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Authors: Charles Dickens

Oliver Twist (22 page)

BOOK: Oliver Twist
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—¡Imposible, señor imposible! —replicó con energía la anciana.

—Repito que es un impostor. ¿Qué importa que usted lo conceptúe imposible? Acabamos de saber toda su historia desde el día que vino al mundo, de la que resulta probado y averiguado que siempre ha sido un pillete.

—¡No me lo harán creer nunca, señor! —replicó con calor la anciana—. ¡Nunca!

—Ustedes, las viejas, jamás creen más que a los charlatanes y los cuentos de hadas y de brujas —gruñó el extravagante Grimwig—. Lo que usted no cree lo venía yo sospechando hace ya tiempo. ¿Por qué no me consultaron el día mismo que el muchacho entró en esta casa? Probablemente lo habría usted hecho, amigo Brownlow, de no haberle visto devorado por la fiebre, ¿eh? ¡Claro!... Un muchacho con fiebre es una cosa interesante, ¿no?

—Era un niño dulce, cariñoso, humilde —objetó la señora Bedwig indignada—. Cuarenta años hace que trato niños, caballero, y sé muy bien lo que son: aquéllos que no pueden decir otro tanto, deberían callarse en vez de hablar de lo que no entienden ni conocen: ésa es mi opinión.

La indirecta debía dar forzosamente en el blanco, pues hay que tener presente que Grimwig era solterón recalcitrante, y dio, en efecto; pero como no produjera más resultados que una sonrisa de conmiseración por parte del
blanco
herido, la señora Bedwin se quitó el delantal, dispuesta a pronunciar otro discurso más o menos breve, cuando la interrumpió el señor Brownlow, diciendo con entonación de cólera que estaba muy lejos de sentir:

—¡Silencio! ¡Que nadie vuelva nunca a pronunciar en mi presencia el nombre de ese desdichado! ¡Bajo ningún pretexto quiero oírlo! ¿Ha entendido usted bien? Puede retirarse, señora Bedwin, y no olvide que quiero ser obedecido.

Aquella noche, la tristeza fue la diosa que presidió en el hogar del señor Brownlow.

Sufría Oliver horriblemente al acordarse de sus buenos amigos de Pentonville. Por fortuna para él, ignoraba las noticias que a oídos de aquéllos habían llegado. Si hubiera escuchado la historia narrada por Bumble, probablemente habría muerto de dolor.

Capítulo XVIII

Explica cómo pasaba el tiempo Oliver en la agradable compañía e sus amigos intachables

Al día siguiente, a eso del mediodía, en ocasión en que el
Truhán
y el caballerito Carlos Bates habían salido a la calle por asuntos de su profesión, aprovechó Fajín la coyuntura para leer a Oliver un largo sermón sobre el deplorable y horrendo pecado de la ingratitud, en el que con claridad meridiana le demostró que había incurrido, y no a medias por cierto, alejándose libre y deliberadamente de la dulce compañía de sus ejemplares compañeros, sin reparar en que los dejaba sumidos en la ansiedad más viva, y mucho más al intentar escapar de nuevo, cerrando los ojos a las grandes molestias y gastos enormes que encontrarle les había costado.

Fajín insistió de una manera particular la hospitalidad que le había concedido y en las muestras cariño que le había prodigado cuando lo llevaron a su casa por primera en estado tan deplorable, que sin caridad hubiera perecido de hambre. Hízole asimismo historia de las desgracias que ocurrieron a un muchacho a quien socorrió por caridad en circunstancias análogas, el cual muchacho, habiéndose mostrado indigno de su confianza hasta el inconcebible extremo de mostrar deseos de ponerse al habla con la policía, minó funestamente su vida una buena mañana en la horca alzada en afueras del Castillo Viejo. No tomó el Judío el trabajo de ocultar la parte principal que en aquella catástrofe había tenido, pero deploró, con lágrimas en los ojos, el extravío y la conducta pérfida aquel desventurado hicieran necesario presentarle como autor del robo de una corona, hecho que, si no rigurosamente exacto, en cambio preciso para la seguridad suya (de Fajín) y de sus buenos amigos.

El judío terminó su arenga haciendo una descripción terrorífica de la horca y expresando, con entonación dulce y extremadamente fina, que sentiría verse obligado a someter a Oliver Twist a suplicio tan poco agradable.

Congelábase la sangre en las venas del pobre Oliver a medida escuchaba el discurso del judío comprendía, aunque a medias, las encubiertas amenazas con que las acompañaba. Que cabe en lo posible que la justicia confunda inocente con el culpable, cuando circunstancias ponen al primero contacto con el segundo, lo sabía por experiencia propia, y que el judío tenía tomadas todas las medidas para prevenir las delaciones y hacer desaparecer a las personas excesivamente comunicativas, así como también que más de una vez había recurrido a ellas, lo tuvo como más que probable, al recordar la índole del altercado ocurrido entre el viejo filántropo y el caballero Sikes, altercado que parecía hacer referencia a algún complot de esta índole.

