—Pues tú vas un poco desastrado, si quieres que te diga la verdad —repuso—. ¿Desde cuándo llevas barba de una semana?
—¿Cuántos días hace que llegaste al hotel? —pregunté para cambiar de tema.
—¿Días? Hace dos horas que he llegado. ¡Qué pregunta más rara! ¿Te encuentras bien?
Era todo demasiado rápido y violento para tener una conversación razonable, así que decidí poner la directa hacia el misterio que me arrastraba desde hacía una semana.
—Ven aquí un momento —le pedí—. Hay algo que quiero preguntarte antes de que sigamos hablando.
Mientras se levantaba y caminaba hacia mí, vi cómo la palidez se había apoderado de su rostro. Tal vez no esperaba que cogiera el toro por los cuernos tan rápido. Pero a mí los cuernos me traían sin cuidado, y era otro el toro que quería agarrar.
—¿Eres Mary? —le pregunté.
—No te entiendo.
De pie delante de mí, como un acusado ante el juez, Desirée me miraba asustada.
—Vamos, no te hagas de rogar —insistí—. ¿Eres o no eres la del jardín secreto?
Por la sonrisa que se dibujó en su cara, vi que se disponía a entrar en el juego, lo que reforzaba mis sospechas.
—Prometiste mostrarme el jardín secreto —dije muy metido en mi papel—. Pero sólo he encontrado paisajes helados, una vieja canción y la madriguera del conejo. Además de las regaderas, claro.
—¡Tú sí que estás como una regadera! —exclamó entre risas que me desconcertaron—. Así que quieres entrar en el jardín secreto…
—No deseo otra cosa desde que llegué a París. ¿Cuándo me lo mostrarás?
—Ahora.
Tras decir esto, se desabrochó el vestido con un rápido movimiento de las manos en la espalda. La seda granate se derramó por el suelo, dejando al descubierto el cuerpo desnudo de Desirée —no llevaba ropa interior— con un jardín bajo su vientre que no era ningún secreto para mí.
No sabía por qué Desirée había decidido hacer el amor conmigo. Por lo que luego contaría, supuse que buscaba un punto de referencia porque andaba tan desorientada como yo.
En mi caso, quería saber si a través de su cuerpo podía poseer de nuevo lo que yo había sido antes de que mi vida se convirtiera en un laberinto. Pero no era posible. El iglú donde un día había sonado John Coltrane se había derretido. Sólo nos quedaba el desierto blanco y un gran frío a nuestro alrededor.
Culminada la pasión del reencuentro, Desirée clavó la mirada en un punto indeterminado del espacio y dijo:
—Bosco me la pega con otras.
Necesité un rato para asumir que aquella frase había salido de sus labios. Más que el contenido, que era previsible, me sorprendía la sinceridad con la que mi ex había planteado la situación.
Al ver que no respondía, me tomó la barbilla y volvió mi rostro hacia el suyo para que reaccionara.
—¿Qué te esperabas? —me limité a decir—. Todo el mundo sabe que Bosco es un seductor. No puede evitarlo, porque ése es su oficio: seducir.
—Esperaba que conmigo fuera diferente.
Para evitar que el resentimiento diera un cierre negro a aquel inicio de año, aunque hubiera tenido mil argumentos para descalificar a Bosco, preferí callármelos. Reconduje la conversación hacia la trama del jardín secreto, que no terminaba de encajar con el resto de los acontecimientos.
—Estás pesadito con lo del jardín —respondió de mal humor—. No conozco a Mary ni a ese Dickon del que me hablas. ¿Es que no has encontrado otros alicientes en París? ¡A veces cuesta de creer que hayas cumplido treinta años!
—Discúlpame entonces —dije dolido—. En ese caso, creo que ha habido un error.
—Sí, ¡un enorme error!
Tras la salida de tono de Desirée, me quedé sumido en un mar de confusión. No sólo había extraviado el camino al jardín, sino que cada uno de mis movimientos parecía alejarme más de una vida que tuviera sentido. Acababa de hacer el amor con la que había sido mi compañera y, sin embargo, hablábamos como dos extraños.
Supuse que le sabía mal haberme gritado, ya que me acarició el pelo mientras me preguntaba:
—¿Qué has hecho estas semanas en París? Aparte de buscar ese jardín, me refiero.
—Perderme.
—¿Perderte…, en la ciudad?
La respuesta me salió del alma:
—En la ciudad y en todas partes.
Tras aquella conversación surrealista, Desirée se había quedado dormida. Yo había permanecido un buen rato allí tendido, cazando musarañas, hasta que me di cuenta de que eran casi las tres y media.
Me di una ducha rápida antes de volver a lo que eran mis actividades en París. Tal vez fueran absurdas, pero no lo serían tanto como ese reencuentro en el hotel. O tal vez sí, pensé.
Mientras salía de la habitación sin hacer ruido, entendí que Desirée había venido a darme la despedida que no habíamos tenido en Barcelona.
