Read Otoño en Manhattan Online
Authors: Eva P. Valencia
Jessica
miró la fotografía de su bebé por última vez antes de guardarla junto a su ropa
en el interior de la maleta. Después dejó caer la tapa y cerró lentamente la
cremallera.
Inspiró hondo y luego se sentó en la cama junto a la
maleta. Muchos de sus recuerdos se los llevaría gravados en su memoria, pero
gran parte de ellos se quedarían para siempre entre las paredes de aquella
casa. La casa que la había visto nacer, crecer e incluso soñar.
Dio un último vistazo a la habitación y miró la hora en su
reloj. Eran las 11:54 de la mañana.
Justo en ese instante, el ama de llaves, solicitó permiso
antes de entrar.
—Pasa Geraldine.
—Disculpe Señora, su taxi le espera.
Jessica suspiró y tratando de reflejar un aire de
despreocupación en su rostro, le respondió:
—Gracias, Geraldine. Enseguida bajo.
Ella asintió. Pero cuando se disponía a salir de la
habitación, Jessica alertó de nuevo su atención.
—Aguarda un momento, por favor.
Geraldine se detuvo y esperó a que Jessica llegase a su
lado.
—No quería marcharme sin antes darte las gracias de
antemano por cuidar de la casa en mi ausencia.
—Señora, ya sabe que aunque ese sea mi trabajo, esta casa
siempre ha sido mi hogar y usted...
En ese momento, la mujer emocionada, dejó de hablar. Sacó
un pañuelo de su bata secándose con este los ojos.
Ella siempre había considerado a Jessica como si fuera su
propia hija y el solo hecho de pensar en no verla en varios meses, hacía que se
le cayera el alma a los pies. Desde que la sostuvo por primera vez entre sus
brazos, al poco de nacer, supo que la iba a amar de forma incondicional. Y así
fue. Le regaló su vida y su tiempo y estuvo a su lado cuando sus padres la
desheredaron y la echaron de sus tierras.
Geraldine no podía dejar de llorar. Por más que trataba de
serenarse y controlar sus emociones, más lágrimas brotaban de sus acongojados y
tristes ojos.
Agachó la cabeza, avergonzada.
Jessica dio un paso y cogiéndole de los brazos, le levantó
la barbilla para mirarle directamente a los ojos.
—Geraldine...
Ella frunció los labios y se sonó la nariz.
—Por supuesto que este es tu hogar, lo ha sido y lo será
siempre. Eres parte de esta casa y sin ti, no sería nada.
Jessica le sonrió con dulzura y frotándole los brazos,
prosiguió:
—Geraldine —hizo una breve pausa—, No sé cómo podré jamás
agradecerte todos los años que has estado a mi lado, cuidándome. Obligándome a
seguir cuando el mundo entero se me vino encima. Tú me ayudaste. Tú me diste
arrojo y coraje para continuar luchando, cuando mi vida para mí no valía
nada...
Los ojos de Jessica empezaron a vidriarse en cuestión de
segundos. Sabía perfectamente que ese no era un
hasta luego
sino
un
adiós
para siempre
.
Y olvidándose de
formalismos, se acercó a Geraldine y la abrazó con todas sus fuerzas.
Jessica rompió a llorar y ambas permanecieron abrazadas y
en silencio un buen rato. Al poco después, volvieron a retomar su sitio.
Entonces Geraldine se quitó un collar de oro que llevaba
puesto y se lo colgó del cuello de Jessica.
—Era de mi bisabuela.
Jessica cogió el colgante entre sus dedos y lo miró detenidamente. Era
una especie de amuleto.
—Ella creía mucho en la magia y en las supersticiones. Hay
quien incluso asegura que era una
chamán
. Su sangre era mestiza:
mitad india, mitad española —dijo mientras se secaba las últimas lágrimas—
Llévelo siempre junto a su corazón, le dará fuerzas, le dará valor y le ayudará
a seguir por el camino adecuado...
Jessica retuvo el amuleto entre sus manos y abrazó de nuevo
a su ama de llaves.
