Aquello reactivó su entusiasmo, ya que me dio un palmetazo en el hombro y dijo:
—Eres un caballero a la antigua usanza, y eso me gusta. Es bueno para Eva que estés cerca. No sé si te explicó que a principios de este año tuvo algunos problemillas.
—No me ha dicho nada. ¿Qué clase de problemillas?
—Ya te los contará ella cuando te coja más confianza —dijo mientras arrancaba una porción de pizza cuatro estaciones—. Te aprecia mucho, ¿sabes?
—¿Quieres decir? Apenas nos conocemos.
—Me lo ha dicho ella misma.
Aquello me hizo sofocar como un adolescente, así que decidí desviar el tema hacia otro terreno:
—Bueno, a lo que vamos. Quiero que seas sincero: ¿crees que hay alguna fórmula para que Eva cante un par de canciones en el Olympia sin que se le eche el público encima?
BadGuy respondió a mi pregunta con una sonrisa enigmática. Acto seguido tomó una segunda porción de pizza y se la llevó al cuarto donde tenía la mesa de mezclas. Regresó con medio trozo menos y un cede de Cat Power que mostraba en la carátula a una chica agazapada en un frondoso jardín. Se titulaba
You Are Free.
Mientras miraba la caja pensando en el jardín secreto, el productor metió el cede en un reproductor y seleccionó la pista número 5.
El tema se iniciaba con un acorde de guitarra muy simple y un violín gimiente. Tras esta introducción, una voz femenina oscura y frágil empezó una balada que me erizó la piel. La letra tenía el surrealismo propio de muchas canciones de rock: hablaba de un hombre lobo que se interna en el bosque sin romper una sola rama y llora bajo el resplandor de la luna. Sin embargo, la voz etérea de la cantante se colaba, como una luz cenital, entre el follaje del alma.
Al terminar la canción, BadGuy apagó el reproductor y cruzó los brazos a la espera de mi comentario. Como no dije nada, declaró:
—¿Verdad que es una maravilla? Pues no es mejor cantante que Eva.
Yo tenía más en mente las dos actuaciones que había visto en París que el disco retocado en aquel estudio, así que la comparación no me pareció acertada y se lo hice saber. Él afirmó entonces:
—Lo único que diferencia a Cat Power, que en realidad se llama Chan Marshall, de una Eva Winter cualquiera es que se lo cree.
—¿Qué quieres decir con eso de «se lo cree»?
—Yo la he visto unas cuantas veces, y cuando Chan no está borracha o drogada, al subir al escenario logra encarnar un personaje propio. Porque hay que distinguir entre la persona y el personaje, como dicen los loqueros. ¿Entiendes lo que digo?
—No del todo.
—Te pondré un ejemplo. Si subes a un escenario como Chan Marshall, una pueblerina de Georgia, y te pones a hablar de hombres lobo, la vas a cagar. Nadie se va a tomar en serio a esa chica, ni siquiera ella misma. Antes debe encarnar un personaje. Como Cat Power, con su historial de caídas y resurrecciones, es posible cantar el drama del hombre lobo.
Acto seguido, me empezó a contar la vida y milagros de esa artista, como, por ejemplo, que en una de sus primeras actuaciones se dedicó a tocar una guitarra con sólo dos cuerdas mientras cantaba la palabra «No» durante quince minutos.
—Eso es echarle morro al asunto —comentó— y como la audiencia no se revolvió contra ella, la chica ganó confianza. Tras conocer el éxito, decidió abandonar la música para trabajar de
baby sitter
en un poblacho. Luego se fue a vivir a una granja de Carolina del Sur con su novio. No pensaba volver nunca más a los escenarios, pero una noche de insomnio escribió unas cuantas canciones que le llevarían a grabar otro disco.
—¿El del hombre lobo? —pregunté.
—No, ése vino justo después. Lo que te quiero decir con esta historia es que un artista debe ser fiel a su personaje, dejarse guiar por él.
—Algo así como el método Stanislavsky, en el que los actores se convierten en lo que interpretan y sienten y viven a través de su nueva identidad, ¿es eso?
—Es un modo de explicarlo —repuso mientras encendía un cigarrillo apenas terminada la pizza—. Eva no lo sabe, pero desafina porque tiene miedo cuando está en el escenario. Hay demasiada distancia entre ella y lo que canta. Un psicólogo, o mejor aún, un chamán, la ayudaría a entrar en su personaje. Pero unas clases de canto tampoco le irían mal.
Me gustó que BadGuy hubiera hablado por fin con practicidad. Aunque de confirmarse el evento tendríamos una semana escasa de margen, era algo con lo que empezar.
—Dejando de lado la música por unos instantes —concluyó el productor—, yo creo que te la puedes ganar.
—No entiendo. ¿A qué te refieres?
