Mientras abría la revista por el medio, jugué con la idea de un benefactor secreto que se empeñaba en que me llegara aquello.
Pese a la oscuridad reinante, pude ver que el póster coleccionable era esta vez una deslumbrante fotografía del firmamento con una frase enigmática inscrita en el centro:
¡NO CIERRAN NUNCA!
Al leer este mensaje sobre el fondo estrellado, me estremecí sin saber por qué, como si el inconsciente hubiera comprendido algo esencial que aún no había emergido a la razón.
Me interrogué sobre qué querría decir. Tal vez se refería a que las estrellas siempre están encendidas, indiferentes a las calamidades del mundo. Incluso cuando no las vemos continúan allí, guiando a los navegantes.
También los sueños son como estrellas que se encienden en nuestro horizonte. Aunque los perdamos de vista, siguen brillando en algún lugar recóndito de nuestro ser. ¿Será eso la esperanza?
Sorprendido por mis propias conclusiones, levanté la cabeza hacia el cielo y casi sentí vértigo. Había miles de estrellas visibles, algunas resplandecientes como candilejas, otras tímidas y vacilantes como flores en la niebla cósmica.
Inspiré profundamente y sentí que aquella explosión de luz lejana penetraba en mi interior hasta colmarlo. Casi sin darme cuenta repetí: «No cierran nunca.»
Cuando todo se vacía de sentido para uno, sólo hay dos alternativas: aniquilarte o aniquilar el mundo que te ha rodeado hasta entonces, dinamitar tu viejo hogar para salir en busca de uno nuevo.
Por pueril que pudiera parecer, las canciones habían sido la chispa definitiva para operar un cambio que ahora me parecía apremiante.
Como en el cuento de Ingeborg Bachmann, los rayos del sol de la verdad me habían herido pero, superado el desmayo inicial, tenía la impresión de salir de la cama por primera vez en mi vida.
Hasta cumplir los treinta años todo había sido demasiado fácil para mí. Había llegado la hora de complicarse un poco la vida, aunque no lo hubiera decidido yo. La vida nos elige para ciertas pruebas sin que sepamos por qué.
Mientras los pasajeros acababan de llenar el avión con destino a París, mantuve la última conversación telefónica con la coordinadora de IMAGO/27, recién ascendida a jefa de proyectos. Había delegado en ella la toma de decisiones en mi ausencia.
—Bastará con que me mandes por mail de vez en cuando un informe de los trabajos en curso —le dije a modo de conclusión, cuando ya se cerraban las compuertas de la aeronave.
Cuando la azafata inició su letanía sobre qué hacer en caso de emergencia —como si uno pudiera salvarse cuando cae un avión—, examiné el correo que había recogido en el estudio antes de tomar un taxi. Entre el papeleo bancario encontré un sobre con mi nombre escrito a pluma. Era la letra limpia e inconfundible de Desirée.
Estuve dudando entre abrirlo o reservar la lectura para mi llegada a París. Finalmente hice lo primero, ya que Desirée encarnaba lo que dejaba atrás: una vida falsa que no quería llevar á cuestas en la aventura que estaba a punto de empezar, por infantil que ésta fuera.
Rasgué el sobre y extraje del interior la impresión de un correo electrónico que, por algún motivo, ella no se había decidido a mandarme. Quizá porque hay ciertas cosas, como una carta de despido, que deben entregarse en un sobre de papel.
El avión comenzó a rodar pesadamente por la pista mientras me disponía a leer las últimas palabras —supuse— de alguien que, en un tiempo de mi vida, lo había sido todo para mí.
Hotel Saint GermainQuerido Daniel:
Sé que te he hecho vivir un infierno los últimos días y lo lamento profundamente. He estado tentada de llamarte muchas veces, pero mi sentimiento de culpa y la desorientación en la que me encontraba me lo impidieron.
Ahora que estoy un poco más serena puedo darte algunas explicaciones. Como debes ya de suponer, estoy con Bosco. No busques razones especiales porque no las hay: simplemente nos hemos enamorado. Sé que te costará entenderlo. Tampoco yo lo entendía cuando todo empezó. El amor es misterioso y tiene sus propias leyes, lejos de nuestra lógica humana.
No ha sido hasta hoy que he empezado a ver en perspectiva lo que ha fallado entre nosotros. Creo que ha sido un problema de evoluciones. Hemos crecido en direcciones distintas, incluso a ritmos distintos.
Siempre me has visto como la canción de Coltrane: una chica sentimental. En tu corazón he permanecido en el mismo café donde nos conocimos. Por eso no has visto venir la crisis. Pero la vida cambia, ¿sabes?, y las personas cambian con ella.
