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Authors: Frederick Forsyth

Odessa (12 page)

BOOK: Odessa
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Aquel miércoles por la tarde, cerró el Diario de Salomón Tauber, después de leer el prólogo, se recostó en su sillón y miró al joven reportero, sentado frente a él.

—Bueno, el resto puedo imaginarlo. ¿Qué quiere usted?

—Me parece que es un gran documento —dijo Miller—. En todo el Diario se habla de un hombre llamado Eduard Roschmann, capitán de la SS, que fue comandante del ghetto de Riga mientras éste existió. Asesinó a ochenta mil hombres, mujeres y niños. Creo que está vivo y que reside aquí, en Alemania Occidental. Quiero encontrarlo.

—¿Cómo sabe que está vivo?

Miller se lo explicó sucintamente. Hoffmann frunció los labios.

—Es una prueba muy endeble

—Cierto. Pero creo que valdría la pena investigar. Con mucho menos, he conseguido buenas historias.

Hoffmann sonrió al recordar la maestría con que Miller sacaba a relucir los trapos sucios del sistema. El estaba encantado de publicar aquellos reportajes, una vez debidamente comprobados. Hacían subir vertiginosamente la circulación.

—Pero ése, ¿cómo ha dicho que se llama? ¿Roschmann?, ya estará en la lista de reclamados. Y si la Policía no ha podido encontrarlo, ¿qué le hace suponer que usted va a dar con él?

—¿Lo busca realmente la Policía? —preguntó Miller.

Hoffmann se encogió de hombros.

—Supongo que sí. Para eso les pagamos.

—No estaría de más ayudarles un poco, ¿no cree? Sólo averiguar si realmente vive todavía, si llegaron a cogerlo, y, en este caso, qué ha sido de él.

—¿Y qué quiere usted de mí? —preguntó Hoffmann.

—El encargo de intentarlo. Si no consigo nada, lo dejo.

Hoffmann hizo girar su sillón, situándose de cara al ventanal que miraba hacia los muelles, kilómetros y kilómetros de grúas y atracaderos situados veinte pisos más abajo y a un kilómetro de distancia.

—Eso se aparta un poco de su especialidad, Miller. ¿Por qué ese repentino interés?

Miller pensó con rapidez. Tratar de vender la idea era siempre lo más difícil. El reportero independiente tiene que vender su historia, o el proyecto de la historia, al editor. Este es el primer paso. El público entra en juego mucho después.

—Es una historia con mucho interés humano. Si
Komet
encontrara a ese hombre, después de que la Policía del país ha fracasado, sería un triunfo. Estas cosas interesan.

Hoffmann miró el horizonte que se recortaba sobre el cielo de diciembre, y lentamente movió la cabeza en signo de negación.

—Se equivoca. Por eso no le daré el encargo. Estas cosas no interesan.

—Pero, Herr Hoffmann, éste es un caso aparte. Las personas que mató Roschmann no eran polacos ni rusos. Eran alemanes, judíos alemanes, sí, pero alemanes. ¿Por qué no había de interesar?

Hoffmann se volvió nuevamente hacia él, apoyó los codos en la mesa, y el mentón, en los nudillos.

—Miller, usted es un buen periodista. Me gusta su manera de llevar las cosas; tiene estilo. Y es buen sabueso. Yo podría con tratar a veinte, a cincuenta o a cien hombres sólo con coger el teléfono, y todos harán lo que les mande y escribirán los reportajes que yo les encargue. Pero ninguno es capaz de descubrir por sí mismo una historia. Y usted sí. Por eso le doy tanto trabajo, y seguiré dándoselo. Pero no este trabajo.

—¿Y por qué no? Es una buena historia.

