—He hecho un descubrimiento… —anuncié sentándome a su lado en el sofá—, y también algún milagro.
—No sabía que fueras un santo.
—Yo tampoco, aunque mi único mérito ha sido estar en el lugar oportuno en el momento justo.
—¡Qué misterios! —exclamó abrazándose las rodillas—. Vamos, no te andes más por las ramas y cuenta.
Aquélla era mi oportunidad de pillarla desprevenida, así que le pedí:
—Sólo si antes respondes con sinceridad a una pregunta que voy a hacerte.
—Prometido —declaró, levantando la mano solemnemente—. ¿Qué necesitas saber?
—Quiero que me hables del jardín secreto.
—¿El jardín secreto ? —repitió—. No entiendo. ¿Es… una metáfora o algo así?
—Eso mismo quisiera saber yo —dije impaciente—. Has prometido ser sincera, así que no me digas ahora que no sabes nada.
Para reforzar estas palabras saqué de mi bolsillo el llavero y dejé que el medallón de plata girara.
—¿Pretendes hipnotizarme? —repuso asombrada.
—No, sólo quiero que me digas la verdad.
—Si supiera de qué me estás hablando, podría decírtela.
Por el tono dolido supe que estaba a punto de enfadarse. Cambiando de estrategia, fui a buscar el libro ámbar y lo dejé en su regazo junto con el medallón del llavero.
Eva miró primero ambas cosas con perplejidad, como si no viera qué relación había entre ellas. Luego giró el medallón distraídamente y exclamó:
—¡Lo has limpiado! Antes estaba negro.
—Sí, y fíjate en lo que pone.
Tras leer la inscripción cerca de la lámpara, comentó:
—Es una frase curiosa… No sabía que estuviera en el llavero. ¿Qué quiere decir?
—Tampoco te lo sé explicar —dije armándome de paciencia—. Pero es del mismo libro que te acabo de dar: una novela que me encontré «casualmente» en la mesa de un café.
—¿Y qué tiene eso de raro? —repuso lanzándome un par de círculos de humo a la cara—. La vida está hecha de casualidades.
Dándome por vencido, acepté que lo más probable era qué Eva no tuviera nada que ver con el libro ámbar, ni con los mensajitos y paseos invisibles de Mary. Pero de todos modos quería saber cómo había llegado aquel llavero a sus manos.
Su respuesta no hizo más que abrir un enigma en el laberinto en el que me había metido.
—No es mío. Me lo encontré una mañana, al salir, delante de la puerta.
—Eso me interesa mucho —dije muy serio—. ¿Estaba justo al otro lado de la puerta?
—Sí, sobre la alfombrilla. Yo creo que simplemente se le cayó a algún vecino que subía o bajaba. Como no iba con ninguna llave y tiene ese grabado tan bonito, decidí quedármelo. ¿Crees que tiene valor?
Aquella pregunta me acabó de convencer de que Eva no formaba parte —al menos de manera directa— de los extraños juegos de la Mary del jardín secreto.
—Y, ahora, cuéntame el milagro —concluyó.
El profesor de canto había aceptado reunirse con nosotros aquella misma noche. Supuse que necesitaba el dinero que había prometido pagarle por adelantado.
Antes de llamarlo, había explicado a Eva lo sucedido con la mexicana y su inclusión en el programa del Olympia. Tras cubrirme de besos hasta dejarme sin aliento, empezó a saltar delante de la ventana, como si quisiera que los vecinos celebraran la noticia con ella.
Cuando se hubo calmado, se metió en su habitación y empezó a vestirse apresuradamente sin cerrar la puerta. Yo me senté en una silla de espaldas a la pared para seguir hablando. Me sentía de algún modo responsable de su felicidad, lo que me llevó a decirle:
—Tengo un plan de vuelo para ti.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Antes de ser periodista musical, en otra vida fui arquitecto. Pero no tenía una tarea artística: mi misión era ayudar a cumplir los sueños de los demás. De algún modo, siento que debo hacer lo mismo contigo.
—¿Y tus sueños? —preguntó desde la habitación.
—No tengo, que yo sepa. O, si los tengo, a lo mejor no me atrevo a confesármelos, quién sabe.
Eva Winter salió finalmente vestida con botines, unos pantalones de cuero y un ajustado jersey de lana azul que realzaba su busto.
—Vamos a conocer al profesor de canto, no al mánager del Olympia —dije al verla tan imponente.
—Para mí es lo mismo: una cosa lleva a la otra. ¿Sabes que actuar en el Olympia fue siempre el sueño de mi vida? ¡Tengo que contenerme para no ponerme a gritar ahora mismo!
—Guarda las fuerzas para el día 5. Tenemos mucho que hacer de aquí a entonces. También habrá que decidir qué temas te conviene cantar. Sólo son dos canciones, tres si el público pide un bis. Por lo tanto, hay que meter toda la carne en el asador.
La cita nocturna con el profesor me había despistado de algo esencial: ahora que Eva había regresado a su apartamento, ya no había lugar para mí, a no ser que quisiera monopolizar su sofá una noche tras otra. Como había tomado la precaución de hacer mi maleta, decidí llevármela para buscarme un hotel después de la clase.