Cuando Oliver levantó tímidamente la cabeza, su mirada asustada tropezó con la penetrante del judío, y el desventurado hubo de comprender que la palidez lívida de su rostro y el temblor de sus miembros no habían pasado inadvertidos para el viejo bribón ni dejaron de ser de su gusto.

Contrajéronse los labios delgados del judío en una sonrisa espantosa, y después de dar a Oliver un golpecito en la cabeza, y de decirle que estuviera tranquilo, que si trabajaba volverían a ser excelentes amigos, tomó el sombrero, púsose un levitón lleno de remiendos y salió cerrando la puerta con doble vuelta de llave.

Todo aquel día, y gran parte de los siguientes, por espacio de largo tiempo, Oliver permanecía solo, sin ver a nadie desde las primeras horas de la mañana hasta media noche. En sus eternas horas de soledad, disponiendo de tiempo sobrado para abandonarse a sus pensamientos, acordábase sin cesar de sus caritativos amigos de Pentonville, y vertiendo lágrimas arrancadas por el más acerbo de los dolores, imaginábase la pésima opinión que de él tendrían formada.

Al cabo de una semana, o poco más, el judío dejó de cerrar con llave la puerta de la cárcel de Oliver, y éste quedó en libertad para recorrer la casa.

Imposible imaginar nada más triste y sucio. Las habitaciones de arriba tenían grandes chimeneas y descomunales puertas, y sus muros estaban revestidos con tableros de madera y variadas cornisas que, aunque ennegrecidas por la acción del tiempo y cubiertas de espesa capa de polvo, dejaban entrever varias esculturas y adornos. De ello infirió Oliver que, mucho tiempo antes que el judío viniera al mundo, el inmueble había pertenecido a personas de rango más elevado, y que probablemente, por aquella época, la morada sería alegre y elegante no obstante el aspecto de desolación que entonces presentaba.

Las arañas habían tendido sus sutiles telas por todos los ángulos de los muros y de los techos, y hasta ocurría con frecuencia, cuando Oliver pasaba de una a otra estancia, que más de un ratón asustado corriera presuroso a esconderse en su agujero al oír ruido de pasos. Salvas estas excepciones, ni la vista ni el oído encontraban en la casa vestigios de ser viviente. Llegada la noche, cuando Oliver se sentía cansado de recorrer habitaciones, solía agazaparse en un rincón del pasillo que terminaba en la puerta de la calle en su afán de estar más cerca de la sociedad de los vivientes, y allí se pasaba el tiempo, atento el oído y contando las horas, hasta que regresaban el judío y los muchachos.

En todos los aposentos se veían las ventanas cerradas y sólidamente sujetas por medio de barras de hierro cuyas piezas de sujeción estaban atornilladas en el marco con gruesos tornillos, y en ellas no entraba más luz que algunos hilos sutiles que conseguían filtrarse a través de algunos agujerillos redondos abiertos en el techo, luz que acrecentaba extraordinariamente el aspecto tétrico de las habitaciones, que parecían morada de sombras fantásticas. Un granero, empero, tenía un hueco sin ventanas, aunque defendido con sólidas barras de hierro comidas por la herrumbre, al cual solía asomarse con frecuencia Oliver para contemplar con mirada melancólica el mundo exterior. Por desgracia nada se descubría desde aquel observatorio más que una masa confusa de tejados, aleros y negras chimeneas. Cierto que algunas veces conseguía ver asomada sobre el parapeto de alguna casa lejana una cabeza desmelenada que más que humana parecía de oso, pero ni ese consuelo duraba mucho, pues aquélla volvía a retirarse con presteza y, por otra parte, como la ventana que a Oliver servía de observatorio estaba condenada, y los años y la lluvia habían depositado sobre los cristales una capa espesa de polvo y de partículas de hollín, a duras penas le permitía distinguir los bultos y nunca las formas de los objetos exteriores. En cuanto a las probabilidades de hacerse ver u oír, podía considerarlas tan remotas como si hubiese vivido en la gran bola que corona la catedral de San Pablo.

Una tarde que el
Truhán
y el elegante señorito Bates tenían en proyecto pasar la velada fuera, ocurriósele al primero atender al ornato de su persona con mayor esmero que de costumbre cosa que en honor a la verdad se le ocurría muy contadas veces, y con este objetivo a la vista, llevó su condescendencia hasta el extremo de mandar a Oliver que le ayudase.

Contento Oliver al ver que se te ofrecía ocasión de ser útil, feliz con poder mirar rostros humanos, siquiera éstos fueran desagradables, y deseoso de conciliarse el afecto de los que le rodeaban, siempre que honradamente pudiera hacerlo, no opuso la menor objeción a los deseos del
Truhán.
Manifestóse dispuesto a complacerle, y arrodillándose en el suelo mientras el
Truhán
se sentaba en una mesa, dio comienzo a la operación que el digno discípulo de Fajín llamaba «barnizar las trotonas», frase que en lenguaje más asequible a la generalidad equivale a «lustrar las botas».

