—¿Quién te ha ayudado? —pregunté lleno de curiosidad—. ¿Te refieres al mecenas que pagó la grabación del disco?
Me acababa de cargar la magia de la noche con un par de frases. Eva me miró asustada, como si el hecho de que yo supiera aquello la dejara indefensa.
—Te pido disculpas de todo corazón —dije acalorado—. Tenías razón: no hay que hacer entrevistas en Navidad.
—No seas tan correcto —repuso sonriendo mientras ponía su mano sobre la mía—. Soy frágil, pero tampoco me quiebro por tan poca cosa. ¿Quieres que te enseñe algo?
Asentí en silencio mientras el camarero chino dejaba la cuenta sobre la mesa y empezaba a retirar nuestros platos. Éramos los últimos clientes de la noche.
Eva Winter dejó tres billetes de veinte sobre la bandeja y se levantó para que la siguiera.
Cinco minutos después estábamos en un ascensor que subía a la azotea de la torre de Montparnasse, aquel lugar insólito donde unos enigmáticos obreros desmontaban las barandillas en ciento veinte segundos para convertir la terraza en un helipuerto.
De hecho, sólo fueron precisos treinta y ocho segundos para llegar a ciento noventa y seis metros de altura. Desde allí subimos a un bar ya cerrado a aquellas horas. Un último tramo de escaleras nos condujo hasta la famosa azotea. La vista sobre París era sobrecogedora.
Estuvimos diez minutos largos agarrados en silencio a la barandilla, como temiendo que un golpe de viento nos arrancara de allí para lanzarnos al vacío. Desde aquella atalaya, París era un tapiz de calles doradas, con la Torre Eiffel y el Sacre Coeur resplandeciendo como joyas de diseño archiconocido.
Me gustaba seguir el rastro luminoso de los pocos coches que atravesaban las cicatrices de la ciudad. Era fascinante pensar que quien conducía a esas horas no sospechaba que alguien seguía su recorrido desde las alturas. Eso me hacía sentir casi como un Dios.
La voz quebrada de Eva Winter me sacó de aquel entretenimiento ingenuo.
—Hay algo que quiero decirte desde hace horas. Pero tengo miedo de que te enfades.
—¿Enfadarme? —dije apartando los ojos de la ciudad para mirar a Eva.
Mientras el fuerte viento alborotaba sus cabellos, Eva pareció buscar las palabras justas. Finalmente dijo:
—Sólo te pido una cosa: no te enamores de mí.
—No pienso hacerlo —le respondí, herido en mi orgullo.
—¿Seguro? Quiero oírlo.
—Te lo acabo de decir.
—Quiero que digas: «No me enamoraré de ti.» Vamos, dilo —me pidió obstinada.
—No me enamoraré de ti.
—Buen chico. ¿Sabes? Cuando un hombre se enamora de mí, pierdo todo el interés. Es superior a mí.
Estuvimos unos minutos más sin hablar, sólo mirando las calles incandescentes de París. Luego consulté mi reloj y anuncié:
—Son las doce. Ahora debes salir corriendo y perder tu zapato de cristal.
Pasé el 25 y el 26 de diciembre prácticamente sin salir de la cama.
Tras la cena de Nochebuena con Eva, había recogido mi maleta en el hotel Saint Germain des Prés, donde de repente todo fueron reverencias. Al abonar las noches adeudadas, la jefa de proyectos del estudio debía de haberse quejado por haber retenido mi equipaje.
—Lamentamos mucho la calamidad que ha sufrido en París —había dicho un eficiente jefe de turno—. Para compensarle por los inconvenientes, le hemos reservado la mejor
suite.
La primera noche corre a cargo de la casa.
Yo me había limitado a declinar el ofrecimiento sin más comentarios. Luego cargué con mi maleta hasta el metro que me llevaría a lo que iba a ser mi hogar por unos días.
Solo en el apartamento, me seducía la perspectiva de unas Navidades sin comidas familiares ni compromisos de ninguna clase. Me sentía extrañamente aliviado. Mi situación me recordaba a un poema zen que había leído años atrás. Decía:
El granero se ha quemado;
por fin puedo ver la luna.
Meterme en la cama de Eva Winter fue tan natural como hacerlo en mi propia casa, aunque el tenue perfume que impregnaba las sábanas me recordaba agradablemente a su dueña. ¿Me estaría convirtiendo en un desarraigado?
Tampoco
Michelle
—así se llamaba la gata— parecía disgustada con el cambio. No tardó en tomar posesión del centro de la cama, donde remoloneaba estirando las patas y ronroneaba como un motor.
El hedonismo de aquel animal delgaducho me animó a hacer lo mismo. Dormí hasta bien entrado el mediodía y, tras comer un par de tostadas con mermelada, volví a entrar en la cama sintiendo una libertad que no había conocido en décadas. Ni siquiera encendí el móvil para leer los mensajes de Navidad, ya que me habría visto obligado a contestarlos.
En lugar de eso dediqué aquel día y el siguiente a leer una biografía sobre los años parisinos de Henry Miller. Imaginé que aquel escritor canalla debía de fascinar a Eva, ya que había encontrado el libro bajo su almohada. En algunos pasajes había un símbolo de exclamación marcado con lápiz.
