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Authors: Frederick Forsyth

Odessa (15 page)

BOOK: Odessa
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Figuraban en plantilla ochenta detectives y cincuenta abogados investigadores. Los primeros eran todos jóvenes, de menos de treinta y cinco años, lo cual aseguraba que ninguno había intervenido personalmente en los hechos que se investigaban. Los abogados eran de más edad, pero podía ponerse el veto a cualquiera de ellos que se sospechara tuviese interés personal en los acontecimientos anteriores a 1945.

Los letrados procedían, en su mayor parte, de bufetes particulares, a los que un día regresarían. Los detectives sabían que su carrera terminaba allí. Ningún departamento de Policía de Alemania admitía a detectives que hubieran trabajado en Ludwigsburg. Para los detectives que se dedicaban a perseguir a los SS en la Alemania Occidental quedaba descartada toda posibilidad de ascenso en cualquier otro departamento de Policía del país.

Los hombres de la Comisión Z estaban acostumbrados a que en más de la mitad de los Estados alemanes se hiciera caso omiso de sus peticiones de ayuda, a que los expedientes desaparecieran misteriosamente, y a que la presa, oportunamente prevenida, se les escapara en el último momento; pero seguían trabajando como buenamente podían en una empresa que —¡bien lo sabían ellos!— no era del agrado de la mayoría de sus compatriotas.

Los vecinos de la risueña Ludwigsburg, molestos por la notoriedad que la presencia de la Comisión Z daba a su ciudad, hacían el vacío a todos los empleados de ésta.

Peter Miller se presentó en la sede de la Comisión, situada en la Schorndorfer Strasse número 58, una antigua casa particular rodeada por una tapia de dos metros de altura. Cerraba el paso una gruesa puerta de hierro. Miller descubrió a un lado de la puerta una campanilla con una cadena, y llamó. Se abrió una mirilla y un hombre asomó el rostro. El portero.

—¿Qué desea?

—¿Podría hablar con uno de los abogados investigadores? —preguntó Miller.

—¿Con cuál de ellos?

—No sé sus nombres. Con cualquiera. Aquí tiene mi tarjeta.

Miller metió su carnet de Prensa por la mirilla, obligando al portero a cogerlo. Por lo menos aquello entraría en el edificio. El hombre cerró y se fue. Al poco rato volvió y abrió la puerta. Miller subió los cinco peldaños de piedra que conducían a la puerta principal, cerrada al aire claro y frío del invierno. En el interior, la atmósfera estaba templada por la calefacción. De una garita de cristal, situada a la derecha, salió otro portero, que lo condujo a una pequeña sala de espera.

—En seguida lo recibirán —dijo, y se fue, cerrando la puerta tras él.

El hombre que entró en la salita tres minutos después aparentaba unos cincuenta y cinco años y tenia modales suaves y afables. Devolvió a Miller su carnet de Prensa y le preguntó:

—¿En qué puedo servirle?

Miller empezó por el principio, le contó brevemente lo de Tauber, el Diario y sus indagaciones respecto a lo ocurrido con Eduard Roschmann. El abogado lo escuchaba atentamente.

—Es fascinante —dijo al fin.

—El caso es éste: ¿pueden ustedes ayudarme?

—¡Ojalá pudiéramos! —dijo el hombre. Por primera vez desde que, semanas atrás, había empezado a hacer preguntas acerca del paradero de Roschmann, Miller creyó haber encontrado a un funcionario que realmente deseaba ayudarle—. Pero aunque yo esté convencido de que sus motivos son desinteresados, tengo las manos atadas por las normas que rigen nuestra organización, las cuales debemos respetar para subsistir. Y, según estas normas, no podemos dar información sobre un criminal de la SS a nadie que no esté autorizado por determinados centros oficiales.

—En otras palabras: que no puede decirme nada, ¿no es cierto?

—Por favor, comprenda usted —dijo el abogado—. Esta oficina está bajo constante ataque. No es que se nos combata abiertamente; a eso nadie se atrevería; pero es una hostilidad encubierta, de pasillos. Se nos recorta el presupuesto, se nos regatean los poderes y no se nos otorga la menor libertad en la aplicación de las normas. Personalmente, a mi me encantaría atraerme el apoyo de la Prensa; pero lo tenemos prohibido.

—Entiendo —dijo Miller—. ¿Disponen ustedes de algún archivo de recortes de periódico?

—No.

—¿Hay en Alemania algún archivo público?

—No. Los únicos archivos de recortes de Prensa que existen en el país son los de las revistas y periódicos. El más completo es el de
Der
Spiegel,
seguido del de
Komet
.

—Si un ciudadano quiere enterarse de la marcha que sigue la investigación de los crímenes de guerra, o busca datos de criminales de la SS reclamados por la justicia, ¿adónde puede dirigirse?

El abogado se sentía incómodo.

—Siento decirle que el ciudadano no puede hacer eso.

—Muy bien. ¿Dónde están los ficheros de la SS?