—No debería preocuparse tanto... en unos meses, estaré de
vuelta.
Geraldine apretó los labios con fuerza limitándose a no
decir nada. Pero sus gestos la delataban, por lo visto se había dado cuenta de
que algo no marchaba bien.
—La vida a veces es injusta, mi Señora.
Jessica apartó la mirada de golpe, sintiendo como un
horrible escalofrío recorría de arriba abajo todo su cuerpo y de nuevo, todo
empezó a dar vueltas a su alrededor. Cerró con fuerza los ojos y tambaleándose
apoyó todo su peso en el pomo de la puerta.
Geraldine corrió para sujetarla del brazo. Poco podía
hacer, ya que la mujer era menuda comparada con el cuerpo de Jessica.
—¿Se encuentra bien? ¿Necesita algo? —le preguntó mientras
le abanicaba con la mano hasta comprobar que recuperaba de nuevo el tono
sonrosado de sus mejillas.
—No. Estoy bien. Ha sido solo un ligero mareo...
—De todas formas siéntese un momento. Iré a buscar un vaso
de agua...
Geraldine sin dejar de sujetarla en ningún momento, la acompañó
a la butaca y tras permanecer a su lado unos segundos, desapareció para
regresar al poco después con un vaso entre sus manos.
—Tenga.
Se humedeció los labios antes de dar un sorbo largo, luego
le devolvió el vaso y clavó los ojos en sus manos, estas estaban temblando.
Cerró los ojos y armándose de valor, colocó un pie delante del otro intentando
levantarse. Las piernas al principio le flaquearon ligeramente, pero no se
rindió y clavando las uñas en los brazos de la butaca, consiguió por fin,
ponerse en pie.
Geraldine no pudo seguir manteniendo la boca cerrada por
más tiempo. Necesitaba conocer la verdad. Y sin pensar en las consecuencias,
escupió todo lo que tenía en su interior.
—Señora —le miró directamente a los ojos sin pestañear y
con el estómago encogido— ¿Está muy enferma?
Tras escuchar aquella pregunta, la desolación se instaló en
el rostro de Jessica. Le devolvió la mirada con determinación y después
contestó:
—Sí.
Geraldine se llevó las manos a la cara, ahogando una exclamación,
pese a que su declaración no la pilló por sorpresa. Algo intuía, aunque en el
fondo de su corazón se negara a la evidencia.
—Por favor, no debe saberlo nadie.
La mujer asintió al momento. Si esa era su voluntad, así lo
mantendría.
De repente, se oyó el claxon del taxi insistiendo desde el
exterior y Jessica aprovechó para ir a la cama y coger la maleta.
—He de irme.
Sus miradas se cruzaron por última vez y doblando las
rodillas para dejar la maleta en el suelo, Jessica besó suavemente su mejilla,
como si de una madre se tratara, y tras cerrar los ojos, la abrazó.
—Señora... —dijo sorbiendo por la nariz.
—Jessica —le rectificó.
—La echaré de menos.
—Yo también.
De nuevo, se volvió a escuchar aquel insistente claxon.
Geraldine suspiró acongojada y Jessica le regaló una bonita
sonrisa.
—Adiós, Geraldine.
Jessica dándole la espalda y sin volver la vista atrás,
cruzó la puerta para salir de aquella habitación.
Una tremenda sensación de soledad se clavó en el bondadoso
corazón de Geraldine. Y sus pequeños ojos grises, se apagaron un poco más.
Al llegar al taxi, el hombre se bajó del vehículo para
abrir el maletero.
—¿Ese es todo el equipaje?
—Sí —contestó ella sentándose en el asiento trasero.
El hombre de mediana estatura y de aspecto desaliñado,
escupió al suelo y tras rascarse la espalda como si tuviese parásitos, entró en
el coche.
—Menuda choza... —se rió descaradamente— aquí debe de vivir
por lo menos un pez gordo.
Jessica alzó la ceja por su comentario grosero y no tardó
en contestarle.
—Guarde sus comentarios clasistas para otro cliente...
Él soltó un silbido.
—Disculpe señora... —se llevó un chicle a la boca—. Tiene
usted una casa muy... bonita...