—Escuche, es usted muy joven. Deje que le explique algo sobre el periodismo. El periodismo es, en un cincuenta por ciento, escribir buenas historias y, en otro cincuenta por ciento, venderlas. Usted puede hacer lo primero; pero yo hago lo segundo. Por eso yo estoy aquí, y usted, ahí. A usted le parece que todo el mundo va a querer leer esa historia, porque las víctimas de Riga eran judíos alemanes. Pues bien: yo le aseguro que precisamente por eso nadie va a querer leerla. Y mientras no haya una ley que obligue a la gente a comprar revistas y a leer lo que es bueno para ella, la gente seguirá leyendo lo que quiere leer. Y eso es lo que yo le doy. Lo que quiere leer.

—¿Y por qué no ha de querer leer lo de Roschmann?

—¿Todavía no lo comprende? Yo se lo explicaré. Antes de la guerra, en Alemania todo el mundo conocía a algún judío. Lo cierto es que, antes de que Hitler la tomara con ellos, en Alemania no se odiaba a los judíos. Este era el país de Europa que mejor los había tratado siempre. Mejor que Francia, mejor que España, e infinitamente mejor que Polonia y Rusia, donde los pogroms eran horrendos.

»Luego vino Hitler, y empezó a decir a la gente que los judíos tenían la culpa de la primera guerra, del paro, de la pobreza y de todo lo malo. La gente no sabía qué pensar. Casi todo el mundo conocía a un judío que era una excelente persona o, simplemente, un sujeto inofensivo. La gente tenía amigos judíos, buenos amigos; jefes judíos, buenos jefes; empleados judíos, buenos trabajadores. Obedecían la ley y no hacían daño a nadie. Y ahora Hitler venia con que ellos tenían la culpa de todo.

»Por eso, cuando llegaban los camiones y se los llevaban, la gente no hacía nada por impedirlo. Se mantenía al margen, sin abrir la boca. Incluso algunos empezaron a creer al que más gritaba. Porque la gente es así, y especialmente los alemanes. Somos un pueblo obediente. Esa es nuestra mayor fuerza y nuestra mayor debilidad. Ello nos permite realizar un milagro económico mientras los ingleses van a la huelga, y nos permite también seguir a un hombre como Hitler hasta la fosa común.

»Durante muchos años, nadie ha preguntado qué les pasó a los judíos alemanes. Sencillamente, desaparecieron. Bastante triste es tener que leer en las crónicas de los procesos por crímenes de guerra lo que les ocurrió a los desconocidos y anónimos judíos de Varsovia, Lublin o Bialystok, a los judíos polacos y rusos. Y ahora pretende usted explicar, con pelos y señales, lo que les ocurrió a sus vecinos de al lado. ¿Lo ha entendido ya? Estos judíos —golpeó el Diario— eran conocidos, eran gente a la que saludaban por la calle, gente en cuyas tiendas compraban ellos, gente a la que se llevaban ante sus propias barbas, para que su Herr Roschmann se ocupara de ella. ¿Y cree que eso ha de gustar a sus lectores? No podía escoger una historia menos de su gusto.

Cuando terminó de hablar, Hans Hoffmann, se recostó en el sillón, escogió del humector un fino «panatella» y lo encendió con un «Dupont» de oro. Miller iba digiriendo lo que no había podido descubrir solo.

—Eso debe de ser lo que quiso decir mi madre —dijo al fin. —Probablemente —murmuró Hoffmann.

—Pero yo sigo deseando dar con ese asesino.

—Déjele, Miller. Renuncie. Nadie se lo agradecerá.

—¿Verdad que la reacción del público no es el único motivo? Hay más, ¿no?

Hoffmann lo miró fijamente a través del humo del cigarro.

—Si —dijo escuetamente.

—¿Todavía les tiene miedo? —preguntó Miller.

—No. Simplemente, no quiero problemas. Eso es todo.

—¿Qué clase de problemas?

—¿Ha oído usted hablar de un tal Hans Habe?

—¿El novelista? Si, ¿qué le pasa?

—Antes dirigía una revista en Múnich. Allá por el año mil novecientos cincuenta y dos o cincuenta y tres. Una buena revista, y él era un reportero estupendo, como usted.
Eco de la Semana
se llamaba. Odiaba a los nazis y publicó una serie de reportajes sobre antiguos miembros de la SS que vivían tranquilamente en Múnich.