Fuera impulsado por ese sentimiento íntimo de libertad e independencia que es de suponer experimenta todo animal racional cuando está cómodamente sentado sobre una mesa, fumando una pipa y moviendo a su antojo las piernas mientras le lustran las botas sin que para ello haya de tomarse la molestia de descalzarse ni como consecuencia, la de calzarse de nuevo, fuera que la excelente calidad del tabaco que fumaba dulcificase sus sentimiento o la bondad de la cerveza enterneciera su corazón, lo cierto, lo evidente es que el
Truhán
se dejó llevar por una vez de cierta especie de romanticismo o entusiasmo que contrastaba con su carácter habitual.

—¡Lástima que no sea un
randa
—exclamó mirando con simpatía a Oliver y acompañando su exclamación con un suspiro.

—¡Ah, sí! —respondió Carlos Bates—. Le sale al encuentro la felicidad, y la desdeña.

El Truhán
suspiró de nuevo y dio otra chupada a la pipa. Otro tan hizo Bates. Al cabo de algunos momentos de silencio, añadió el
Truhán
con tono de lástima:

—Apostaría a que ni siquiera sabes qué es
randa.

—Creo que sí —contestó Oliver—.
Randa
es ladr... y ustedes, ¿verdad?

—Lo soy —respondió el
Truhán
—. Lo soy, y me merecen el desprecio más profundo todos los demás oficios. Lo soy, como lo es también Carlos, como lo es Sikes, como lo es Belita. Todos lo somos, hasta el perro, que figura en la cuadrilla en último lugar.

—Y es el menos dispuesto a vendernos —añadió Carlos Bates.

—No es capaz de respirar si le pone en el banco de los testigos ante un tribunal de justicia por miedo a venderse —observó el
Truhán
—. Si quince días le tuvieran atado al banco mencionado, bien seguro es que no soltaría un ladrido.

—Claro que no —asintió Bates.

—Es un perfecto perro, la caballerosidad personificada. ¿Has notado cómo mira con fiereza a cualquier desconocido que se permite la inconveniencia de reír estrepitosamente o de cantar cuando estamos en asuntos de servicio? ¿Has oído cómo gruñe y enseña los dientes cuando a sus oídos llegan las armonías de un violín? ¿Has reparado en el odio que profesa a todos los perros que no pertenecen a su rango y condición social? ¡Oh! ¡Es el honor de su especie!

—¡Es un verdadero santo! —dijo Bates.

El objeto de Bates al lanzar la última exclamación no fue otro que rendir tributo de admiración a la habilidad del perro, sin que se le ocurriera que aquélla podía tener otro sentido, no menos exacto. Son muchas las señoras, muchos los caballeros que pretenden ser santos, dignos de figurar en los altares, que presentan muchos puntos de perfecta semejanza con el perro de Sikes.

—¡Bueno! —dijo el
Truhán,
reanudando el hilo de la conversación con el método diligente que informaba todos sus actos—. Nada tiene que ver lo que estamos diciendo con el angelito que tenemos presente.

—¡El Evangelio! —exclamó Bates—. ¿Por qué no entras al servicio Fajín, Oliver?

—Con lo que harías tu fortuna en un quítame allá esas pajas —exclamó el
Truhán
riendo.

—Y podrías retirarte a vivir de tus rentas como un gran señor, como pienso hacer yo el primer año bisiesto que venga seguido de otros cuatro en el jueves cuadragésimo segundo de la semana de la Trinidad — repuso Bates.

—No me gusta —contestó con timidez Oliver—. Lo que deseo es que me dejen marchar... Yo... iría de muy buena gana.

—Pero, si no me engaño, Fajín no parece muy dispuesto a dejarte marchar —replicó Bates.

Demasiado bien lo sabía Oliver; pero creyendo peligroso expresarse con más claridad, suspiró y prosiguió la operación de lustrar las botas.

—¡Pero, hombre! —exclamó el
Truhán
—. ¿Es que no tienes amor propio? ¿No conoces la dignidad? ¿Te has propuesto vivir a costa de tus amigos?

—¡Quita allá! —contestó Bates, sacando del bolsillo dos o tres pañuelos de seda y dejándolos sobre un aparador—. ¿Por tan ruin e innoble le tienes?

—¡Por nada del mundo lo haría yo! —exclamó el
Truhán
con altiva repugnancia.

—Pero en cambio sabe dejar en la estacada a los amigos y no le importa que sufran el castigo correspondiente a pecados cometidos por usted —objetó Oliver sonriendo.

—Eso —replicó el
Truhán
— fue consideración hacia Fajín. Los espías saben muy bien que trabajamos juntos, y los perjuicios hubieran sido para nuestro maestro si nosotros no hubiésemos
ahuecado
a tiempo. Fue sencillamente un ardid, ¿no es cierto, Carlos?

Bates contestó con un gesto de asentimiento, y habría contestado también verbalmente; pero le asaltó tan de repente el recuerdo de la huida de Oliver, que el humo de la pipa, al mezclarse con la carcajada provocada por aquél, subió hasta su cerebro, penetró por su garganta, descendió a los pulmones y determinó una tempestad de ruidosos estornudos que duró sus cinco minutos largos.

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