Me gustó saber que el autor de
Trópico de Cáncer
había vivido en Clichy, no muy lejos de donde me encontraba. La disposición con la que había salido de América, huyendo de la Gran Depresión, lo decía todo:
Pronto cumpliría treinta y tres años, la edad de Cristo crucificado. Se abría delante de mí toda una nueva vida, si tenía el coraje de arriesgarlo todo. De hecho, no había nada que arriesgar: me encontraba en el peldaño más bajo de la escalera; era un fracasado en todos los sentidos.
A su llegada a París pasó hambre y frío como un pordiosero, ya que se alimentaba de lo que le daban y dormía cada noche bajo un puente distinto. Probablemente le salvó la vida Richard Orson, un abogado norteamericano que le ofreció una habitación en su casa y le dejaba cada mañana un billete de diez francos en la mesa para que los gastara como quisiera. Estas cosas sólo las hacen los norteamericanos.
Gracias a algunos ingresos esporádicos, entre 1932 y 1934 pudo alquilar con un amigo un apartamento en el número 4 de la Rue Anatole France, en Clichy. Allí, él recordaba haber pasado «días tranquilos», aunque cuando no estaba escribiendo saltaba de una amante a la siguiente, con Anaïs Nin como pasión fija. Tras las frecuentes borracheras, acostumbraba escarbar en la basura para rescatar algún resto aún comestible.
Para convertirlo en un santuario creativo, Miller recubrió las paredes de su dormitorio con papel de embalar. Sobre éste garabateaba notas y diagramas para sus futuras novelas, además de pegar fotografías y páginas arrancadas de sus libros favoritos. Rodeado de ese
collage
de ideas, mecanografiaba en su máquina de escribir veinte páginas al día mientras fumaba un Gauloise tras otro.
Aquello me hizo pensar en Eva Winter. Tal vez no sólo imitara a Henry Miller en la marca de tabaco, y los numerosos amantes —entre ellos el insufrible Jeanot— fueran un atributo más del personaje bohemio en el que se quería convertir. A fin de cuentas, también ella había salido de América esperando que París fuera la confirmación de su arte. Pero como decía san Mateo en la Biblia: «Muchos son los llamados, pocos los elegidos.»
Después de gandulear dos días seguidos entre la cama, la cocina y el baño —el disco de Eva Winter volvía a sonar tras una semana de silencio—, el domingo por la tarde me decidí a tomar una ducha y hacer algo más que esperar al lunes.
Saqué mi ordenador portátil de la maleta y comprobé que se conectaba felizmente con el Internet de algún vecino. Borré sin haber leído todos los mensajes navideños con PowerPoint adjunto. El único correo que me interesaba era la respuesta de «Mary en el jardín» al correo que yo le había escrito desde el Drugstore tres días atrás. También parecía haber pasado una eternidad de eso.
Querido Dickon:
Me apena mucho que no sepas cómo es un petirrojo y que no hayas visto nunca correr a las ardillas en invierno. ¿Sabes que trazan con sus patitas dibujos en la nieve? Son figuras enormes que sólo puede leer desde las alturas el Dios de las ardillas, que como todo el mundo sabe tiene su residencia en las nubes y produce truenos cada vez que casca sus nueces celestiales.
Por tu mensaje entiendo que necesitas ayuda para encontrar ese jardín que, aparte de los animalitos, sólo nos pertenece a los dos. Yo llevo viviendo tanto tiempo en él que ya he olvidado por dónde entré, pero puede que lo consigas desde el Jardin des Plantes. Me ha dicho un pajarillo que este lunes, a eso de las doce, se abrirá entre la maleza una entrada al jardín secreto. ¡No tengas miedo, Dickon! ¡Eres el mejor amigo que tengo! Tuya impaciente,
Mary
Perplejo, cerré el mensaje sin contestarlo. Aquella Mary me tenía totalmente desconcertado. ¿Quién era? ¿Qué diablos quería de mí?
Decidí que al día siguiente acudiría a la cita con el libro ámbar bajo el brazo para que ella me reconociera, si es que no me conocía ya. Aunque corría el riesgo de toparme con una loca, la curiosidad me podía más que la prudencia.
Tras tomar esta determinación, vi en el reloj que eran las siete y me dispuse a consumir lo que quedaba de día en la cama con Henry Miller. Pero no me fue posible porque, pasados tres días de silencio y olvido, me sobresaltó el timbre de la puerta.
A falta de otras compañías aparte de la gata, recibí a BadGuy como si llegara un amigo. Y se había vestido con sus mejores galas: bajo un abrigo de pieles, llevaba un inmaculado traje blanco del que asomaban unas relucientes botas de punta.
—¿Adónde vas con esta facha? —le pregunté mientras le invitaba a pasar.
—Querrás decir «adónde vamos», porque tengo instrucciones de llevarte a una cena. Estás conmigo en el registro de invitados.
—¿De qué cena hablas? Te advierto que sólo tengo diecisiete euros y veinte céntimos.
