmeza a Pacuvio en medio del jaleo.
El hombre se dirigió a la puerta con un revoloteo.
—Sí, sí. Estoy encantado de que sea satisfactorio. Te dejaré con tu armonía hogareña. —No pudo resistirse a perturbar una vez más mi domesticidad y volvió para plantificar unos cuantos besos exagerados en las manos de las mujeres (ambas se aseguraron bien de tener los brazos extendidos y ya preparados, no fuera que intentara besarlas en alguna otra parte más próxima). Observé sin decir nada. Si hubiera intentado algo más, lo hubiera echado literalmente escaleras abajo. Imaginé que Maya y Helena, en el fondo, estaban deseando verlo.
—Si encuentro algún punto débil en tu historia querré hablar contigo otra vez. Si se te ocurre de alguien que tuviera un motivo para matar a Crísipo, vienes y me lo dices. Si eres tú quien tiene un motivo, te sugiero que lo reconozcas ahora, porque lo descubriré. Mi lugar de trabajo es la biblioteca de latín de Crísipo.
Hizo una reverencia, como para subsanar su intromisión, y salió a toda prisa. Si se suponía que tenía que sentirme como un ordinario por mi hostilidad, no fue así.
Julia se calmó.
—¡Vaya un asqueroso! —gritó Maya. El todavía podía estar cerca y oírlo. Salí fuera para echar un vistazo. Bajaba por la plaza de la Fuente a grandes zancadas, un hombre grandote que caminaba demasiado deprisa y que al pasar hacía que se agitaran los toldos. Quizá percibía que se le ocurrían algunos versos ingeniosos y se estaba apresurando para escribirlos antes de que se le olvidaran. Era lo bastante corpulento como para dominar y matar a Crísipo. Sin embargo, lo catalogué de inútil.
—Nos vamos a encontrar con una sátira, os aviso —dije, al tiempo que entraba otra vez—. He visto lo que escribe.
Scrutator
es un relamido. A algunos les gusta escribir parodias de los ricos. Disfruta tomándoles el pelo a las ascendentes clases bajas que creen tener alguna trascendencia social. Los informantes siempre han sido un buen material, y aquí está la hija de un senador que se escapó para vivir en las alcantarillas junto con una viuda muy bonita a cuyo marido, ella asegura, se lo comió un león. ¡Por todos los dioses! Si no os tuviera tanto miedo a vosotras dos, la escribiría yo mismo.
Helena se dejó caer en un banco.
—Pensé que no se iba a callar nunca.
—Y Maya también. Me di cuenta nada más entrar.
—No tiene ni idea —se sumó Maya; y añadió con su habitual estilo comedido—: ese monstruo masculino, egoísta y egocéntrico.
—No hables así delante de la niña —le recriminé. Saqué la tablilla de notas en la que Paso había redactado los detalles de los que visitaron a Crísipo.
—Es curioso cómo estos escritores vienen a verme todos en el mismo orden con el que aparecen en mi lista. Una coreografía cuidada. Quizá necesiten un editor para sugerir un realismo más natural. —A Helena, cuya determinación yo ya conocía bien a esas alturas, le dije—: ¿Has captado algo en ese pelmazo que yo deba saber?
—Ése es tu trabajo —bromeó.
Me encogí de hombros.
—No creo que hayas desaprovechado una oportunidad.
Como ambas estaban exhaustas, le endosé la niña a Maya y fui a buscar los cuencos de comida.
—La tabla de picar está debajo de la manta de Julia —me dijo Helena amablemente. La encontré, y la lechuga que tenía que cortar detrás de una maceta de perejil que estaba creciendo. Mientras me disponía a preparar la comida, con una competencia que no impresionaba a nadie, mi compañera en la vida se despertó lo suficiente como para contarme lo que había conseguido sacar del escritor satírico. Maya contribuía con fragmentos, al tiempo que intentaba sacarle a Julia las semillas de higo que tenía por encima.
—Creo que te ahorraré la historia de su vida, Marco —decidió Helena.
—Eres muy cortés.
—Lleva años componiendo, es un escritorzuelo que cuenta con unos lectores fieles, gente que probablemente vuelve a sus obras sólo porque han oído hablar de él. Sí que tiene un cierto estilo ordinario e ingenio. Es perspicaz con los matices sociales, experto en la parodia y rápido con los comentarios hirientes.
—Sabe cómo hacer que se divulgue el escándalo —dijo Maya con un gruñido—. Todos sus relatos estaban atiborrados de cosas que la gente hubiera preferido silenciar. —Eso podía ser una fuente de antipatía.
—¿Sabes cómo se llevaba con Crísipo?
—Bueno… —Helena fue mordaz—. Su opinión era que el famoso
Scrutator
era un miembro fundador del círculo de escritores, cuya obstinada lealtad y brillantez habían permitido que Crísipo sobreviviera en el círculo literario.