—¿Adónde vas con eso? —preguntó Eva, que se había enfundado un largo abrigo de color morado.
—Regreso al hotel. Ahora que he arreglado mis asuntos, ya no tengo que hacer de polizón.
—Pero ¿qué tonterías dices? Te necesito cerca para supervisar el plan de vuelo.
La casa del profesor de canto era un dúplex bastante caótico. En la planta baja estaba la vivienda, que compartía con un corso que tenía dos perros sabuesos de fuerte olor. En aquel momento los tres miraban un concurso televisivo sentados en un sofá lleno de desgarrones.
El profesor nos condujo hasta el piso superior, donde había una pequeña habitación insonorizada con suelo de corcho.
—Podéis llamarme Michi —se presentó—. El verano que llegué a París no tenía dinero para ropa y llevaba siempre una camiseta donde ponía «Michigan», de ahí el apodo.
Por el habla dulce supuse que era chileno o tal vez uruguayo. Tendría unos cincuenta años, aunque sus facciones eran muy suaves.
Fiel a mi papel de mecenas, le entregué un sobre con 210 euros. Cubrían seis clases a partir del día siguiente: entre el 31 de diciembre y el 5 de enero, el mismo día del concierto. Michi se había comprometido a trabajar con Eva una hora diaria, también los festivos. Por la hora intempestiva —eran ya casi las diez—, yo había supuesto que aquel encuentro era un mero protocolo para fijar horas de ensayo y todo eso, pero el profesor insistió en dar la primera clase inmediatamente para que conociéramos su método.
—La primera siempre es gratis —dijo guiñándome el ojo—. Es sólo para ver cuál es nuestro punto de partida. El Olympia no es moco de pavo, así que quiero averiguar el grado de catástrofe para ver qué podemos hacer.
—Por favor, Michi, no seas negativo —protestó Eva—. Lo que yo necesito es que me des ánimos para el festival, y que me enseñes algunos trucos para cantar mejor.
—¿Trucos? —repitió él con las manos en jarras—. ¿Crees que con cuatro consejos ya se puede subir a un escenario? Lo primero que debes aprender, chiquilla, es que la voz es un instrumento tanto o más difícil que un oboe o un piano. ¿Verdad que nadie aprende a tocar el piano en seis días? Pues con lo de cantar sucede lo mismo. ¡Años! Eso es lo que lleva aprender a cantar bien.
—Estamos de acuerdo contigo, Michi —intervine—, pero no olvides que lo que tenemos de aquí al festival son seis días, no seis años. ¿Te ves capaz de hacer algo?
—Algo sí —dijo acariciándose la papada—. Pero no mucho más.
Acto seguido ordenó a Eva que se sacara los botines y se tumbara de espaldas sobre el corcho. Luego le dijo:
—Desabróchate un par de botones de esos pantalones imposibles que llevas. Necesito saber si dominas la respiración abdominal. Y mañana quiero que vengas con ropas más anchas, ¿de acuerdo?
Como una niña que juega a algo divertido, Eva hizo lo que el profesor le pedía y se levantó un poco el jersey para que el vientre, blanco y terso, quedara a la vista.
—Lección número uno —explicó Michi—. Para que la voz tenga fuerza, en lugar de respirar únicamente por los pulmones y levantar las clavículas, la barriga debe subir y bajar. Es lo que se llama respiración abdominal. A ver cómo lo haces… Dicho esto se agachó a su lado y puso su mano plana sobre el vientre de Eva, como un médico que ausculta a su paciente.
—Esto no se mueve —dictaminó—. ¡Vamos, llena esa barriguita de aire! No, así no… Estás respirando a trompicones. Hazlo más suave. ¿Por qué te has parado?
Cuando Eva hubo comprendido qué era la respiración abdominal, el siguiente ejercicio consistió en plantar bien los pies en el suelo para que «el instrumento» tuviera estabilidad.
—Pero ¿cuándo voy a empezar a cantar? —preguntó Eva, impaciente.
—Cuando hayas aprendido a apoyar la voz. Se trata de que la musculatura del vientre actúe como un muelle que conecta con el suelo. ¿Te imaginas lo difícil que sería tocar el violín sin apoyarlo en el hombro? Pues, nuevamente, con la voz sucede lo mismo.
Una hora después, tras demostrar a una desesperada Eva que se encontraba en los párvulos del arte vocal, le dio cita para el día siguiente a primera hora de la tarde.
—Espera, no te vayas aún. Te voy a poner deberes. Por las mañanas vas a hacer sirenitas para calentar la voz.
—¡Sirenitas! —exclamó Eva—. ¿Qué es eso?
—Es un ejercicio que se hace en lo alto de las cuerdas vocales, sin apoyar la voz. Se llama así porque recuerda al sonido de una ambulancia. Presta atención.
A continuación, Michi liberó un gorgorito largo y ondulante capaz de poner los nervios de punta a cualquiera. Eva me miró asustada. Más que ganas de reír, de repente le había entrado el miedo escénico.