Jessica negó con la cabeza, lo que le faltaba, un tipo con
ganas de charla.
Resopló.
Menudo viajecito le esperaba...
—Al aeropuerto JKF ¿no?
—No. A Baltimore.
—Pero... —dijo tragándose el chicle de golpe— Eso está a
más de cuatro horas de viaje...
—Lo sé.
—Tendrá que darme más dinero por salir del estado.
—No se preocupe por eso.
Él la miró de reojo por el espejo retrovisor y después giró
la llave del contacto.
—Pues a Baltimore, pues...
Se llevó otro chicle a la boca y encendió la radio.
—El viajecito será largo y veo que no tiene muchas ganas de
cháchara, así que pondré música para alegrar un poco el ambiente caldeado...
Carraspeó con brusquedad y abriendo un poco la ventanilla,
escupió de nuevo al suelo.
Jessica puso los ojos en blanco y luego tras desconectar su
iPhone, los cerró. Afortunadamente los gustos musicales del taxista no hacían
juego con su apariencia. Para deleite de sus oídos, la canción “
The
scientist”
de la banda Coldplay, empezó a sonar.
Jessica cayó rendida, entrando en un sueño profundo poco
antes de llegar al estribillo de la canción:
Nobody
said it was easy
(nadie
dijo que fuera fácil)
It's
such a shame for us to part
(Es tan penoso
para nosotros separarse)
Nobody
said it was easy
(nadie
dijo que fuera fácil)
No
one ever said it would be this hard
(Nadie nunca
dijo que sería así de difícil)
Oh,
take me back to the start
(Oh, llévame de
nuevo al principio)
(...)
Pronto dejaron atrás los rascacielos y las calles de
Manhattan. A poco más de cuatro horas llegaría a su destino. En aquel lugar,
había decidido vivir el resto de sus días.
* * *
Gabriel aparcó su moto y subió las escaleras. Estaba
nervioso. Muy nervioso... hasta incluso le sudaban las manos. Llamó al timbre y
mientras esperaba que Geraldine acudiera a abrir la puerta, abrió de nuevo la
minúscula cajita. Miró de nuevo su interior y volvió a cerrarla justo antes de
encontrarse con los ojos del ama de llaves.
Jessica
se despertó sobresaltada tras escuchar chirriar las ruedas traseras del
vehículo. Aquel tipo se había vuelto completamente loco. Seguido de un rápido
giro de muñecas había dado un fuerte volantazo, eso sí, aparcando con destreza
el taxi entre dos coches.
Ella
tuvo que sujetarse con firmeza para no salir despedida del asiento.
—¡¿Se
ha vuelto chiflado?!
—¡Ja, ja, ja! Esto
sí es adrenalina pura para mis venas y no las putas pastillas antidepresivas
del capullo de mi loquero...
El
hombre salió del vehículo y cerró la puerta después. Por lo visto, había
estacionado en una de esas áreas de descanso que solían haber en los diferentes
tramos de la autopista.
Jessica
dio vueltas a la manivela para abrir la ventana y mirándole, le preguntó aún
algo adormecida:
—
¿Se
puede saber qué coño está haciendo?
El hombre se giró
y señaló a su bragueta con desparpajo.
—Llevo
casi tres horas conduciendo, como no me desahogue ya, vamos a tener un gran
problema.
Y
dicho esto, le dio la espalda y caminó unos pasos justo antes de bajarse la
cremallera y hacer diana a un matorral que crecía al margen de la carretera.
Ella
que creía haberlo visto todo en la vida, dio un respingo horrorizada y pegó de
nuevo su espalda en el asiento. Apretó los ojos con fuerza a la vez que
masajeaba su sien con movimientos circulares. Quería borrar cuanto antes la
imagen de aquel hombre orinando a solo tres metros de su lado. Era muy probable
que aquella escena le persiguiera en sus pesadillas durante una buena
temporada.