Tú, en cambio, aunque te disfraces de ser racional, continúas siendo un soñador en eterno
revival
adolescente. Te resistes a hacerte mayor ¿quizá porque te da miedo? Puede que Bosco no tenga tu inteligencia, pero sabe lo que quiere en la vida. Y eso le ayudará a salir adelante.Nosotros teníamos fecha de boda, una casa, dinero, pero faltaba algo: un proyecto compartido. En el fondo yo sabía que lo hacías todo por mí, para satisfacerme, porque tu cabeza siempre ha estado en las nubes. Sólo querías mantener a tu lado a la Desirée que escuchaba el silencio de la nieve. Pero la nieve se ha derretido y la chica se ha marchado. Tenía otras cosas que hacer, como hacerse mayor.
Justamente porque me has idealizado no puede haber una verdadera comunicación entre nosotros. Por eso nuestro amor se ha vuelto cada vez más etéreo, casi fantasmal, diría. Hablamos desde lo que fuimos, no desde lo que somos. Y yo quiero un amor real.
Sé que suena muy duro todo lo que te estoy contando, pero ha llegado el momento de afrontar la realidad. A fin de cuentas, es donde vas a vivir el día que bajes de las alturas.
Sufro por el daño que te he hecho, pero me siento tranquila respecto a tu felicidad. Sé que encontrarás una mujer etérea y metafísica que se enamore de ti. No te quepa duda, Daniel: alguien te espera en algún lugar.
Hasta siempre,
DESIRÉE
Aterrizamos en la noche de París, y el taxi me llevó a través de la deprimente
banlieue
hacia el hotel reservado por mi agencia de viajes habitual. Sólo tres noches. Con eso bastaría para tomar contacto con la ciudad y, si tenía suerte, con Eva Winter. Luego ya se vería.
Tal vez porque la oscuridad altera nuestra percepción del tiempo, el trayecto entre el aeropuerto de Orly y el 6
o
distrito de París me pasó en un suspiro. El taxista era un joven de raza negra y ojos brillantes que amenizó la media hora de trayecto con una selección de temas de Radiohead. Tras la amenazadora «How to Disappear Completely», sonó una balada mística que no había escuchado antes. Si se trataba de un oráculo sobre lo que me esperaba, no era nada halagüeño:
Don 't get any big ideas
They're not gonna happen
You paint your smile
And fill the boles
There'll be something missing
Just when you found it
[1]
El alojamiento recomendado por la agencia, en el n.° 36 de la Rue Bonaparte, excedía claramente el propósito de mi viaje. El hotel Saint Germain des Prés resultó ser un palacete con salones tapizados en rojo, estatuas neoclásicas y pinturas de cacerías y escenas gentiles.
Acostumbrado al diseño zen de mi casa y del estudio, aquella explosión de barroquismo resultaba mareante.
Mientras me registraba en recepción, consulté en la tabla de precios lo que estaba pagando —hasta entonces no me había detenido a mirarlo—, 190 euros la noche. Un lujo excesivo para hacer el bohemio.
Como arquitecto amante del diseño nórdico, me horroricé nuevamente al descubrir en mi habitación un cubrecama con estampado de filigranas. Lo único razonable allí era que hubieran conservado las vigas de madera.
Puestos a representar el papel de burgués sin complejos, llamé al restaurante para pedir que me subieran un tentempié en la misma habitación. Mientras llegaba, saqué de mi cartera el ordenador portátil y comprobé que se conectaba al
wi-fi
sin problemas.
Faltaban 24 horas para el concierto, así que llevé a cabo la idea peregrina que había sopesado los últimos días: solicitar una entrevista con Eva Winter como presunto reportero de una revista musical. Después de entrar con dificultades en la web, que funcionaba con exasperante lentitud, cliqué sobre el link del mánager y le escribí en la ventanita del correo:
Estimado señor Didier Lorenzen:
Soy periodista de
33PM,
una nueva revista musical que empezará a publicarse en español el próximo enero. Actualmente me hallo en París realizando un reportaje sobre la nueva ola de folk alternativo. Dado que su representada, Eva Winter, actúa mañana en La Divette de Montmartre, me agradaría que me concediera una entrevista antes o después del espectáculo.Cordialmente,
Daniel p. H.
Había puesto las iniciales de mis apellidos después del nombre para evitar que un «busca» en el Google por parte del mánager revelara que yo no era periodista, sino arquitecto.
Una vez enviado el correo electrónico, dejé el portátil encendido sobre la cama y navegué por los canales de televisión. Entre tanto, un camarero me subió un sándwich de pavo braseado y una cerveza. Me detuve finalmente en un reportaje sobre los preparativos de Navidad en Palestina.
De camino al hotel había visto bastantes luces decorativas, pero no me había dado cuenta de que faltaba sólo una semana para Nochebuena. De repente, la idea de pasar esas fechas en Barcelona, solo y haciéndome mala sangre, me resultaba intolerable. En la otra orilla de la desesperación, una vez entrevistada Eva Winter —si el mánager atendía mi solicitud—, tendría poco o nada que hacer en la capital francesa.
