Me asusté al ver el reflejo de mi propia imagen. Parecía un guerrillero que acabara de escapar de una emboscada. Retiré la venda con cuidado y vi que la herida de la noche anterior ya estaba seca y había echado costra. Por lo demás, tenía la frente sucia y el pelo revuelto.
Dado que una ducha habría despertado a la inquilina, me conformé con refrescarme la cara y el torso. Tras secarme con la toalla del baño, seguí un ritual que había practicado, muchos años atrás, en las casas de las chicas que me gustaban. Buscaba entre las colonias y perfumes el que yo identificaba con ella y me ponía unas gotas cerca de la nariz. De ese modo sentía durante horas a la chica muy próxima, como si fuera a besarla.
Con algo más de vergüenza que entonces, busqué qué perfumes tenía Eva Winter en el estante. No tuve que ir destapando esencias para localizar el suave aroma a cítricos que relacionaba con ella, ya que había un único frasco. Y parecía caro: era una botellita rosa con flores estampadas, todo ello diseño de Andy Warhol.
Mientras me preguntaba qué amante le habría regalado ese perfume, lo destapé e hice un par de pulverizaciones sobre mis dedos. Luego me froté suavemente la piel sobre el labio superior. De repente era como si Eva Winter estuviera a escasos centímetros de mí.
Ante el riesgo de hacer un ridículo espantoso si ella abría la puerta, dejé el frasco en su sitio y me fui con el aroma de Eva al sofá. Allí me esperaba la penúltima sorpresa. Al desplegar la colcha nórdica descubrí un gato blanco con manchitas negras. Era joven y estaba delgado como su dueña. Aquél debía de ser su lugar de hibernación, y me lo hizo saber con un maullido quejumbroso.
No estaba dispuesto a negociar a las tres de la madrugada, así que di un tirón a la nórdica y el gato saltó espantado. Tras una carrera en semicírculo, se detuvo junto a la puerta de su ama y me miró ofendido.
—Puedes dormir a mis pies, si lo deseas… —le susurré.
Ya iba a apagar la luz para sumergirme en el sueño, cuando vi que junto al sofá había un revistero con algunos periódicos. Pese al cansancio, me entraron ganas de saber qué había pasado en el mundo mientras yo asistía a conciertos malos, recibía golpes y me robaban la cartera. Pero eran ejemplares de
Le Monde
demasiado antiguos para que despertaran mi interés. Entre éstos, sin embargo, me chocó encontrar un número de
El País
de más de seis meses de antigüedad.
Aunque Eva tuviera raíces españolas y hablara bien el idioma, me extrañaba que le interesaran las miserias del país vecino, donde como mucho debía de haber pasado unas vacaciones. ¿O me equivocaba?
Fue casi divertido hojear aquellas noticias viejas que ya no tenían ningún valor. Sólo me detuve en la página de deportes, porque había un reportaje sobre un entrenador de fútbol con métodos fuera de lo común. Él biografiado era Francisco Chaparro, apodado el Mick Jagger de Triana por su gran parecido con el vocalista de los Rolling.
Al aterrizar en su nuevo equipo, sumido en la depresión colectiva por los malos resultados, lo primero que había hecho fue entregar a cada uno de sus hombres una pulsera con la inscripción: «Tú eres importante para mí.» Al parecer, ese mensaje ayudó a los jugadores a remontar el marcador en contra ante uno de los grandes de la liga.
Su segunda medida había sido instalar una cadena de música en los vestuarios, donde en los entrenamientos y antes de los partidos sonaban canciones moralizantes como «I will survive» de Gloria Gaynor o el «Resistiré» del Dúo Dinámico.
Cerré el periódico y apagué la luz con un sentimiento agridulce. Porque yo también deseaba ser importante para alguien, aunque fuera para el Mick Jagger de Triana.
Desperté a media mañana con un mullido peso en los pies. Al sacar la cabeza de debajo de la colcha descubrí que era el gatito moteado. Había tomado al pie de la letra todo lo que le había dicho la madrugada anterior.
—Por lo tanto, también tú entiendes el castellano —le dije en un susurro.
Al sentir que le hablaban, el gato levantó la cabeza de su propio ovillo y me saludó con dos maullidos breves y entrecortados.
Era el primer ser vivo que me daba los buenos días desde que me había dejado Desirée. Y parecía haber pasado una eternidad desde mi huida de Barcelona. Si contaba racionalmente los días, sólo hacía una semana que había llegado a París, pero habían sucedido tantas cosas entre mi anterior existencia y aquello que estaba viviendo —no sabía cómo definirlo— que me sentía exiliado de mis viejas andanzas.
Y lo peor de todo era que pese a los gallos de Eva Winter, los golpes y el robo del que había sido víctima, me sentía mejor que nunca. Eso me llevó a preguntarme si no estaría viviendo algún tipo de síndrome de Estocolmo.
En cualquier caso, tendría que romper mi aislamiento aquella misma mañana, pues para obtener otro pasaporte y una nueva tarjeta de crédito estaba obligado a llamar a Barcelona.