—¿Y qué le ocurrió?

—A él, nada. Un día recibió más correo que de costumbre. La mitad de las cartas eran de sus anunciantes, comunicándole que le retiraban sus encargos. Otra era del Banco, rogándole que fuera a verles. Cuando se presentó allí le dijeron que se le retiraba el crédito. Antes de una semana, tuvo que cerrar la revista. Ahora escribe novelas, muy buenas por cierto; pero ya no dirige una revista.

—¿Y qué hemos de hacer los demás? ¿Seguir corriendo espantados?

Hoffmann se quitó, con brusquedad, el cigarro de la boca.

—No tengo por qué aguantarle eso, Miller —dijo con mirada dura—. Yo odiaba a esos asesinos antes, y sigo odiándolos ahora. Pero conozco a mis lectores. Y ellos no quieren saber nada de Eduard Roschmann.

—Está bien. Perdóneme. De todos modos, pienso buscarlo.

—Si no le conociera, Miller, creería que hay algo personal en todo eso. No permita nunca que el periodismo le afecte personalmente. Es malo para el reportaje y para el reportero. ¿Y cómo piensa financiarlo?

—Tengo unos ahorros.

Miller se levantó para marcharse.

—Buena suerte —dijo Hoffmann, poniéndose en pie y saliendo de detrás del escritorio—. ¿Sabe qué voy a hacer? El día en que Roschmann sea arrestado por la Policía de Alemania Occidental, yo le encargaré a usted el reportaje. Eso sería algo de actualidad, algo de dominio público. Y aunque luego decida no imprimirlo, se lo pagaré de mi bolsillo. Eso es todo lo que puedo hacer. Pero mientras ande usted buscando por ahí, no quiero que se sirva del nombre de mi revista.

Miller asintió.

—Volveré —dijo.

Capítulo V

Aquel miércoles por la mañana, se reunían también, sin protocolo, los jefes de las cinco ramas del Servicio de Inteligencia israelí, para su coloquio semanal.

En la mayor parte de países, es legendaria la rivalidad existente entre los distintos departamentos de inteligencia. En Rusia, la KGB detesta a la GRU; en los Estados Unidos, el FBI no colabora con la CIA. El Servicio de Seguridad británico considera a la Sección Especial de Scotland Yard como una colección de polizontes patosos, y en el SDECE francés hay tanto granuja, que los expertos se preguntan si el Servicio de Inteligencia francés es una organización del Gobierno o del hampa.

Pero Israel tiene suerte. Una vez a la semana, los jefes de las cinco ramas se reúnen en amistoso cónclave, sin roces de ninguna clase. Esta es una de las ventajas de ser una nación rodeada de enemigos. En estas reuniones se toma café y bebidas suaves, los asistentes se tutean, el ambiente es sereno, y se despacha más trabajo del que podría hacerse con un torrente de memorándums.

Y a esta reunión se dirigía, en la mañana del 4 de diciembre, el director del Mossad, jefe de los cinco servicios conjuntos de la Inteligencia israelí, general Meir Amit. A través de las ventanillas de su largo y negro automóvil, conducido por un chófer, se veía a la blanca Tel Aviv extendida bajo la luz de una mañana radiante. Pero el humor del general no estaba a tono con ella. El hombre se sentía preocupadísimo.

La causa de su preocupación era un informe que había recibido aquella madrugada. Un nuevo dato que incluir en el gran expediente que guardaba en sus archivos, un expediente vital; el de los cohetes de Helwan, en el que se archivaría el aludido despacho, recibido de uno de sus agentes en El Cairo.

El automóvil dio la vuelta a la plaza Zina y tomó la dirección de la zona suburbana del norte de la capital. Al mirar el rostro impasible de este general de cuarenta y dos años, nadie hubiera podido sospechar su inquietud. Bien arrellanado en su asiento, repasaba mentalmente la larga historia de aquellos cohetes que se fabricaban al norte de El Cairo, los cuales habían costado la vida a varios hombres, y a su predecesor, el general Isser Harel, el cargo…

En 1961, mucho antes de que los dos cohetes de Nasser fueran paseados por las calles de El Cairo, el Mossad de Israel se había enterado ya de su existencia. Desde el momento en que se recibió el primer despacho de Egipto, los israelíes mantenían a la «Fábrica 333» bajo constante vigilancia.