—Nosotros tenemos uno aquí, en el sótano —dijo el abogado—. Está compuesto por fotocopias. El fichero original de la SS fue capturado en mil novecientos cuarenta y cinco por una unidad norteamericana. A última hora, un pequeño grupo de hombres de la SS permaneció en el castillo de Baviera, donde se guardaban los archivos, y trató de quemarlos. Cuando los americanos los detuvieron, habían destruido ya un diez por ciento. El resto estaba todo revuelto. Los americanos, ayudados por algunos alemanes, tardaron dos años en ordenarlo.

»Durante aquellos dos años, algunos de los peores SS, tras haber permanecido una temporada bajo custodia de los aliados, consiguieron escapar. El fichero de la SS, una vez ordenado, se quedó en Berlín, a disposición de los americanos. Y a ellos tenemos que acudir cuando necesitamos algún dato. Hay que reconocer, eso sí, que se portan admirablemente. De su voluntad para colaborar no podemos quejarnos.

—¿Y eso es todo? ¿Sólo dos archivos en todo el país?

—Eso es todo —dijo el abogado—. Repito: me gustaría poder ayudarle. A propósito, si consigue usted algo acerca de Roschmann, estaríamos encantados de que nos informara.

Miller reflexionó.

—Lo que yo pueda encontrar sólo podrían utilizarlo ustedes, o la oficina del fiscal general de Hamburgo, ¿no es así?

—Así es.

—Y seguramente ustedes actuarían con más diligencia que los de Hamburgo —observó Miller llanamente.

El abogado miró al techo.

—Aquí no se arrincona nada de lo que se recibe que tenga algún valor.

—Tomo nota —dijo Miller, poniéndose en pie—. Una cosa más, entre nosotros: ¿todavía buscan a Roschmann?

—Entre nosotros: todavía y con ganas.

—Si lo cogen, ¿habrá dificultad en condenarlo?

—Ninguna. La acusación es sólida. Trabajos forzados a perpetuidad, sin posible escapatoria.

—Deme su número de teléfono —dijo Miller.

El abogado se lo anotó en un papel.

—Aquí tiene mi nombre y dos números de teléfono: el de mi domicilio y el de la oficina. Puede usted llamarme a cualquier hora del día o de la noche. Si consigue algo nuevo, llámeme desde cualquier cabina, por línea directa. Sé a quién hay que acudir en la Policía de cada Estado para que el asunto se mueva, y a quién hay que eludir. De modo que, antes de nada, comuníquese conmigo; ¿de acuerdo?

Miller guardó el papel.

—No lo olvidaré.

—Buena suerte —le dijo el abogado.

De Stuttgart a Berlín hay un buen trecho, y en recorrerlo invirtió Miller casi todo el día siguiente. Afortunadamente, el tiempo era claro y seco, y el «Jaguar», perfectamente ajustado, se tragaba los kilómetros en rápida carrera hacia el Norte. Atrás quedó Frankfurt, extendida sobre la llanura como una gran alfombra, y Kassel, y Gotinga. Al llegar a Hanover, torció hacia la derecha por el enlace de la autopista E4 con la E8.

En el puesto fronterizo de Marienborn estuvo parado una hora, mientras cumplimentaba las inevitables declaraciones de divisas y la solicitud de visados para recorrer los 180 kilómetros de territorio de la Alemania Oriental que le separaban de Berlín Oeste. Entretanto, los aduaneros del uniforme azul y la Policía popular, con su guerrera verde, registraban el «Jaguar» de arriba abajo. El aduanero parecía dividido entre la helada cortesía que el funcionario de la República Democrática Alemana reserva al súbdito de la revanchista Alemania Occidental y el juvenil afán de curiosear un coche deportivo.

Treinta kilómetros más allá de la línea divisoria, el gran puente de la autopista cruza el Elba por el punto en el que, en 1945, los ingleses, para cumplir escrupulosamente los acuerdos de Yalta, detuvieron su avance sobre Berlín. Magdeburgo se desparrama a la derecha, y Miller se preguntó si aún existiría la vieja prisión. Sufrió otra demora al entrar en Berlín Oeste. Allí volvieron a registrarle el coche, le vaciaron el maletín de mano en la mesa de la Aduana y le hicieron abrir el billetero, para ver si por el camino había regalado todos sus marcos occidentales a los habitantes del paraíso del trabajador. Por fin le dejaron pasar, y el «Jaguar» salió zumbando hacia la cinta resplandeciente de la Kurfurstendamm, cuajada de adornos navideños. Era la noche del 17 de diciembre.

Miller decidió no presentarse en el Centro Norteamericano de Documentación sin contar con una recomendación, a fin de que no le ocurriera lo mismo que en su visita a la Oficina del fiscal general de Hamburgo y a la Comisión Z de Ludwigsburg. Se había demostrado que, en Alemania, sin un apoyo oficial, no podía uno acercarse a los archivos nazis.

A la mañana siguiente llamó por teléfono a Karl Brandt desde la central de Correos. Brandt le escuchó estupefacto.

—Imposible —le respondió—. En Berlín no conozco a nadie.

—Piénsalo bien. A alguien habrás conocido durante los cursillos y que ahora esté en la Policía de Berlín Occidental y pueda recomendarme al Centro Norteamericano de Documentación.