—¡A Eva, demonios! Si te lo curras, podría ser tu novia. Hazme caso: no suelo equivocarme en estas cosas.
—Parece que me la quieras endosar —dije molesto—. ¿Qué pasa? ¿Es que a ti no te gusta?
BadGuy meditó un par de segundos antes de contestar:
—Claro que sí, pero a mí me van los tíos.
Querido Dickon.
Eres mucho más listo de lo que me figuraba. Ayer estuviste muy cerca de la entrada al jardín. ¡Y sin que te guiara el petirrojo! Yo andaba muy cerca de ti y pude verte. Eres un mozo robusto y decidido. Pero un jardín así no acepta un nuevo inquilino a la primera, ¿sabes? Como las ardillas y las mariposas, necesita saber que puede confiar en ti para revelarte su secreto.
Vas por buen camino, Dickon, sigue así. Yo sigo esperándote en este paraíso. ¡Me siento muy sola rodeada de tantas maravillas que no puedo compartir!
Mañana miércoles habrá una nueva oportunidad en el cementerio de Pére-Lachaise. ¿Vendrás? ¡Hazlo por mí!
Un barco de cristal pasará a recogerte antes del mediodía.
Tuya amantísima,
Mary
Después de leer el mensaje, no sabía si enfadarme o echarme a reír. Probablemente su remitente fuera una chiflada que se divertía a mi costa, a no ser que hubiera algo esencial que se me estaba escapando.
Al caer la tarde, ya había decidido no contestar a ese mensaje ni acudir a más citas inútiles en París. Mary tendría que seguir agazapada en el jardín secreto en solitario.
La conversación que había mantenido con BadGuy me había dado, además, una línea de actuación para afrontar lo que nos venía encima. Llamé con el teléfono fijo de Eva al hotel de Cora Brenchat, que en aquel momento no estaba en su habitación. Sin embargo, pasada media hora me devolvió la llamada para confirmarme que Eva Winter entraba en el
show,
tal como me temía.
Mi siguiente paso fue buscar en el Google un profesor de canto que estuviera disponible en aquellas fechas para intentar salvar lo insalvable. Tras un poco de exploración, di con un listado de particulares. Entre ellos elegí a uno que tenía apellido español y marqué su número de móvil.
Una voz adormecida surgió al otro lado. Le expliqué en castellano y sin muchos prolegómenos el lío en el que íbamos a meternos a una semana vista. Tras remarcarme que era profesor de canto y no mago, le arranqué el compromiso de dar una clase diaria a Eva a partir de su llegada.
—¿Te parece bien treinta y cinco euros la hora? —me propuso—. Normalmente cobro veintisiete, pero no acostumbro dar clases en estas fechas.
—Hecho. La acompañaré en la primera clase para dejártelas pagadas.
—Perfecto. ¿Es tu hija?
Aquella pregunta me dejó algo chocado. Después de que Eva me librara de pasar la Navidad en la calle, tal vez sí que me estaba comportando como un padre.
—Es una amiga —respondí.
Solucionado esto, había previsto un rápido viaje al supermercado para llenar una nevera que ya estaba vacía a mi llegada. Eva regresaría al día siguiente y mi misión era que no se distrajera con nada que no fuera el festival.
Sin embargo, al introducir la llave en la cerradura sucedió algo casi mágico. Antes de girarla a la derecha, observé la medalla de plata que, con su cadenita, hacía de llavero. El grabado con la niña anticuada sobre la hierba recordaba lejanamente la portada del
You Are Free,
de Cat Power. Pero no era aquella imagen la que me había llamado la atención, sino una inscripción en inglés en el reverso de la medalla. No la había advertido hasta entonces porque la plata estaba ennegrecida y casi no se apreciaba.
La única parte legible, justamente el final de la inscripción, me resultó inquietante.
You're too curious
[5]
Confirmando que aquel mensaje era cierto, no pude resistir la tentación de saber qué ponía en el resto de la inscripción. Saqué la llave de la cerradura y me fui con el llavero a la cocina. Me había parecido ver en un armario unas toallitas para limpiar metales.
Vigilado atentamente por la gata
Michelle,
tras revolver un rato entre cacerolas oxidadas y cubiertos que llevaban años fuera de uso, encontré uno de esos sobres. Saqué de él una toallita de papel húmeda y froté con cuidado el reverso de la medalla. Lo que surgió bajo el negro fue como una aparición:
You can lose a friend in spring time easier
than any other season if you're too curious.
THE SECRET GARDEN
[6]
Aquel descubrimiento me tuvo paralizado un buen rato. De repente, las piezas del puzle existencial que estaba viviendo empezaban a encajar, aunque la imagen final resultaba más desconcertante que las piezas por separado.
Miré uno de los retratos de Eva Winter en el puente y le hablé como lo haría a un fantasma.
—¿Eres tú, Mary?