—O para decirlo de manera sucinta,
Scrutator
es un inútil de mierda —dijo Maya.
Helena eligió un enfoque reflexivo.
—Él afirma que Crísipo estaba encantado con los nuevos poemas que le había dado ayer, pero tengo mis dudas. ¿Podría ser que en realidad Crísipo lo considerara un funesto y acabado hombre del pasado que quería sacarse de encima? Ahora el patrono está muerto, ¿Quién sabe? ¿Pudo conseguir Pacuvio que le publicaran un trabajo que de otra forma hubiera sido rechazado?
—¿Habría matado para conseguir que le publicaran? —murmuré, al tiempo que rascaba un poco de sal de un bloque.
—¿Nunca se callará el tiempo necesario? —preguntó Maya.
—Si en verdad tiene un mercado sólido, debe de querer el scriptorium para continuar negociando como siempre, sin ningún trastorno comercial causado por la muerte del propietario.
—¿Es un efecto para causar sensación? —preguntó Helena—. ¿Incrementaría las ventas un asesinato?
—No lo sé, pero supongo que sólo es temporal. —Yo tenía otras prioridades—. ¿Dónde está ese queso de cabra tan bien curado?
—Cayo Baebio se lo comió ayer.
—¡Por Júpiter, cómo detesto a ese glotón! ¿Ese orador te echó algún discurso interno sobre los demás implicados?
—Según él, son todos unos bobos tortolitos —dijo Helena con sorna.
—Ella no se lo cree. Ya ha conocido a otros escritores —soltó Maya con una risita—. Bueno, te conoce a ti, Marco.
—¿Y qué? ¿No había un poco de vinagre? ¿Ni la maldad de un espíritu mezquino con sus compañeros?
—Se refirió a todos ellos con algo más que amabilidad. No había suficiente envidia, ni suficiente cólera. —Los ojos brillantes de Helena echaron el cebo—. Pero…
—¡Dilo ya!
—¿Qué descubriste tú?
Le seguiría el juego. Le ofrecí una exquisitez.
—El historiador tiene una gran deuda con el banco Aurelio.
—¿Eso es todo? —interrumpió mi hermana con un gorjeo.
—Creo que también querían deshacerse de él. Vespasiano quiere que se dé su versión de la historia. Se deshonra a cualquiera que haya estado por ahí durante los reinados de los anteriores emperadores. Crísipo bien podía pensar que buscaría a alguien más aceptable desde el punto de vista político para el nuevo régimen. De otra forma, sería una pérdida de tiempo intentar promocionar la mercancía.
—¿Algo más? —me acribilló Helena.
—El soñador que está creando la nueva república es el que se sorbe la nariz. Tardará en llegar una sociedad ideal debido a sus ataques.
—Qué contrariedad. ¿Quién es ése?
—Turio.
—¡Ah! —A Helena se le iluminó la cara de excitación—. Turio tiene un punto en su contra; a
Scrutator
le ha encantado contárnoslo. Turio se negó a incluir en su trabajo una referencia que halagara a Crísipo. Éste le dijo que si estaba preparado para aceptar el dinero, tenía que responder de manera apropiada.
—¿Hacerle la pelota al mecenas? —dije con una sonrisa.
—Mencionar lo generosísimo que era —respondió Helena con su estilo austero—. Nombrar a Crísipo con tanta frecuencia que el público aprendiera a respetarlo sólo por ser tan popular, dar a entender que Crísipo era un hombre de un gusto excelente y nobles intenciones, y el próximo romano que movería el mundo.
—Y también, afirmar que celebraba unas cenas estupendas —añadió Maya.
—¿Y el tonto de Turio prefirió no decir esas cosas?
Helena contestó con deleite.
—Según Pacuvio (que puede ser que mienta para dar un efecto más teatral, por supuesto), Turio todavía fue mucho más contundente. Proclamó en público que Crísipo era un zorro mujeriego que hubiera sido capaz de rechazar los manuscritos de Homero porque un ciego sería un incordio en las lecturas públicas y necesitaría un costoso amanuense para que le tomara el dictado.
—¡Una contienda! ¡Me encanta! —me reí a carcajadas.
Los ojos de Helena, castaños y brillantes, buscaron los míos, disfrutando con el deleite que me proporcionaba su historia.
—Luego (y todavía según Pacuvio, que parecía bastante entusiasmado con todo esto) Turio expresó su furia diciendo que Crísipo estaba tan falto de discernimiento crítico que hubiera insistido en que Helena de Troya fuera constantemente desnuda en la
Ilíada
; hubiera censurado el amor entre Aquiles y Patroclo por si los ediles lo mandaban al exilio por enardecer la inmoralidad; y en la
Odisea
hubiera requerido que se cortara la conmovedora escena de la muerte del pobre perro de Odiseo por ser simple relleno.