Ojalá estuvieras aquí (22 page)

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Authors: Francesc Miralles

Tags: #Romántico

BOOK: Ojalá estuvieras aquí
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Recuperé la historia del presunto asesino que había seguido a Eva hasta la puerta. Dado que había estado un buen rato al otro lado, podía haberle caído el llavero que ella había encontrado en la alfombrilla de la entrada.

En ese caso, toda aquella trama podía ser un anzuelo para atraer a su fallida víctima hacia sus zarpas. Puesto que hasta el momento siempre había acudido solo a las citas, tal vez esperaba a que Eva me acompañara para atacarla en un momento de distracción.

Era una explicación rocambolesca, pero sabía que no lograría pegar ojo sin haberla descartado, así que marqué el número de móvil de mi amiga pese a ser ya medianoche.

Como era de prever, saltó el contestador, donde dejé grabada una pregunta muy concisa: cuándo había encontrado el llavero antiguo al otro lado de la puerta. Luego me acosté en el sofá con la esperanza de que mi suposición no fuera cierta y Eva pudiera seguir buscando el sentido al día.

Un carnet de identidad universal

Mi noche transcurrió entre una marejada de pesadillas en las que se mezclaba insistentemente el pasado y el presente. Desde el centro de control de la conciencia, luché por despertar en unas cuantas ocasiones, pero cada vez que me dormía era para caer en un sueño peor.

Fue por ese agitado duermevela que pude escuchar a las ocho de la mañana el doble pitido del móvil, indicando que había entrado un nuevo mensaje. En estado de alerta desde que tenía aquella funesta sospecha, salté del sofá para tomar el móvil del suelo.

Me tranquilicé al ver que era un SMS de Eva.

EL LLAVERO APARECIÓ HACE UNOS SEIS MESES

¿POR QUÉ LO PREGUNTAS?

BESO

Puesto que ella llevaba más de un año en París, respiré hondo al desvincular el llavero y Mary de aquel terrible episodio. Estaba tan contento de haberme quitado ese peso de encima, que en lugar de contestar al mensaje decidí llamar a Eva, que respondió con voz despejada.

—¿Cómo es que te levantas tan pronto? —le pregunté.

—¿Pronto? ¡Si aún no me he metido en la cama!

—Pues yo de ti me acostaría. No creo que le encuentres ya sentido al día de ayer.

—Ja, ja. ¿Llamas para controlarme?

—No, llamo para hacerte una pregunta —improvisé sobre la marcha—. A ver si me puedes ayudar: ¿qué es lo que sólo saben las hadas?

—¡Las hadas! ¿A qué viene eso?

—Al parecer debo encontrar la respuesta para llegar a un lugar.

—Espera un momento, creo que por aquí hay alguien que entiende del tema.

Acto seguido oí un barullo de voces entre platos que chocaban. Al parecer había llegado el momento de la cena-desayuno. Cuando, un minuto después, se puso al teléfono una gruesa voz de mujer, quise cerciorarme antes de empezar a hablar.

—¿Eres Mary?

—Soy Claudette, si te sirve.

—Me sirve. ¿Es verdad que entiendes de hadas?

—¿Quién te ha dicho eso?

—Eva.

—Bueno, si te lo ha dicho ella, entonces sí que sé de hadas. Pero tú no necesitas ninguna, teniendo a Eva en casa.

—No, pero necesito que alguien responda a esta pregunta: ¿qué es lo que sólo saben las hadas?

La tal Claudette estuvo unos segundos en silencio, como si estuviera poniendo en orden sus ideas. Luego empezó:

—Bueno, en principio las hadas saben ver el color de las cosas. Pero no el que vemos los humanos, sino el real.

—¿Qué diferencia hay?

—No me interrumpas, que a estas horas pierdo el hilo. Las hadas son seres que están a medio camino entre el mundo de los humanos y el mundo sutil, por eso ven mucho más que nosotros. Además del color de las cosas, pueden ver el color de un sentimiento, incluso el color del pasado de una persona.

Estuve a punto de preguntarle: «¿Tiene color el pasado?», pero me frené por miedo a que se enfadara.

—Y no sólo ven el color de las cosas —prosiguió Claudette—, sino también el hilo que une lo que nosotros llamamos casualidades. Por eso son seres tan sabios: no dejan nada al azar. Si los humanos tuviéramos visión sobre ese hilo, veríamos una banda blanca y luminosa, como de telaraña fluorescente. Hay gente que quiere ver a las hadas y no lo consigue nunca, porque son ellas quienes deciden quién puede verlas. ¿Cómo escogen a unas personas y no a otras? Justamente por el color del hilo de quien se acerca a ellas. Ese hilo es…, ¿cómo te lo diría?…, un carnet de identidad universal.

Se detuvo ahí mientras las voces de fondo subían de tono. Pude reconocer la de Eva, que exclamaba algo como: «¡Es un tipo tan raro…!»

Ofendido por la posible alusión, di las gracias a la experta en hadas y colgué el teléfono.

Aquellas criaturas maravillosas y sus hilos de colores me habían desvelado totalmente, así que pasé por la ducha y me propuse dedicar el domingo a una limpieza a fondo de la casa.

Me gustaba la idea de que mi hada particular encontrara su casa impecable, tras la clase de canto, ya que supuse que acudiría directamente desde el lugar de la fiesta.

Después de un desayuno consistente, empecé despejando el salón de trastos para poder barrer y fregar. Desde lo alto de un armario, la gata vigilaba mis movimientos por la casa con el rigor de un capataz. Una estantería llena de cajas que hacía esquina con el sofá estaba pegajosa de tanta suciedad, así que decidí vaciarla para pasarle un trapo húmedo.

Al devolver una de esas cajas a su estante original sucedió un pequeño accidente que lo cambiaría todo.

Un abultado sobre marrón que estaba en la parte trasera del estante cayó al suelo con un fuerte chasquido. Temiendo que en su interior hubiera un material frágil, lo abrí con cuidado para verificarlo. Para mi alivio, sólo había fotografías en un papel más grueso de lo normal, como el que se usa para las exposiciones.

Vi que la primera era del puente sobre París que aparecía en la portada del disco de Eva, pero sin ella. Lleno de curiosidad, saqué las fotografías del sobre y empecé a pasarlas con cuidado.

La mayoría eran retratos de ella en una mañana de cielo gris, algunos de los cuales ya conocía por el cede que me había vendido BadGuy. En todas las imágenes, la porción de cielo era exageradamente grande en comparación con el espacio que ocupaba la modelo. Eso le daba un aire etéreo, lo cual debía de ser la intención del fotógrafo, pero también le imprimía un toque apocalíptico. Con tanto cielo gris a su alrededor —recordé la canción de Bee Gees «Too Much Heaven»—, parecía que Eva estuviera a punto de ahogarse.

Y lo extraño del caso era que esa particular composición de las imágenes me resultaba familiar. ¿Cómo era posible?

La respuesta estaba en la siguiente fotografía. La cámara debía de haber sido fijada en un trípode para que Eva y su retratista pudieran aparecer en el mismo encuadre. Se trataba de una chica de edad parecida a la suya, con expresión afable bajo el pelo corto y revuelto. Las gafas de montura de pasta le daban un aire relajadamente intelectual. Por la sonrisa de complicidad, supe que aquella fotógrafa no había cobrado por la sesión.

No necesité visualizar ningún hilo fluorescente para adivinarlo porque conocía bien a la retratista: era Marta.

De verdad te lo digo

Aunque quedaban todavía muchos cabos sueltos, de repente todo empezaba a encajar. Aturdido, recordé la conversación con Marta la noche de mi cumpleaños. Ella acababa de regresar de un
tour
fotográfico por Francia para un libro de arquitectura.

Me había presentado el disco como un poco de «bohemia parisina» que ella me regalaba de su largo viaje. Ahora sabía que París no había sido una escala más, ya que le había dado tiempo de conocer a Eva Rodríguez y preparar una serie fotográfica para su disco, si es que su implicación no era mayor.

BadGuy había hablado de un secreto mecenas que había costeado la producción, y me inclinaba a pensar que podía ser la misma Marta. El motivo era algo que todavía se me escapaba.

Atrapado en una trama cada vez más desconcertante, aproveché que tenía el móvil conectado para llamar a mi única amiga de la carrera de arquitectura, si después de aquel engaño aún podía considerarla así. Su voz temperada repitió en el contestador el mensaje que ya había escuchado después del robo.

Hola. Estaré fuera de casa hasta el 6 de enero. Puedes dejar tu mensaje después de la señal y te llamaré lo antes posible.

Tras el pitido quise decirle algo, pero estaba tan bloqueado que me quedé sin habla. Finalmente colgué.

Había logrado que Eva me llevara, después de su clase, al puente sobre el Sena de la fotografía. Algo me decía que allí se hallaba la raíz de todo aquel enredo, así que me pareció el lugar adecuado para que aflorara de una vez todo lo que había permanecido oculto.

Muy callada durante todo el trayecto hacia el puente de Sully —la localización elegida por Marta—, una vez allí empezó a mirar con resignación las aguas sucias del Sena. Sus ojos habían adquirido la tristeza que emanaba de la carátula de
Ojalá estuvieras aquí.

Mientras yo meditaba por dónde empezar, vi que el puente ofrecía dos vistas contrapuestas: desde uno de los lados había un buen panorama de Notre-Dame y de la Cité; el elegido por Marta, donde ahora estaba la modelo, daba a un paisaje sombrío de astilleros decadentes y barcazas corroídas por la humedad.

De repente recordé, como una revelación, lo que me había dicho BadGuy sobre el «problemilla» que ella había tenido un año atrás. Y por algún motivo supe que había puesto el dedo en la llaga.

—¿Te trae malos recuerdos este puente? —me atreví a preguntar.