En Israel se estaba al corriente del reclutamiento de cerebros alemanes —realizado por los egipcios, gracias a los buenos oficios de ODESSA— para emprender la fabricación de los cohetes de Helwan. Por aquel entonces, el asunto era ya muy grave; pero en la primavera de 1962, se agravó mucho más.

En mayo de aquel año, Heinz Krug, el agente alemán encargado de los reclutamientos, se trasladó a Viena para ponerse al habla con el físico austríaco, doctor Otto Yoklek. En lugar de dejarse convencer, el profesor austríaco informó a los israelíes. Su información electrizó a Tel Aviv. El doctor Yoklek dijo al agente del Mossad, durante su visita, que los egipcios pensaban armar sus cohetes con cabezas nucleares cargadas de desperdicios nucleares radiactivos y cultivos de peste bubónica.

La noticia era tan importante, que el director del Mossad, el general Isser Harel —el hombre que escoltó, tras su captura, a Adolf Eichmann de Buenos Aires a Tel Aviv—, voló a Viena para hablar personalmente con el profesor Yoklek. Se convenció de que el profesor estaba en lo cierto, convencimiento corroborado por la noticia de que el Gobierno de El Cairo había comprado, a través de una Compañía de Zúrich, una cantidad de cobalto radiactivo equivalente a veinticinco veces más de sus posibles necesidades médicas.

A su regreso de Viena, Isser Harel celebró una entrevista con el primer ministro, David Ben Gurion, al que pidió que le permitiera iniciar una campaña de represalias contra los científicos alemanes que trabajaban para Egipto o que estaban a punto de hacerlo. El anciano «premier» estaba en un dilema. Por su lado, se daba cuenta del terrible peligro que para su pueblo representaban los nuevos cohetes con sus devastadoras cabezas nucleares; por otro, tenía muy presente el valor de los tanques y cañones alemanes que debía recibir de un momento a otro. Cualquier acto de represalia desarrollado por los israelíes en las calles de Alemania podía ser suficiente para convencer al canciller Adenauer de que escuchara al bando de su ministro de Asuntos Exteriores y revocara el convenio sobre armamentos.

En el seno del Gabinete de Tel Aviv estaba produciéndose una escisión similar a la que, respecto a la venta de armas, existía en Bonn. Isser Harel y la ministro de Asuntos Exteriores, Golda Meir, pedían mano dura para los científicos alemanes; Shimon Peres y el Ejército temblaban ante la idea de perder sus preciosos tanques alemanes. Ben Gurion estaba dividido entre unos y otros,

El Primer Ministro se decidió al fin por una fórmula de compromiso: autorizó a Harel a desarrollar una campaña solapada y discreta, para disuadir a los científicos alemanes del propósito de trasladarse a El Cairo y ayudar a Nasser a fabricar sus cohetes. Pero Harel, llevado de su odio hacia Alemania y todo lo alemán, se pasó de la raya.

El 11 de septiembre de 1962, desapareció Heinz Krug. La noche anterior había cenado con el doctor Kleinwachter, especialista en propulsión de cohetes, al que estaba tratando de ganarse, y un egipcio no identificado. En la mañana del 11, el coche de Krug fue hallado abandonado cerca de su casa, en un suburbio de Múnich. Su esposa declaró inmediatamente que Heinz había sido secuestrado por agentes israelíes, pero 13 Policía no encontró rastro de Krug ni de sus posibles secuestradores. En realidad, Krug fue raptado por un grupo capitaneado por un misterioso personaje llamado León, y su cadáver, arrojado al lago Starnberg, atado con una gruesa cadena para que permaneciera en el fondo.

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