Incómodo con esa idea, salté de la cama dispuesto a tomar una ducha reparadora. De camino al baño el gato se cruzaba sin parar delante de mis piernas, como si quisiera mostrarme un camino distinto. Cuando finalmente cedí a sus pretensiones, me llevó con la cola en vertical hasta el cuenco de la comida, que se hallaba en la cocina junto a un bol con agua. Estaba vacío.
Mientras buscaba en los armarios dónde estaba el pienso, me dije que aquel gato debía de pasar hambre y sed, si dependía de los horarios de su dueña. Tal vez por eso estaba tan delgado.
Detrás de una sartén di con lo que buscaba y pude llenar el cuenco de croquetitas con sabor a salmón salvaje y trucha. O al menos eso decía la bolsa. El animal celebró la llegada del banquete con un poderoso ronroneo mientras metía la cabeza en la comida.
Tras renovarle el agua, volví al salón para tomar definitivamente el camino de la ducha. Fue entonces cuando advertí algo importante que me había pasado por alto. La puerta de Eva ya no estaba cerrada, sino sólo entornada. Golpeé suavemente en la madera pero no obtuve respuesta.
Imaginando que había salido por la mañana, empujé la puerta para cerciorarme. Para mi sorpresa, dormía plácidamente en la pequeña habitación —la cama ocupaba prácticamente todo el espacio disponible—, abrazada a una almohada. Su sueño parecía ajeno a la luz del día que se derramaba por todas partes.
Mientras le tapaba con la colcha un hombro que tenía al descubierto, observé durante unos segundos su rostro dormido. Con la melena morena esparcida a su alrededor como un mar de ondas de seda, sus facciones resultaban todavía más bonitas. Su expresión denotaba una vulnerabilidad llena de encanto. Eva en bruto, sin pintar y con los granitos que le estropeaban el cutis, me gustaba más que la artista imposible que había visto en el escenario.
Cuando ya salía de la habitación, me di cuenta de un detalle que explicaba por qué al acostarme había visto la puerta cerrada y ahora estaba abierta. En el suelo, junto al lado desocupado de la cama, había un slip de hombre marca Calvin Klein. Lo reconocí porque yo utilizaba el mismo modelo, sólo que de otro color.
Ahora entendía por qué Eva había sido tan parca en nuestra conversación de madrugada —su amante debía de esperarla en el apartamento mientras regresaba en coche—, y valoré que se hubiera molestado en buscarme una colcha y una almohada, bajo riesgo de que el otro se pusiera celoso. Se había comportado como una buena amiga.
No me intrigaba tanto quién había sido su compañero de cama como la posibilidad de que se hubiera vestido sin ponerse los calzoncillos.
Tras pensar eso me sentí como un intruso. No tenía ningún derecho a meterme en la vida privada de Eva Winter, más aún cuando me había salvado de pasar la noche al raso.
Mientras me duchaba me dije, además, que si al despertar ella me encontraba en casa y pasábamos el día juntos, luego no tendría ninguna gracia nuestra cita. Lo suyo era desaparecer para encontrarnos en el centro de París a la hora de cenar, aunque mi presupuesto global fuera de veintiocho euros y cuarenta céntimos.
Decidido por esta opción, tras ponerme la ropa —la había colgado para que se aireara durante la noche— busqué en el salón un trozo de papel y un bolígrafo. Dejé la nota bajo un jarrón vacío, en una mesa donde el gato ahora descansaba después del atracón.
Vivir para siempre jamásAmiga Eva:
Muchas gracias por haberme dado refugio esta noche. Salgo a «arreglar mis asuntos». Te esperaré en el Drugstore de Champs Elysées a las 19.30 h.
Ponte guapa para Nochebuena, tú que puedes, aunque no lo necesitas. Tuyo,
DANIEL
Tras invertir un euro veinte de mi presupuesto en un cruasán de panadería y otros tres euros en un café, me dije que tenía que cortar el grifo hasta que solucionara mis problemas de liquidez y documentación.
Dispuesto a que aquel café me durara unas cuantas horas, había hecho del Bistrot des Dames, en la misma calle de Eva, mi cuartel general para gestionar aquella crisis. Me había llamado la atención por las lámparas estilo Chevet y los viejos pósteres con los que estaban empapeladas las paredes. Desde el salón comedor se accedía a un inesperado jardín que debía de hacer las delicias de los vecinos en verano. Ahora sus únicos clientes eran los carámbanos de hielo que colgaban de las mesas y sillas.
Apostado en una mesa al lado de la calle, empecé escuchando y leyendo doce mensajes distintos en mi móvil. Me decepcionó que todos fueran de trabajo. Ninguno de amigos o de los pocos parientes que me quedaban, a los que veía justamente por Navidad.
Deseoso de encontrar al otro lado una voz amiga, llamé a Marta. Aquella fotógrafa de arquitectura era la única persona de mi círculo que se resistía a tener un móvil, así que me tuve que conformar con escuchar su voz enlatada, donde decía que estaría ausente de su domicilio durante las vacaciones navideñas.