—Lo ha decidido nuestra querida jefa: Eva. Sabía que no querrías salir del nido y nos inscribió a los dos a lo de Jim. Por el dinero no te preocupes: yo pondré los tres euros que te faltan.
No entendía de qué me estaba hablando, así que le pedí a BadGuy que me diera más detalles sobre aquella cena. Antes de hacerlo, fue hasta la nevera y sacó dos latas de cerveza. Regresó con la gata pegada a los talones.
—Jim Haynes es uno de esos norteamericanos que se instalaron aquí en busca del sueño parisino —explicó—. Vive en el que había sido el estudio de Matisse, y lleva treinta y cinco años montando en su casa cada domingo una cena para cien personas.
—Curioso tipo —comenté—. ¿Por qué lo hace?
—No creo que sea por el dinero. Los invitados suelen dejar un billete de veinte euros para costear la compra de los alimentos, porque el cocinero es uno distinto cada vez y viene voluntario. Hay casi una competición entre ellos: se trata de superar los platos del domingo anterior.
BadGuy vació media lata de cerveza de un trago antes de exponer su conclusión:
—En realidad, a Jim le encanta presentar a desconocidos entre sí. Lo verás en la cena: no para de correr de un lado a otro de la casa. Coge de la mano a un tipo solitario y lo lleva hasta alguien que, por la jeta, cree que encajará. Nadie se atreve a contradecirle. De hecho, creo que Jim tiene el récord mundial de presentaciones. ¿Sabías que fue él quien presentó a Yoko Ono a John Lennon?
—Pensaba que habían intimado en una galería de arte cuando Lennon estaba fatal —dije—. Tengo entendido que Yoko le dio una tarjeta donde ponía RESPIRA. Y luego una segunda tarjeta con un agujero en medio donde ponía PARA VER EL CIELO A TRAVÉS DE ÉL.
—Es posible —dijo BadGuy muy serio—. Pero sólo después de que Jim los hubiera presentado.
La casa de Jim Haynes estaba en la Rue de la Tombe Issoire, en el distrito 14°. Habíamos llegado en metro hasta la estación de St. Jaques, porque BadGuy tampoco andaba sobrado de dinero. Allí nos encontramos ante un portón de metal con el habitual panel de códigos.
Mi introductor en aquella iniciativa
freak
conocía la clave, así que la puerta se abrió con suavidad. Daba acceso a un jardín donde en aquel momento charlaban una docena de personas, pese al frío de la noche.
Tras tomar dos botellines de cerveza de un gran cubo, entramos en la planta baja del estudio, que estaba a rebosar de gente. Aun así, Jim detectó nuestra llegada desde su atalaya: un alto taburete al lado de la mesa donde los invitados se servían. Levantó la mano para que nos acercáramos.
Mientras BadGuy depositaba cuarenta euros en una caja de zapatos, el viejo Jim —debía de tener más de setenta años, aunque parecía en plena forma— me entregó un formulario y me dijo en inglés:
—Rellénalo si quieres formar parte del club.
Sorprendido ante esa formalidad, encontré un lápiz por la casa y apoyé el papel en una pared para escribir mi nombre y edad, dirección completa y teléfono. Tuve que esperar a que acabara de hablar con un par de americanos entrados en años para entregarle el papel. Mientras tanto, me llamó la atención un gran cartel en el comedor que era toda una declaración de principios:
EL SUEÑO DE JIM: QUEDARTE EN CASA Y QUE TE PAGUEN POR ELLO
Había perdido de vista a BadGuy, pero el anfitrión ya tenía otros planes para mí: tras mirar mis datos en el papel, se levantó tomándome del brazo. Me sentí como un niño en una fiesta infantil a quien obligan a jugar con otro. Tras cruzar de su brazo la sala atestada de gente, me llevó hasta un sofá donde una mujer de unos cincuenta años cenaba sin hablar con nadie. Un último empujón por parte de Jim me dio a entender que debía charlar con ella.
Me quedé atónito al darme cuenta de que ya la conocía. Era la mexicana especialista en música popular con la que había coincidido el segundo día en París. En el café de Flore me había contado que Los Panchos se aguantaban con un palo atrás.
—Será cierto, entonces, que Jim es un genio de las presentaciones —dijo ella ofreciéndome la mano—. Creo que usted es la única persona de aquí con la que me apetece hablar.
—¿Cómo lo sabe? Hay un montón de gente.
La dama mexicana me miró de arriba abajo antes de contestar:
—Cierto, pero están cortados por el mismo patrón. La mayoría son estadounidenses residentes en París que van de abiertos, pero sólo se entienden entre ellos. Aquí todos han chingado con todos.
Me asombró que una señora con tanta clase —llevaba un vestido de alta costura— utilizara aquel vocabulario, pero supuse que se debía a los ambientes musicales que frecuentara. Prueba de ello fue que, tras presentarse como Cora Brenchat, me entregó una invitación para un concierto en la sala Olympia, la catedral musical de París. Allí habían actuado desde Edith Piaf a The Doors. Leí que era un festival que se celebraba el 5 de enero, la noche de Reyes, bajo el lema en castellano/ «Nuevas voces del folk.»