Después de la clase de canto, Eva me arrastró nuevamente hacia Montparnasse, donde la negra torre se elevaba entre las azoteas como un extraño tótem pagano.
—¿Quieres volver a subir? —le pregunté sin entender por qué aceleraba el pasó.
—Sí, pero antes quiero que veas algo en el cementerio de Montparnasse. Cierra a las cinco y media.
—Ya estuve en el de Pére-Lachaise —dije sin explicar el motivo—. Al final voy a hacerme experto en parques y cementerios.
Al entrar con ella en el recinto funerario me sentí repentinamente vacío. Era como si el reencuentro con Desirée me estuviera pasando factura lentamente; una suave nevada de recuerdos que borraba los caminos trazados desde mi llegada a París.
Aunque lo nuestro hubiera terminado tiempo atrás, las cenizas de lo que habíamos sido seguían candentes.
—¿En qué piensas? —me preguntó Eva mientras me tomaba del brazo.
—Pienso en los muertos —repuse sin mentir.
En la media hora que quedaba antes de que el cementerio de Montparnasse cerrara sus puertas, mi acompañante me mostró la discreta tumba de Sartre y Simone de Beauvoir, la de Baudelaire —la lápida tenía adosada una foto en la que parecía estar muy enfadado— y la de Cortázar. También la de Serge Gainsbourg, el autor de la canción «Je t'aime… moi non plus».
Pero no era ninguno de estos muertos ilustres lo que quería mostrarme mi amiga. Tras localizar el sendero correcto, Eva tiró de mí hasta llevarme en presencia de una extravagante estatua lapidaria. Era un enorme gato revestido de pedazos de cerámica —una técnica gaudiniana— con el nombre en su panza: RICARDO.
Más allá de las dimensiones de la estatua, que parecía obra de un aficionado —la cabeza era muy pequeña en relación al cuerpo—, a ella le intrigaba saber a quién debía de estar dedicado aquel monumento funerario, que los vecinos de Montparnasse apodaban «el gatazo».
—Tal vez a un gato muy querido por su amo —deduje—. O quizá Ricardo sea el nombre de un niño que estaba muy apegado a su mascota.
—Yo no quiero morir —dijo Eva.
Me impactó que hubiera dicho aquello sin venir a cuento. Pensé en explicarle lo de cuando uno sabe que va a vivir para siempre, pero la tumba de Gainsbourg me lo había puesto más fácil.
—De aquí
cientos
de años, bastará que alguien escuche una de tus canciones para que vivas.
—Vale, pero ¿de qué me servirá si yo no me entero?
—O sí, no lo sabes. A lo mejor Gainsbourg se alegra desde donde esté cada vez que alguien escucha su canción.
Clausurado el cementerio por aquel día, Eva insistió en que volviéramos a la azotea de la torre de Montparnasse antes de cenar. Parecía abatida después del paseo.
Una vez en el mirador, estuvo diez minutos largos contemplando cómo se extinguía la claridad y París se convertía en un oscuro tapiz surcado por destellos de luz. El crepúsculo y sus relieves permitía observar la ciudad en toda su desmesurada extensión.
Como si llevara mucho rato pensándolo, Eva dijo de repente:
—¿Cómo puede ser que entre tantos millones que hay ahí abajo no exista una sola persona que me quiera mogollón?
Esta última palabra me dio ganas de reír, pero me reprimí porque sabía que para ella ésa era una reflexión importante.
—No lo sabes. Justamente porque hay tantos millones…
—Sí lo sé —me interrumpió—, van todos a la suya.
—Pero… ¿No me dijiste en esta misma torre que no querías que nadie se enamorara de ti?
—¡Sí quiero que se enamoren de mí! Lo que pasa es que no quiero saberlo. A ver si me explico: me gustaría sentir que hay alguien que me ama de verdad, pero que no lo supiera nadie más que yo…, ni siquiera él.
—Ahora sí que no te entiendo.
—Yo tampoco, no te preocupes —dijo dándome un codazo cariñoso.
Le pasé el brazo por el hombro, como un padre que intenta hacer entrar en razón a su hija descarriada, y le dije:
—Si vas con tantas exigencias, nunca encontrarás novio. Uno que te dure más de una noche, quiero decir. ¿O es que te crees que eres perfecta?
Eva frunció las cejas, haciendo ver que se enfadaba conmigo. Luego me cogió por las solapas del abrigo y, conteniendo la risa, declaró:
—Soy perfecta, lo que pasa es que nadie se da cuenta.
Tras pasar el viernes leyendo biografías en el sofá —Eva coleccionaba vidas rebeldes—, el sábado 3 de enero me desperté de madrugada con un cielo rojizo que parecía anunciar el juicio final. Como si aquella luz me alertara de algo inminente, me dije que podía ser un día importante.
Luego me volví a dormir.
Me levanté justo a tiempo para acompañar a Eva a la clase de canto, donde Michi se desgañitaba para hacer comprender a su alumna difíciles conceptos de anatomía vocal.