Empezaba a sospechar que el remedio iba a ser peor que la enfermedad. En lugar de reforzar la seguridad de Eva, la clase con Michi había hundido su autoestima.
—Creo que será mejor que no participe en el festival —dijo ella con lágrimas en los ojos.
Nos habíamos sentado eh un banco helado para que fumara un cigarrillo. Esperábamos mesa en un
bistrot
cerca de la mezquita de París, en Saint Michel.
—Bobadas —respondí—. La técnica vocal que enseña Michi es indispensable para tenores y sopranos, pero la mayoría de cantantes del mundo mundial no tienen ni idea de lo que es apoyar la voz o hacer sirenitas.
—¿De verdad lo crees? —dijo secándose los ojos con el dedo índice.
—Claro que sí. ¿Tiene buena voz Bob Dylan? ¡En absoluto! Es chillona y monótona, pero la aguantamos y puede que incluso nos guste porque es él. Al final la gente aprecia sólo lo auténtico. Por eso es importante que te lo creas —dije reproduciendo el discurso de BadGuy—. Has de entrar en tu personaje: ahí es donde te sentirás segura.
Eva sostenía el cigarrillo con la mano enfundada en un guante de lana con un dedo de cada color. Tenía la mirada fija en los adoquines, así que no estaba seguro de que me estuviera escuchando. En un último intento por animarla decidí exponerle un ejemplo que había oído a un famoso conferenciante en Barcelona.
—¿Sabías que antes de 1968 se consideraba totalmente imposible que un corredor hiciera los cien metros lisos en menos de diez segundos?
Tal vez porque no encontraba la relación con lo que estábamos hablando, Eva levantó la cabeza y me miró interrogativamente. Yo estaba dispuesto a soltarle el rollo hasta el final:
—Desde que se empezó a cronometrar oficialmente en los primeros juegos olímpicos, a finales del siglo XIX, la marca andaba sobre los doce segundos. Como mucho, algún corredor había logrado rebajarla en un par de décimas. Gracias a los avances en los entrenamientos y en la alimentación, en 1921 un tal Paddock logró el increíble récord de 10,4 segundos, que no sería superado en toda la década. Hubo que esperar a los juegos de Berlín, en 1936, para que un negro llamado Jesse Owens bajara el registro a 10,2, humillando a la plana mayor del comité nazi. Pero la barrera de los diez segundos continuaba infranqueable. Nadie creía que se pudiera reducir. De hecho, hasta 1968 un único atleta consiguió que el crono marcara diez segundos justos al cruzar la línea de meta. Pero ese año, Hiñes, otro estadounidense, logró lo impensable: corrió los cien metros lisos en 9,95 segundos. Y ¿sabes qué ocurrió?
Eva negó con la cabeza, desconcertada ante aquella lección de récords de atletismo.
—Pues que quince años después fue superada, y a partir de entonces cada vez más atletas bajan de los diez segundos. Lo que había requerido setenta años para lograrse ahora parecía estar al alcance de muchos, y ¿sabes por qué?
Antes de que ella intentara contestar, lancé yo mismo la conclusión:
—Porque sabían que podía hacerse. En el momento que alguien lo demostró, esa barrera psicológica cayó para el resto de los corredores. Ya lo decía Marco Aurelio: «Si algo está dentro de los poderes de la provincia del hombre, también está dentro de tus posibilidades.» Lo que quería decir el emperador romano es que, en el fondo, no eres tan diferente de Bob Dylan.
Tras mi improvisada sesión de
coaching,
Eva pareció relajarse, ayudada por una botella de Cotes du Rhône de carácter bastante peleón.
Terminados los platos, elegí la hora del postre para retomar una conversación que no había prosperado en mi primer intento, durante el trayecto de Lille a la capital, ni tampoco en nuestra cena bajo la torre de Montparnasse. Para interrogarla sobre las letras de sus canciones —el anzuelo que me había llevado a París—, decidí atacar por la tangente, refiriéndome de forma indirecta a un tema del disco.
—¿Has logrado ya visitar Islandia?
Eva bebió el último sorbo de vino antes de responder:
—No. ¿Por qué me lo preguntas? No tengo la menor intención de ir allí.
Mientras esperábamos la llegada de una segunda botella, repasé mentalmente la letra: «No has ido nunca a Islandia, pero has recorrido mil veces su litoral con el dedo, como si el mapa fuera una radiografía de tu corazón helado.»
Resultaba extraño que alguien que nunca se ha planteado viajar a Islandia hubiera escrito esa letra. No esperé a que el camarero descorchara la segunda botella para volver a la carga:
—¿Y la canción? Me refiero a «Islandia».
—Es sólo eso: una canción.
Como las veces anteriores, parecía molestarla que le preguntara por sus letras. Yo podía entender esa actitud en un artista al que le hubieran preguntado millones de veces lo mismo, pero me desconcertaba que aquella cantante solitaria y sin éxito no encontrara placer en hablar de sus canciones.