Llegué cargado de preguntas como ésa a Shakespeare & Co., una de las librerías más bellas del mundo. Al entrar en aquel bosque de libros viejos que amenazaban con hundir los estantes, recordé un artículo que había leído en París sobre George Whitman, el bohemio norteamericano que abrió el establecimiento en 1951.
Como muchos otros estadounidenses que se hallaban en la ciudad al finalizar la Segunda Guerra Mundial, George no quiso volver a su país enseguida. En lugar de eso, acabó de perfeccionar su francés en la Sorbona y alquiló una habitación en el Boulevard Saint Michel. Durante sus estudios, el cuarto se acabó llenando de centenares de libros en inglés, hasta el punto que un amigo suyo le sugirió que abriera con ellos una librería anglófona. El negocio tenía sentido, ya que por aquella época andaban muchos norteamericanos por París con demasiado tiempo libre.
George se las apañó para alquilar un apartamento frente a Notre-Dame, donde fundó Shakespeare & Co. Aquel librero inesperado insistía a sus clientes que debían leer un libro al día por el bien de su alma.
Sin embargo, limitarse a vender libros de segunda mano no bastaba al inquieto propietario, que desde el primer día empezó a alojar escritores —o aspirantes a ello— en la planta superior de la librería. El periodista del artículo estimaba que, desde su apertura, un total de cincuenta mil literatos habían apoyado sus bulliciosas cabezas en las almohadas de Shakespeare & Co.
Entre los amigos de George y su librería estaban tipos como Henry Miller, Anaïs Nin, Lawrence Durrell o Alien Ginsberg.
Mientras me imaginaba las miles, quizá millones de conversaciones que habían tenido lugar entre aquellas paredes atiborradas de libros, yo recorría las estanterías reverencialmente, casi olvidando lo que me había llevado hasta allí. Al ver, sentado tras el mostrador, a un joven con gafas redondas de aspecto norteamericano retomé mi misión. Ajeno a los clientes que salían y entraban, leía un diccionario de literatura.
Asumiendo que aquel muchacho de pose intelectual debía de ser uno de los protegidos del establecimiento, le pregunté si había estado despachando en la librería los últimos meses.
—Algunos días sí y otros no —respondió directamente en inglés—. ¿Por qué lo preguntas?
Parecía enojado por haber sido arrancado de su lectura. Las cejas ligeramente fruncidas ante mi interrupción mandaban este mensaje: «Somos unos putos genios, ¿no te has dado cuenta? No se puede molestar a un invitado de Shakespeare & Co. por cualquier chorrada.»
Desoyendo el lenguaje no verbal, decidí ir al grano. Puse el libro ámbar sobre el mostrador y le expliqué:
—He encontrado esta novela con un punto de lectura de vuestra librería. Me interesa mucho saber qué aspecto tenía la persona que lo compró. Sé que es como buscar una aguja en un pajar, pero he pensado que quizá tú estabas aquel día a cargo de la tienda.
El joven lector me miró perplejo. Luego contestó:
—Aunque lo hubiera vendido yo, no recordaría la cara. Somos libreros, no fisonomistas.
Ahí el aspirante a escritor había encontrado una salida resultona. Me dispuse a pagarle con su misma moneda.
—Esa cara sí que la recordarías.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Es una nieta de Henry Miller —mentí—, bella y salvaje como él. De hecho, ahora que lo pienso, tienen la misma nariz.
—No sabía que Henry tuviera una nieta en París.
Lo había llamado por el nombre de pila, como si fuera amigo suyo, aunque Miller había muerto en 1980, mucho antes de que naciera aquel pipiolo con gafas. Repentinamente interesado por el caso, es decir, por la chica, echó un vistazo al libro antes de concluir:
—Lamentablemente, no creo que lo comprara aquí. Debió de sacar el punto de lectura de otro libro nuestro. Aquí no tenemos casi nada en castellano.
Declaradas estériles las tres vías de investigación, al día siguiente acudí al cementerio de Pére-Lachaise sin pista alguna. En el Jardín Des Plantes el terreno estaba más acotado —tres invernaderos y un par de galerías—, pero en aquella enorme ciudad de muertos ilustres no sabía por dónde empezar.
En su mensaje, Mary sólo decía que me recogería un barco de cristal, pero allí yo sólo veía lápidas que se elevaban entre el suelo adoquinado. ¿A qué se refería? Mientras me preguntaba esto, cientos de visitantes paseaban por el camposanto de excelente humor, sorprendidos por el hallazgo de difuntos conocidos. Las expresiones tipo: «¡Mira, es él!» abundaban en aquel cementerio con ambiente de parque dominguero, aunque estuviéramos a miércoles.