—Pero ¿cuándo voy a empezar a cantar? —protestaba ella.
—No tiene ningún sentido que cantes sin conocer tu instrumento —le explicaba él.
—Lo que no tiene sentido es que no practique cuando el concierto es pasado mañana.
Eva siempre salía de los ensayos más abatida de como había entrado; por eso me había propuesto recogerla todos los días.
Aunque el año había empezado con lluvias, ella nunca quería volver a casa. Para calmar los nervios ante lo que se le venía encima, pasábamos la tarde en el cine donde echasen la película de título más largo.
Aquel día habíamos visto
Antes de que el diablo sepa que has muerto,
una violenta cinta del octogenario Sidney Lumet.
Aprovechando que había parado de llover, paseamos hasta tarde por el Marais, donde intentamos hacer una visita a BadGuy. Pero esta vez no abrió la puerta ni contestó al teléfono.
Huyendo de los caros restaurantes de la zona, compramos dos boles de fideos en un vietnamita y nos sentamos en un banco de la plaza des Vosges, donde en aquel momento un grupo de
clochards
compartían a gritos una botella de vino.
—Al llegar a París empecé a tocar en esta plaza —explicó Eva mientras esperaba a que se enfriaran un poco los fideos—. Daba una moneda de dos euros a uno de estos vagabundos por cada hora que estaba tocando.
—¿En serio?
—Claro, para compensarle por alguna moneda que se desviara y acabara cayendo sobre mi funda. No te puedes poner en la zona de un vagabundo, porque está trabajando. En esta ciudad pedir en la calle es una de las profesiones más respetables que hay. Además, ¿sabías que los
clochards
de París son verdaderos expertos en arte? Pueden hablar durante horas sobre las últimas corrientes de vanguardia.
—Me estás tomando el pelo —dije después de engullir una porción de fideos al curry.
—¡Lo que te digo es cierto! Los
clochards
visitan todas las exposiciones el día de la inauguración, porque dan bebida y comida gratis. Los galeristas los dejan pasar porque saben que tienen buen criterio artístico. De algún modo, con sus comentarios ejercen de animadores culturales.
—Es lo que decía un filósofo vasco —sonreí—. Los intelectuales siempre están allí donde hay un canapé.
Terminada la cena y la conversación sobre los vagabundos, Eva me anunció que aquella noche iba a una fiesta en las afueras de París. Al parecer, yo no estaba invitado. La cosa iba para largo y no volvería hasta la mañana siguiente. Era la primera vez que nos separábamos desde que ella había regresado del sur, así que le pregunté:
—¿Vas a ir en tu coche?
—No, me llevan.
Si hubiera preguntado quién la llevaba, habría encarnado el papel de enamorado celoso, así que me limité a decirle:
—¿Cómo es que nunca te acuestas antes de la madrugada?
—Aunque me metiera en la cama, no me dormiría. Es un problema que tengo desde adolescente. No puedo acostarme hasta encontrarle un sentido al día.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Es un poco difícil de explicar —dijo cerrando el bol de plástico—. Si al llegar la noche aún no ha sucedido nada excepcional, es como si aquel día no hubiera existido. Por eso lo alargo con la esperanza de que suceda algo que dé sentido a ese día.
—¿Algo? ¿Qué esperas que suceda?
Eva se encogió de hombros como toda respuesta. Tras permanecer un buen rato en silencio, concluyó:
—En todo caso, ya no es tan grave, porque después de mucho tiempo en blanco, creo que estoy enamorada. Eso me ayuda a encontrar un sentido al día.
—¿De quién? —le pregunté asombrado.
—Es un secreto.
Al llegar solo a casa me esperaba un nuevo misterio que abriría la puerta a otro más terrible si cabe. Tras ocuparme de
Michelle
y prepararme una infusión de rooibos como un perfecto soltero, capturé con mi portátil el Internet que fluctuaba entre el vecindario.
Desde que había vuelto a conectar mi teléfono móvil, ya no sentía la necesidad de aislarme del mundo.
Entre unas cuantas felicitaciones navideñas, que dejé para contestar más adelante, encontré un escueto correo de la Mary del jardín. No parecía dispuesta a darme descanso tampoco aquel año.
Querido Dickon:
Éste es mi último mensaje.
Si aún quieres encontrar la entrada al jardín secreto, bastará con que respondas a esta pregunta: ¿Qué es lo que sólo saben las hadas?
Tuya si me encuentras,
Mary
Aquel jueguecito empezaba a cansarme, así que me dispuse a mandar a paseo a Mary para que aquél fuera efectivamente su último correo.
Sin embargo, mientras tecleaba el encabezamiento del mensaje, la mirada se me desvió instintivamente hacia el llavero sobre la mesa, que mostraba a la niña plácidamente sentada en el jardín. Justo entonces recordé algo que instaló en mí una terrible sospecha.