Porque lo cierto era que a medida que pasaban las horas veía más absurdo mi plan. A los treinta años era patético acechar a una cantante haciéndome pasar por periodista. Por mucho que coincidiera mi vida con las letras del disco, eso no aseguraba que fuéramos almas gemelas. Tal vez sólo significaba que yo era un tipo absolutamente convencional, alguien que compartía experiencias con el grueso de la humanidad, incluida Eva Winter.
Saqué de la maleta el cede para contemplar una vez más a la mujer que me había llevado hasta allí. Volví a admirar sus cabellos levantados por el viento y releí el título del disco:
Ojalá estuvieras aquí.
—Ya he llegado —respondí en la habitación vacía, como si ella pudiera oírme.
Justo entonces escuché la campanita que anunciaba la entrada de un nuevo mensaje en mi Outlook.
Al llevar el portátil a mi regazo, comprobé que era la respuesta al correo que había mandado media hora antes. Con cierta excitación cliqué sobre el mensaje para leer lo que sigue:
Vete a la mierda, pervertido.
La luz grisácea de la mañana me encontró durmiendo a pierna suelta bajo aquella colcha detestable. Aunque no tenía más sueño, permanecí casi media hora hipnotizado por la claridad de un nuevo día, el cual desconocía por completo qué me depararía.
Entre los últimos retazos del sueño recordé el insulto recibido la noche anterior ante mi petición de entrevista. Más que ofendido, me resultaba inconcebible que alguien acostumbrado a tratar con periodistas mostrara esos modales. A no ser que fuera la propia Eva Winter quien había respondido desde el otro lado de la red.
En ese caso, aún lo entendía menos.
Ya en pie, lo primero que hice fue descorrer las cortinas para disfrutar de la vista. Descubrí, decepcionado, que mi habitación no daba a la Rue Bonaparte, sino a un patio formado por varios bloques de viviendas. Una de las ventanas correspondía a un despacho donde un hombre de unos cuarenta años se afanaba malhumorado sobre su ordenador.
Del patio llegaba el arrullo de una docena de palomas que picoteaban el suelo con nervio. Entendí que alguna viejecita sentimental acababa de arrojar por la ventana la ración matutina de pan seco.
Sintiéndome de repentino buen humor, me encaminé hacia la ducha para vivir mi primer día en París —hacía diez años que no visitaba la ciudad— lo más fresco posible.
La Rue Bonaparte era un lugar apacible aquel sábado por la mañana. Estrecha y tapizada de adoquines, sólo estaba habitada por unos niños que corrían tras un balón que rebotaba irregularmente contra el suelo.
Sin prisa por llegar a ningún lugar, me detuve en el escaparate de una tienda donde se exhibían artículos de todo pelaje —ropa antigua, tapizados, brújulas, grandes bolas de cristal— antes de entrar en la placita donde se yergue la iglesia de Saint Germain des Prés. Es la única superviviente de la antigua abadía que había sido pasto de las llamas a finales del siglo XVIII y que ahora daba nombre al barrio.
Estuve apenas un minuto ante aquella mole de piedra blanca coronada por un pináculo negro, como una bruja con su gorro. Se suponía que un arquitecto debería interesarse por un edificio histórico como aquél: la iglesia más antigua de París. Sin embargo, me sentía súbitamente desapegado de la arquitectura, como si mis estudios y mi profesión se hubieran quedado en Barcelona junto con mi antigua vida.
Tras echar un último vistazo a aquella torre cubierta de hiedra, salí de la plaza. Al pasar junto a un busto dedicado a Apollinaire, recordé que muy cerca de allí estaban los dos cafés que habían frecuentado Sartre y Simone de Beauvoir durante el apogeo del existencialismo. Uno de ellos era Les Deux Magots, que me pareció demasiado concurrido, así que preferí entrar en su rival de la época: el Café de Flore. Este pretencioso local del Boulevard Saint-Germain conservaba la decoración interior art déco, con sus espejos gastados y los asientos rojos.
Mientras esperaba a que un camarero me trajera un café, vi cómo una joven turista deslizaba una jarrita para la leche vacía en su bolso.
Sorprendido ante aquel hurto de poca monta, me dije que la chica debía de ser una mitómana del existencialismo, ya que toda la vajilla de allí llevaba grabado el nombre del café en su vieja tipografía. Sin embargo, al pagar más de cinco euros por el café cambié de opinión. Aquello era sólo una pequeña venganza.
Estaba entretenido con estas suposiciones, cuando la mujer que ocupaba la mesa a mi izquierda se dirigió a mí directamente en castellano.