Tratando de encontrar el hilo de aquella madeja, una vez traspasados los muros
neoclásicos,
me detuve ante un mapa con la ubicación de las principales celebridades. Había tantas y tan conocidas que me costaba entrever alguna señal en clave de la misteriosa Mary.
Para establecer algún criterio de discriminación, decidí considerar sólo a los muertos no europeos, quizá porque lo del barco de cristal me evocaba un viaje de ultramar. Como mucho, incluiría también los de las islas Británicas e Irlanda.
La soprano Maria Callas, aparte de ser griega nacida en Nueva York, no me decía gran cosa, así que pasé al siguiente de la lista. Oscar Wilde, enterrado junto a su primer amante, Robert Ross, no parecía guardar relación con un jardín secreto —era hombre de ciudad— y menos aún con un barco de cristal. Tampoco la bailarina Isadora Duncan. De Gertrude Stein yo no sabía prácticamente nada, salvo que había residido en París y escrito
Ser norteamericanos.
Al llegar a Jim Morrison resonó en mí una campanita interior. Primero pensé que me había llamado la atención porque era el único roquero entre aquellos grandes artistas y prohombres, pero en un segundo
raid
mental supe por qué aquella tumba y no otra era la pista correcta. Había recordado que una de las pocas baladas del líder de The Doors era justamente
Crystal Ship,
el barco de cristal.
Mientras me encaminaba hacia la sección 16
a
, donde se encontraba la tumba, un inesperado resorte hizo sonar la canción del disco en mi cabeza como si de un
jukebox
se tratara.
The days are bright and filled with pain
Enclose me in your gentle rain
The time yon ran was too insane
We'll meet again, we'll meet again
Oh tell me where your freedom lies
The streets are fields that never die…
[7]
Sin duda, aquella moderna Mary me había mandado como recado esta canción. Y no sólo para llevarme hasta la tumba de Jim, sino también para recordarme que era un fugitivo de sí mismo. Eso no dejaba de ser inquietante, puesto que yo había llegado a París con un pasado inventado y un futuro por inventar.
Al ver desde lejos el aluvión de turistas que se arremolinaban alrededor de la tumba, tuve la esperanza de que Mary estuviera camuflada entre ellos. Algo me decía que no me costaría reconocerla. Por eso mismo, al acercarme tuve la certeza de que no estaba allí: todo eran nostálgicos del hippismo y la psicodelia que disparaban las cámaras contra su muerto favorito.
Nuevamente decepcionado, esperé a que se despejara un poco el terreno para rastrear la tumba. Me pareció entrañable que los fans dejaran a Jim latas de cerveza o porros liados, pero nada de eso me ayudaría a encontrar la entrada al jardín secreto.
Estuve merodeando por las tumbas circundantes, sin la esperanza de encontrar nada, cuando de repente noté que tiraban fuertemente de mi abrigo. Paralizado, en el segundo que sucumbí al pánico tuve que pensar en las leyendas urbanas donde los visitantes de cemente* ríos mueren de infarto al encallarse con una rama. Aunque me bañaba la luz del mediodía, el hecho de que el tirón viniera de abajo había despertado en mí una imagen de
Carrie
que me había aterrorizado de pequeño: la mano de un muerto brotando del suelo.
Cuando logré volverme, sin embargo, me encontré con una niña de unos nueve años sentada sobre la grava. Por el pelo recogido en una cinta y el abrigo de lana roja, podía ser la Mary del cuento, lo que hacía aquel encuentro aún más insólito.
—¿Has sido tú quien me ha tirado del abrigo? —le pregunté en francés.
La niña afirmó con la cabeza mientras se le escapaba una risita.
—¿Por qué lo has hecho? —le pregunté, encarnándome en Dickon—. ¿Querías mostrarme el camino al jardín secreto?
Antes de que me pudiera contestar, apareció un matrimonio joven de detrás de una lápida y gritaron algo que no logré entender. Al parecer, estaban escandalizados porque su hija hubiera entablado conversación con un extraño en pleno cementerio.
Por la mirada de odio que me dirigió el padre antes de tomar la mano" de la niña, supe que me había etiquetado como un pervertido. Permanecí un rato pasmado, sin saber si volver a la tumba de Jim Morrison o huir del cementerio.
Me disponía a hacer esto último cuando descubrí algo de color rojo en el lugar donde la niña había estado agazapada. Intrigado, me agaché a recogerlo y vi que era una rosa de cartulina, como las del arte
origami
japonés. Me pareció muy elaborada para ser obra de una niña, así que la desplegué con cuidado para ver cómo estaba construida. Al deshacer el último pétalo vi que la cartulina roja encerraba un mensaje escrito con polvo de oro. Al leerlo sentí que mis pies no tocaban tierra firme:
AQUÍ TIENES UNA FLOR DEL JARDÍN SECRETO
Pese al frío, estuve horas vagando por los distritos periféricos de París en busca de claridad.