Luego me senté en la cama, aturdido. Puesto que el llavero era de Eva Winter, me resultaba imposible no conectar el viejo medallón de
El jardín secreto
con la aparición del libro ámbar en el café. Era una coincidencia que rebasaba los límites del azar.
La única explicación posible era que Eva lo hubiera dejado en la mesa del café aprovechando mi visita al baño. El camarero apático había asegurado no haber visto a nadie, pero quizás ella, en su rápida incursión, le había pedido silencio. Una chica guapa siempre lo tiene más fácil para hallar la complicidad de los hombres.
Aquella hipótesis presentaba, sin embargo, dos problemas de orden mayor.
En primer lugar, yo había desayunado en Le Chat Hurlant la mañana después del concierto en Montmartre. Aún no conocía personalmente a Eva Winter. Yo era sólo un espectador anónimo que había asistido al
show
y regresado después a su hotel. En ningún momento habíamos hablado ni me había dado a conocer, a excepción de la petición de entrevista que había mandado a BadGuy a mi llegada a París. Puesto que no reflejé mis señas en el mensaje, ni Eva ni él podían haberme localizado.
Por otro lado, puesto que ahora yo estaba viviendo en su casa, ¿qué sentido tenía que Eva jugara conmigo al gato y al ratón? Si ella era Mary, significaba que desde su retiro espiritual en el sur de Francia, si es que estaba allí, me seguía mandando correos electrónicos para tomarme el pelo.
Aquella explicación no me acababa de cuadrar, pero había que ceñirse a la evidencia: el llavero de
El jardín secreto,
comprado quizás en un anticuario, revelaba que debía de gustarle mucho esa novela que yo desconocía hasta mi llegada a París. Por lo tanto, costaba pensar que no estuviera ella detrás de la aparición del libro ámbar en el café, aunque faltaran veinticuatro horas para que nos conociéramos.
Todo aquello era muy extraño.
Incapaz de atar los cabos que no encajaban en aquel tapiz misterioso, opté por seguir mi vertiente más racional. Había tres posibles fuentes de información sobre la misteriosa niña del jardín, así que llamé desde el fijo al estudio de BadGuy para explorar la primera.
Pareció muy sorprendido de que lo reclamara por segunda vez aquel martes.
—¿Aún estás ahí? —pregunté a modo de saludo.
—¿A ti qué te parece? —respondió socarrón—. Debo de estarlo, puesto que he contestado al teléfono. ¿Qué quieres ahora?
—Tengo un profesor de canto para Eva. Espero que acepte las clases cuando llegue mañana a París.
—Las aceptará, no lo dudes. Y tu detalle le va a llegar al corazón. Vas por buen camino.
—De hecho, no es ése el motivo por el que te llamo. Tengo una pequeña consulta que hacerte.
—Vamos, dispara.
—Como debes de conocer a Eva hace tiempo, quisiera saber si te ha hablado alguna vez del jardín secreto.
—El jardín secreto… —repitió—. ¿Qué cono es eso? ¿Lo que tiene entre las piernas?
Acto seguido rio efusivamente de su propia ocurrencia.
—No, Didier, me refiero a un libro que se titula así —expliqué pacientemente—. Una novela infantil publicada en 1910. Eva me dio un llavero que tiene un grabado muy bonito de Mary, la niña protagonista.
Por el silencio que siguió, advertí que BadGuy no entendía nada.
—¿Una niña en un llavero? No tengo ni puta idea de lo que me estás hablando. ¿Por qué no se lo preguntas a tu amiga cuando vuelva?
—Tienes razón —repuse avergonzado—. Perdona que te haga perder el tiempo con mis tonterías.
Tras colgar el teléfono decidí explorar en persona la segunda línea de investigación: el café donde el libro ámbar había aparecido como preludio de aquel enigma.
Sobre la persiana metálica de Le Chat Hurlant había un decepcionante cartel que rezaba:
CERRADO POR VACACIONES
VOLVEMOS EL 8 DE ENERO
Descartada esta fuente de información —aunque habría tenido que sobornar al camarero para hacerle hablar—, sólo quedaba ir a la librería de la que supuestamente procedía aquel volumen. De acuerdo con el punto de lectura que había encontrado en el libro, se trataba de Shakespeare & Co., el mítico establecimiento de la Rue Bûcherie, justo al lado de la catedral de Notre-Dame.
Mientras viajaba en metro hacia la estación Saint Michel, me dije que conocía mucho menos a Eva Winter de lo que creía. No sólo había un enorme desfase entre la calidad de la grabación y su directo, sino que tampoco me encajaba con aquel juego sofisticado. Era extraño que alguien incapaz de encarnar su propio personaje sobre el escenario se hubiera metido en el corazón de la bucólica Mary.
Y, sin embargo, las letras de las canciones sí tenían una delicadeza cercana al jardín secreto. La pregunta era entonces: ¿quién era la auténtica Eva?