No me quedaba más remedio que llamar al estudio. Había anulado mi tarjeta de crédito la noche anterior, pero necesitaba que alguien me agilizara las cosas para poder salir del embrollo antes de que fuera demasiado tarde. Si no me equivocaba, aquel jueves 24 sólo se trabajaba por la mañana, así que —era la una y cinco— me quedaba menos de una hora para realizar las gestiones.
Al escuchar al otro lado la voz de la jefa de proyectos de IMAGO/27 tuve la desagradable impresión de estar de vuelta allí, como si nada hubiera pasado. Tras contestarle rápidamente a todas las preguntas de trabajo y comprometerme a despachar con ella al menos una vez por semana, le expuse el lío en el que me encontraba sin darle demasiados detalles.
—Puedo transferir al Saint Germain el pago por las dos noches —propuso siempre eficiente— y te busco un buen hotel para que te manden allí la documentación y la tarjeta de crédito. Te reservaré cuatro días en pensión completa para que no te falte de nada.
—Es una buena idea, pero estoy harto de hoteles. Además, estoy viviendo con una amiga parisina.
Sentí algo de vergüenza tras haber dicho esto; por una parte, porque no era verdad que pudiera seguir ocupando el sofá de Eva; por otra, porque podía parecer que lo decía para dejar claro que, aunque me habían abandonado, no estaba solo.
—Dime entonces dónde hay que mandarte el pasaporte nuevo y la tarjeta de crédito.
Tras dictarle la dirección y el nombre de la anfitriona, le pregunté:
—¿Crees que puede llegar hoy?
—Imposible —dijo con la seca honestidad que la caracterizaba—, esta tarde está todo cerrado. Aunque el banco te la hiciera de inmediato, no voy a encontrar un servicio de mensajería para hoy mismo.
—Entonces mañana.
—Mañana es 25, día de Navidad, Daniel. El 26 es San Esteban y el 27 es domingo. Siendo realistas, no recibirás nada hasta por lo menos el lunes 28 por la mañana. Me tocaba fiesta, pero me encargaré personalmente de ello.
—Te lo agradezco mucho.
—Mientras tanto, tal vez puedas pedir un préstamo a tu amiga parisina.
—Lo haré —mentí, lamentando ya no haber aceptado lo del hotel—. De momento bastará con que llames al Saint Germain y pagues lo que debo desde la cuenta del estudio. Necesito que esa gente me devuelva mi maleta.
—Eso está hecho.
Ya me había despedido de ella cuando levantó la voz para que no colgara:
—Por cierto, feliz Navidad.
A la una y media me echaron amablemente del
bistrot,
porque se había llenado de familias del barrio que acudían a comer tarde tras salir del trabajo.
Aproveché que el sol brillaba generosamente en el cielo de París para sentarme en un banco de la Rue des Dames. En la retaguardia tenía un
graffiti
—las fachadas de aquel barrio estaban llenas de ellos— que mostraba un pájaro de alas azules que repartía estrellas con su vuelo.
Con el teléfono nuevamente desconectado en el bolsillo interior, me abroché el abrigo a conciencia para no resfriarme. Me había propuesto terminar la lectura de
El jardín secreto,
con el permiso de las nubes y del viento helado de diciembre.
En lo que llevaba leído, Mary había descubierto la entrada al jardín donde se había matado la esposa de su tío. Éste lo había clausurado desde entonces, convirtiéndolo en un jardín secreto.
Eso me hizo pensar en un cuento de Pere Calders que había leído en la escuela: el propietario de una mansión encuentra enterrada en su jardín una mano cortada. Sin saber qué hacer, el asustado burgués pone un anuncio en la prensa: «Alguien ha perdido algo muy importante en mi jardín» junto con la dirección para que acudan los interesados. Tras la publicación de esta nota, el propietario recibe a personas que han perdido allí las cosas más insólitas: una moza ha perdido la virginidad con su jardinero, un hombre perdió la memoria a consecuencia de un golpe al saltar la tapia… Escandalizado, el burgués pregunta qué puede hacer para que no se le meta tanta gente en su jardín. El consejo que le da un amigo es antológico: «Conviértelo en un jardín público. Entonces seguro que no va nadie.»
Mary es una de esas personas a las que les gusta adentrarse en lo prohibido, y para sus excursiones en el jardín secreto ha hecho un amiguito: Dickon. Este niño de familia humilde le muestra todos los secretos de las plantas y los animales, que lo siguen como si fuera Francisco de Asís.
El libro tenía escenas algo ingenuas —no dejaba de ser una novela para niños de 1910—, pero de vez en cuando las páginas se iluminaban con pasajes que me conmovían hasta arrancarme las lágrimas. Viví uno de esos momentos sublimes en aquel banco suburbano, con cuatro árboles helados como todo jardín. Mientras leía lo que sigue enfundado en mi abrigo sentí que, después de mucho tiempo, era feliz: