Era el turno de los últimos. Tiritando de frío bajo la lluvia, el soldado de los ojos azules terminó de atarse el saco de oro sobre el hombro izquierdo, se ajustó el barbuquejo del morrión, sacó la espada y echó a andar. El agua sobre los ojos lo cegaba, y la oscuridad le impedía ver dónde iba poniendo los pies. La columna se movía con ruido de pasos, oraciones, blasfemias, rumor metálico de armas y corazas. Iba a ser un largo camino, se dijo. Tacuba, Veracruz, Cuba, España. El peso del oro lo reconfortaba. Había venido muy lejos a buscarlo, había peleado y sufrido y visto morir a muchos camaradas por ese oro. Él tenía la certeza de que iba a salir con bien de aquélla; y a su regreso ya no tendría que arar la tierra ingrata en la que había nacido, seca y maldita de Dios, tierra de caínes esquilmada por reyes, curas, señores, funcionarios, recaudadores de impuestos y alguaciles; por sanguijuelas que vivían del sudor ajeno. Con aquel oro tendría para vivir bien y hacer una buena boda, para poseer su propia tierra y su propia casa. Para envejecer tranquilo, como un hidalgo, contándole a sus nietos cómo conquistó Tenochtitlán. Para morir anciano y honrado sin deber nada a nadie, porque hasta el último gramo de oro lo había ganado con su sangre, sus peligros, sus combates, su salud y su miedo.
En el centro, Cortés, otros cincuenta españoles y quinientos tlaxcaltecas con la artillería y el quinto del tesoro correspondiente al rey.
Sintió un hueco en el corazón, y antes de ser consciente de su pensamiento supo que pensaba en ella. Los soldados que iban delante se habían parado; y allí, inmóvil bajo la lluvia, mientras esperaba a que la columna reanudara su marcha, recordó. Sólo era una india, se dijo. Sólo era una de esas indias. Las había a cientos, y ésta no tenía nada de particular. No era ni especialmente bonita ni especialmente nada. Pero él la encontró en el momento oportuno, al principio, cuando las relaciones de españoles y mexicanos aún eran buenas. Se la había tirado como lo que era: una perra pagana. Se la había tirado disfrutándola, con rudeza. Sin embargo, ella le cobró afición al
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barbudo de ojos azules; volvió un día tras otro, y él repetía hembra entre las bromas groseras de sus compañeros. Qué le das, decían socarrones. Aquella mexicana se le quedaba mirando a los ojos y lo acariciaba hablando cosas extrañas en su lengua. Era muy joven y muy triste; no se reía nunca, como si viviera envuelta en un presentimiento. Un día, ella le dio a entender que estaba preñada, y él se lo contó a los otros y todos se rieron mucho. Luego se la calzó por última vez antes de echarla a patadas, a ella y al bastardo pagano que llevaba en la tripa. Sin embargo, a la segunda o tercera noche en que no volvió, se sintió extraño. Anduvo un par de días buscándola, sin admitirlo ni siquiera ante sí mismo. Pero no dio con ella. Por fin reconoció, aunque tarde, que añoraba su piel sumisa, y el tono quedo de su voz cuando lo acariciaba, y aquella mirada oscura que a veces fijaba en él, orgullosa y lúcida e inconquistable allá adentro; y experimentaba una indefinible nostalgia de algo que apenas había llegado a conocer. Pensaba en aquella india con un hueco raro en el corazón, igual que el que sentía esta noche. Un hueco cuya intensidad superaba incluso la del miedo.
Aquella mexicana se le quedaba mirando a los ojos y lo acariciaba hablando cosas extrañas en su lengua.
Porque el miedo ya era mucho. Los tambores habían acelerado su batir, y Tenochtitlán entera resonaba de trompetas y gritos de los mexicanos alertados: se van, los
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se van, acudid y atajadlos y que no quede uno con vida. Y de la noche surgían cientos y miles de guerreros que caían en turba sobre la columna, y la laguna y los canales se cubrían de canoas de indios vociferantes, y los pasos y los puentes se taponaban de caballerías muertas, y de fardos con oro abandonados, y de mexicanos armados y feroces tirando con lanzas y flechas y mazas. Resbalaban los caballos en la calzada mojada de lluvia y caían los hombres desventrados, gritando, a los canales, y avanzaban los españoles en la oscuridad, por los vados a medio llenar de los puentes, el agua por la cintura, lastrados por el peso del oro bajo el que se ahogaban muchos. Atrás, volvamos, gritaban algunos, corriendo a encerrarse de nuevo allí de donde ya no saldrían jamás. Otros apretaban los dientes y seguían entre la turba de indios, arremetiendo a cuchilladas, adelante, adelante, a Tacuba y Veracruz o al infierno esta noche; y Cortés y los que iban a caballo se alejaban ya a salvo picando espuelas con la vanguardia, dejando muy atrás los puentes y a los que iban a pie, dejando atrás a esa retaguardia sumergida bajo miles de mexicanos sedientos de venganza, a la retaguardia que ya no era sino un desorden de hombres luchando a la desesperada por abrirse paso, gritos por todas partes, gritos de los hombres que clavaban las espadas ensangrentadas, gritos de los heridos y agonizantes, gritos de los mexicanos que caían con valor inaudito sobre los soldados rebozados de hierro, sangre y fango de los canales, gritos de los españoles apresados a quienes cortaban los tendones de los pies para que no escapasen, antes de arrastrarlos vivos hasta las pirámides de los templos, donde los sacerdotes no daban abasto y la sangre corría en regueros espesos bajo la lluvia.
El soldado de los ojos azules peleó con bravura, a la desesperada, chapoteando en el barro, abriéndose paso a estocadas. El saco de oro le pesaba en el hombro pero no quiso dejarlo. Había ido muy lejos a buscarlo, y no pensaba regresar sin él. Avanzaba con un grupo de compañeros, batiéndose todos como perros salvajes, matando y matando sin tregua, y de vez en cuando alguno de ellos caía o era arrancado por las manos de los mexicanos y se oían sus gritos mientras se lo llevaban. La noche era cada vez más negra y turbia de bruma y lluvia, y en lo alto de los templos las antorchas ardían iluminando siluetas que se debatían sobre los peldaños rojos, y los cuchillos de obsidiana bajaban y subían sin descanso, y seguían sonando los tambores. Bum, bum, bum, bum. Pero el soldado de los ojos azules ya no oía los tambores porque su corazón latía aún más fuerte en su pecho y en sus tímpanos. Las piernas se le hundían en el barro y el brazo le dolía de matar. Una piragua vomitó más guerreros aullantes que se abalanzaron sobre el grupo, y éste se deshizo, y se oyó la voz del capitán Alvarado diciendo corred, corred, que ya no queda nadie detrás, corred cuanto podáis y que cada perro se lama su badajo. Y luego todo fue una carnicería espesa, tunc, y cling, y chas, carne desgarrada y golpes de maza y tajos de espadas, y el soldado oyó más gritos de españoles que morían o pedían clemencia mientras los arrastraban hacia los templos, y se dijo: yo no. El hijo de mi madre no va a terminar de ese modo.
El oro le pesaba cada vez más y lo hundía en el barro, pero no quiso dejarlo, no lo dejaré nunca, he pagado por cada onza, y sigo pagando.