Una vez fuera del cementerio, había atravesado el multicultural Bel-Ville, salpicado de iglesias, mezquitas y sinagogas, para proseguir por el distrito 19°, donde me detuve en un restaurante antillano a calentar el estómago. Luego había seguido por las afueras de Montmartre hasta llegar al Pigalle, un «barrio rojo» con evidentes signos de decadencia.
De allí a la Rue des Dames quedaba un moderado trecho, así que hice parada y fonda en un café frecuentado por ancianas pintarrajeadas. En aquel ambiente donde se mezclaban los perfumes de imitación sentí la necesidad de palpar la flor del jardín secreto. La había recompuesto antes de guardarla en mi bolsillo. Al analizar aquel hallazgo inexplicable, pensé en un conocido poema de Coleridge que planteaba una situación análoga:
Si un hombre atravesara el paraíso en un sueño,
y le dieran una flor como prueba de que había estado allí,
y si al despertar encontrara esa flor en su mano… entonces, ¿qué?
Ciertamente, yo sabía quién había dejado la flor entre las tumbas: la niña con la cinta en el pelo que sus padres se habían llevado escandalizados. Aunque no entendía casi nada, algo sí tenía claro: aquella cría no era Mary. No había fabricado la rosa del jardín secreto ni había escrito su procedencia en la cartulina, ya que era imposible que aquella pequeña francesa hubiera redactado los correos electrónicos imitando, en castellano, el estilo Victoriano de Francés Hodgson.
Por todo eso, era evidente que la niña de Pére-Lachaise era sólo una mensajera.
Mientras un café sin azúcar ponía en danza mis neuronas, empecé a entender cómo habían sucedido las cosas. La Mary que me acechaba sin mostrarse había ofrecido dinero o algunas golosinas a aquella niña para que me entregara la flor que finalmente se había quedado en el suelo. Así como había detectado mi llegada al Jardín de invierno, también aquella mañana me había seguido a una distancia prudencial. Al encontrar a una niña con una edad parecida a la del cuento, había aprovechado alguna distracción de los padres para encargarle el recadito.
Continuaba sin saber quién era Mary o qué pretendía con aquel juego del jardín secreto, pero al menos —como en el poema de Coleridge— ahora tenía una prueba de su existencia. La flor de papel en el bolsillo me causaba una alegría tan injustificada como irracional.
Salí del café con la idea de culminar el largo paseo hasta Clichy, pero una repentina tormenta hizo que tuviera que resguardarme bajo el toldo de un
sex-shop.
Tras esperar diez minutos largos a que amainara el aguacero, estuve tentado de coger un taxi, pero me daba rabia no completar a pie el último tramo de aquella expedición urbana.
Cobijado por el toldo, mientras rondaba impaciente por el escaparate lleno de fruslerías eróticas me di cuenta de que, justo después del
sex-shop,
había un locutorio con Internet.
De repente me pareció una buena idea escribir a Mary —yo había renunciado a contestar sus últimos mensajes—, aunque no tenía ni idea de lo que le diría. Sin embargo, al sentarme frente al ordenador y entrar en mi correo vi que, una vez más, mi misteriosa amiguita se me había adelantado. Era un mensaje breve pero rotundo.
El interrogatorioQuerido Dickon:
Estás cada vez más cerca.
Tuya enamorada,
Mary
P. D. ¿Qué te parecería terminar el año en el Bois de Boulogne?
Un aroma inconfundible —el perfume de cítricos mezclado con su piel— revelaba que Eva estaba en la casa. Como un niño que regresa después de hacer una travesura, abrí la puerta del apartamento con prevención.
Me recibió con una sonrisa desde el sofá, donde fumaba un Gauloise con las piernas cruzadas. Entendí que acababa de salir de la ducha, puesto que se cubría con una toalla enrollada, mientras los cabellos mojados le caían sobre los hombros.
Michelle
estaba a su lado y se acicalaba las patitas siguiendo su ejemplo.
Estuve unos segundos embobado sin decir nada. Aunque Eva no hubiera dejado de fumar, se notaba que la meditación le había sentado de maravilla. Su piel tenía un tono más saludable y su rostro irradiaba una luz que no había visto en ella desde que la conocía.
Mientras Eva apagaba el cigarrillo en un vaso de yogur, dudé entre preguntarle por el retiro en el sur o interrogarla directamente sobre el jardín secreto. Finalmente fue ella quien dijo:
—¿Es que no vas a darme un beso? ¿Qué haces ahí de pie?
Siguiendo una costumbre que había observado en París, le besé dos veces cada mejilla, lo cual le provocó un ataque de risa que casi le hizo caer la toalla.
—Eres un chico ceremonioso —dijo burlona—. ¿Qué has hecho sin mí todo este tiempo? Aparte de echarme de menos, quiero decir.