Eva suspiró antes de responder:

—Buenos y malos, como tantos otros lugares.

—Déjame que adivine. Subida a este puente tuviste un pensamiento terrible, porque la vida en París no era lo que tú esperabas encontrar. Era duro tocar en la calle y no ver amor en ningún sitio, rodeada de tipos que sólo aspiraban a emborracharte para echar un polvo. En el puente de Sully pensaste que nada valía la pena y que tal vez lo mejor era dejarte caer para que las aguas te arrastraran bien lejos, junto con tus sueños.

Una lágrima temblorosa surcó la mejilla de Eva confirmando que no iba desencaminado.

—Pero alguien lo impidió —continué con mi deducción—. Alguien que estaba fotografiando el puente se dio cuenta de que algo terrible estaba a punto de pasar y te detuvo en el último momento. Se llamaba Marta y os llegasteis a hacer amigas. En honor al lugar donde os conocisteis, quiso hacer aquí la foto del disco que además te ayudó a producir.

Eva se secó los ojos con la manga del abrigo antes de preguntar:

—¿Te ha contado Marta todo eso?

—No sé nada de ella desde que salí de Barcelona, aunque sospecho que corre por aquí.

Una sonrisa nerviosa de Eva me reveló que ella había visto a Marta durante mi extraña aventura, de la que sólo empezaba a entender una pequeña parte.

—¿Estaba ayer en la fiesta? —pregunté escandalizado.

—Aja.

—Por eso yo no estaba invitado, porque se hubiera descubierto todo el pastel.

—Tampoco es eso —dijo reclinándose sobre mi hombro, como si la hubieran abandonado las fuerzas—. Muchas de las respuestas que buscas son algo entre Marta y tú, de verdad te lo digo.

—Pues yo quiero que me cuentes al menos tu parte.

Un fuerte viento empezó a azotar el puente. Los cabellos de Eva se levantaban dramáticamente como en la fotografía. Mientras se abrazaba el abrigo para entrar en calor, declaró:

—Te vas a llevar una decepción, te lo advierto.

Nos refugiamos en un pequeño café cerca del puente. En compañía de una botella de vino y dos copas, supe que Eva había querido corresponder a Marta alojándola en su casa mientras fotografiaba París para el libro. Al parecer —me dije—, era su costumbre cobijar a los que ella consideraba sus salvadores.

Lo que había de ser la convivencia de unos días se fue alargando, porque Marta, de algún modo, había tomado a Eva bajo su protección. Mientras la amistad entre las dos crecía, una noche de borrachera la primera tuvo una idea bienintencionada que acabaría desembocando en todo aquel lío. Le dijo que su mejor amigo cumplía treinta años al cabo de un año y que le gustaría hacerle un regalo muy especial: ella esbozaría unas letras con momentos de su vida para que Eva compusiera la música y las cantara. Como Marta tenía un presupuesto alto para el reportaje fotográfico, gastaría parte del dinero para financiar la grabación.

El plan era perfecto: Eva tendría su primer disco y Marta entregaría a su amigo un regalo inolvidable, que era toda una declaración de amor.

Conmocionado por estas revelaciones, tuve que salir a tomar aire antes de seguir tirando del hilo. Un alud de recuerdos empezaba a encontrar su lugar en el laberinto del que estaba a punto de salir. Durante la universidad había existido un amor platónico entre nosotros; habíamos consumido cientos de horas en el bar repasando nuestras vidas imperfectas. Alguna vez incluso habíamos estado a punto de besarnos, pero la amistad se había convertido en una barrera demasiado gruesa para atrevernos a cruzarla.

La llegada de Desirée a mi vida había enfriado la relación, pero yo seguía recordando aquellas conversaciones sin fin, cuando a Marta y a mí el mundo nos parecía un lugar donde cualquier cosa podía suceder. Como ahora. Aquel disco y las hazañas de Mary por los jardines de París indicaban que, por su parte, tampoco Marta me había olvidado.

El abandono de Desirée y mi huida de Barcelona había precipitado las cosas. Marta no esperaba que el disco tuviera aquel efecto en mí y se sentía responsable, así que se encarnó en un personaje de sus lecturas infantiles, Mary Lennox, para mantenerme ocupado mientras ella vigilaba que yo no hiciera ninguna tontería. Un ángel de la guarda bajo la forma de una niña victoriana. El llavero era suyo, y había dejado personalmente el libro ámbar en el café con la complicidad del camarero. Tenía previsto su regreso en un vuelo de madrugada tras el concierto del Olympia, donde entraría una vez empezado el festival para que yo no la descubriera.

—¿Estás decepcionado conmigo? —preguntó Eva al completar su versión de los hechos.

—En absoluto —dije, abrumado, mientras cubría su mano con la mía—. Pero me asombra que hayas sido capaz de ocultarme tantas cosas durante todo este tiempo.

—Ha sido un juego sucio por mi parte, lo reconozco. Pero no hacia ti, sino hacia Marta.

—¿Por qué lo dices?

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