Llegaré a Veracruz y a Cuba y a España, y compraré esa tierra que me espera, y envejeceré contando mil veces cómo fue esta asquerosa noche. El oro le pesaba cada vez más y lo hundía en el barro, pero no quiso dejarlo, no lo dejaré nunca, he pagado por cada onza, y sigo pagando. Vio ante sí unos ojos oscuros como los de aquella india en la que pensaba a trechos, pero éstos venían llenos de odio y la mano que se alzaba ante él blandía una maza. Se abrazó al mexicano, un guerrero águila pequeño y valiente, y abrazados rodaron por el fango, golpeando el otro, acuchillando él. Tajó en corto con la daga, porque había perdido la espada. Sácame de aquí, Dios, sácame de aquí, Dios de los cojones, sácame vivo, maldito seas, sácame y la mitad de este oro la emplearé en misas, y en tus condenados curas, y en lo que te salga de los huevos. Llévame vivo a Veracruz. Llévame vivo a Tacuba. Llévame vivo aunque sólo sea hasta el próximo puente, que ya me las apañaré yo luego.
Siguió adelante, y ya ningún otro español iba a su lado. Soy el último, pensó. Soy el último de nosotros en este puñetero sitio. Soy la retaguardia de una vanguardia que ya está a una legua de aquí. Soy la retaguardia de Cortés y de su puta madre, y este oro me pesa tanto que ya no puedo caminar. Estaba cubierto de barro y de agua y de sangre suya y mexicana, y los pies se negaban a moverse, y el brazo le dolía de tanto acuchillar. Estaba ronco de dar gritos y le ardían los pulmones y la cabeza; pero el hueco del corazón seguía allí, y no podía dejar de pensar en ella. Estará en alguna parte de esta ciudad con su bastardo en la tripa, mirando lo que pasa. Mirando cómo a los
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nos hacen filetes. Igual hasta piensa en mí. Igual se pregunta si he logrado pasar. Igual hasta siente que me vaya.
Más indios. Ahora ya no intentó escapar. Carecía de fuerzas, así que acuchilló resignado, una y otra vez, cuando la turba le cayó encima dando alaridos. Acuchilló a tajos con una mano sobre el saco de oro y la daga en la otra hasta que sintió un golpe en la cabeza, y luego otro, y otro, y varias manos lo sujetaron, y aún intentó clavarles la daga hasta que comprendió que ya no la tenía. Entonces le arrancaron el saco de oro y se lo llevaron por la calzada bajo la lluvia, a la carrera, arrastrando los pies por el suelo, hacia una de las pirámides cuyos escalones brillaban rojos a la luz de las antorchas en las que crepitaba la lluvia. Y gritó, claro. Gritó cuanto pudo, desesperado, de forma muy larga, muy angustiada, a medida que lo iban subiendo a rastras pirámide arriba. Gritó de pavor ante la multitud de rostros que lo miraba, y de pronto dejó de gritar porque la había visto a ella.
Gritó de pavor ante la multitud de rostros que lo miraba, y de pronto dejó de gritar porque la había visto a ella.
La había visto allí, entre la gente, observándolo fijamente con aquellos ojos grandes y oscuros. Lo miraba como si quisiera retenerlo en su memoria para siempre; y él apenas tuvo tiempo de verla un instante, porque siguieron arrastrándolo hasta el altar ensangrentado, que rodeaban cadáveres de españoles con las entrañas abiertas. Ahora oía otra vez los tambores. Bum, bum, bum. Tiene huevos acabar así, pensó. Bum, bum, bum. Es un lugar extraño, y nunca imaginé que fuese de esta manera. Sintió cómo lo levantaban en vilo, tumbándolo boca arriba sobre el altar mojado que olía a sangre fresca, a vómitos de miedo, a vísceras abiertas. Le quitaron el peto, el jubón y la camisa. Sentía un terror atroz, pero se mordió la lengua para no gritar, porque ella estaba allí, alrededor, en alguna parte, y él sabía que seguía mirándolo. Varias manos le inmovilizaron brazos y piernas. Quiso rezar, pero no recordaba una sola palabra de maldita oración alguna. Tenía los ojos desorbitados, muy abiertos a la lluvia que le caía en la cara, y de ese modo vio el cuchillo de obsidiana alzarse y caer sobre su pecho, con un crujido. Y en el último segundo, antes de que la noche se cerrara en sus ojos, aún pudo ver latir en alto, en las manos del sacerdote, su propio corazón ensangrentado.