—Ya te dije que no quería mezclarme en eso.

—Lo siento, pero ya estás mezclado. —Miller esperó unos segundos y descargó su golpe de efecto: —Si no puedo llegar a esos archivos oficialmente, me cuelo por las buenas y les digo que me envías tú.

—Tú no harías eso —dijo Brandt.

—Lo haría, puedes estar seguro. Estoy harto de evasivas. De modo que busca a alguien que me recomiende. No temas: al cabo de una hora de echar un vistazo a ese archivo, nadie se acordará de mi.

—Tengo que pensarlo —dijo Brandt, para ganar tiempo.

—Te doy una hora. Luego volveré a llamarte.

Colgó el teléfono. Una hora después, Brandt estaba tan furioso como antes, y asustado. Deseaba fervientemente haberse guardado el Diario.

—En la academia de detectives conocí a un hombre que ahora está en la Brigada Uno de la Policía de Berlín Occidental. Se ocupa en esos asuntos.

—¿Cómo se llama?

—Schiller, Volkmar Schiller. Es detective inspector.

—Me pondré al habla con él —dijo Miller.

—No; deja que le hable yo. Hoy mismo le llamaré. Luego puedes ir a verle. Si no quiere recomendarte, no será culpa mía. En Berlín no conozco a nadie más.

Dos horas después, Miller volvía a llamar a Brandt. Este parecía aliviado.

—Está con permiso —le dijo—. Le toca estar de servicio en Navidad y tiene permiso hasta el lunes.

—¡Pero si hoy es miércoles…! —exclamó Miller—. Me quedan cuatro días muertos.

—No hay nada que hacer. Estará de vuelta el lunes por la mañana. Entonces lo llamaré.

Miller pasó cuatro días de aburrimiento, dando vueltas por Berlín Oeste, mientras esperaba que Schiller terminara su permiso. En aquellas vísperas de la Navidad de 1963, todo Berlín estaba pendiente de los pases que las autoridades del sector oriental iban a expedir por primera vez desde que, en el verano de 1961, levantaran el Muro, a fin de que los habitantes de la zona occidental pudieran visitar a sus parientes del otro lado. Las negociaciones entre las autoridades de uno y otro sector habían acaparado los titulares de los periódicos durante días y días. Miller dedicó una jornada de aquel fin de semana a visitar la parte este de la ciudad, en la que penetró por el control de la Heine Strasse —en su calidad de ciudadano de la Alemania Federal no necesitaba más requisito que el pasaporte—. Fue a ver a un conocido, el corresponsal de la «Agencia Reuter» en Berlín Oriental, al que encontró atareadísimo con motivo del asunto de los pases, por lo que, después de tomar una taza de café en su compañía, Miller se despidió y regresó al sector occidental.

El lunes por la mañana fue a ver al detective inspector Volkmar Schiller. Comprobó, satisfecho, que el hombre, más o menos de su misma edad, parecía enemigo del papeleo, característica excepcional en un funcionario alemán. «Seguramente no irá muy lejos», pensó Miller; mas esto no era asunto de su incumbencia. Brevemente, le expuso el objeto de su visita.

—No hay inconveniente —dijo Schiller—. Los americanos son muy serviciales con nosotros, los de la Brigada Uno. Desde que Willy Brandt nos encomendó la investigación de los crímenes de guerra nazis, vamos por allí casi a diario.

Subieron al «Jaguar» de Miller y se dirigieron a las afueras de la ciudad, hacia los bosques y los lagos. Se detuvieron en la orilla de uno de los lagos, en el barrio de Zehlendorg, Berlín 37, frente al número uno de Wasser Kafig Stieg.

Era un edificio muy largo, de una sola planta, rodeado de árboles.

—¿Es aquí? —preguntó Miller con extrañeza.

—Aquí —respondió Schiller—. No parece gran cosa, ¿verdad? Lo cierto es que bajo tierra hay ocho plantas. Ahí se guardan los archivos en cámaras incombustibles.

Entraron por la puerta principal y se encontraron en una pequeña sala de espera, con la consabida garita del conserje a la derecha. El detective se acercó y mostró su placa. El empleado le entregó un formulario, y los dos hombres se sentaron ante una mesa y lo cumplimentaron. El detective, después de escribir su nombre y rango, preguntó:

—¿Cómo me ha dicho que se llama el sujeto?

—Roschmann —respondió Miller—. Eduard Roschmann.

El detective anotó el nombre y devolvió el formulario al funcionario de la entrada.

—Tardan unos diez minutos —dijo a Miller. Entraron en una sala mayor, amueblada con hileras de mesas y sillas. Al cabo de un cuarto de hora, entró otro empleado que les dejó, encima de la mesa, una carpeta de unos dos o tres centímetros de espesor, en cuya tapa se leía: «Roschmann, Eduard.»

Volkmar Schiller se levantó.

—Si no me necesita, me marcho —dijo—. Volveré por mis propios medios. Después de una semana de permiso, no conviene ausentarse durante mucho tiempo. Si le interesa alguna fotocopia, puede pedírsela al empleado.

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