Al
removerse en el asiento, su iPhone salió de su bolso y cayó al suelo. Se
inclinó ligeramente para recogerlo y ya con el teléfono entre sus manos, le
invadió una duda. Volverlo a conectar, o no. Y mientras lo meditaba, el taxista
se sentó y cerró la puerta.
—A
un kilómetro hay una gasolinera, pararé para repostar. Si quiere puede
aprovechar para hacer “sus cosillas”... —se mofó—. Aunque yo no se lo
recomiendo... para que se haga una ligera idea, hay tanta mierda que cuesta
distinguir el color de las baldosas...
Jessica
se llevó la mano a la boca y comenzó a sentir arcadas. Los comentarios de aquel
tipo cuanto menos eran delicados.
—Por
eso yo prefiero mear al aire libre y así de paso, me la aireo.
Se
rió con ganas y giró la llave del contacto.
—Esto
es del todo surrealista —murmuró sin dar crédito a sus palabras.
Prefirió
morderse la lengua y guardarse la opinión para no ofenderle. No tenía ganas, ni
estaba con el humor suficiente para enfrentarse a una batalla lingüística sobre
buenos modales y educación y, menos con un tipo al que no iba a volver a ver en
toda su vida.
Minutos
más tarde, paró el vehículo junto a uno de los surtidores de gasolina y Jessica
aprovechó para estirar las piernas y de paso fumarse un cigarrillo. Al acabar,
tiró la colilla a una papelera y entró en la tienda de comestibles para comprar
una botella de agua mineral para poder tomarse la medicación de las tres de la
tarde.
* * *
Daniela
estaba inquieta. Inquieta, pero a la vez muy ilusionada, a pesar de que los
días de la última semana habían transcurrido muy lentamente, sin él.
Cada
vez odiaba más las despedidas y anhelaba más los reencuentros.
Miró
por enésima vez la hora en su reloj de pulsera. Afortunadamente en esta
ocasión, el avión no llegaría con retraso, pese a que habían anunciado
tormentas.
Daniela
seguía con la mirada fija en la puerta de desembarque. Estaba tan concentrada
en aquella labor que no escuchó como unos pasos se acercaban por la espalda.
Poco después unas manos grandes y suaves le taparon los ojos.
—No
te imaginas cuanto te he echado de menos... —alguien susurró acercándose al
oído.
Al
principio Daniela no reaccionó, pero enseguida el olor de su inconfundible
perfume le hizo sonreír.
—Yo
también te echado de menos...
Daniela
puso sus manos sobre las suyas y luego las apartó. Eric rodeó rápidamente el
banco para no demorar más la espera. Seis días sin ella, eran penitencia más
que suficiente.
Al
quedar uno frente al otro los ojos de ella se iluminaron al instante. Eric le
sonrió y tras acariciarle la mejilla con suavidad, le cogió la cara entre sus
manos para besarla muy lentamente. Saboreando de esta forma sus labios con
ternura, para poco a poco subir de intensidad. Sus encuentros solían ser así,
mezcla de anhelo y de pasión.
—Estoy moviendo
hilos para que me destinen de una vez por todas a Manhattan...
—Eso sería genial.
—Pasar tantos días
alejado de ti, me está matando —afirmó cogiendo una de sus manos y besando los
nudillos uno a uno.
—Yo me siento
igual... pero de momento, hemos de conformarnos así.
Él
asintió resignado.
—Tengo
algo para ti... para los dos... —dijo con una sonrisa sugerente.
—Me estás
malcriando.
—De eso nada. Me encanta
mimarte —le susurró al oído—, pero ya te he dicho que es para los dos...
Eric
le enseñó una cajita perfectamente envuelta en papel de celofán.
—Te
lo daré más tarde... será parte del postre...
Daniela
alzó las cejas intrigada y él le rodeó la cintura con el brazo.
—Vamos
a mi apartamento, tengo ganas de darme un baño contigo —susurró con una mirada
aún más profunda.
Ella
se estremeció y su vello se erizó al momento. Aún le costaba acostumbrarse al
hecho de que Eric fuese tan ardiente y sexual. Ella conocía su pasado, él se lo
había explicado con todo lujo de detalles sin sentirse por ello avergonzado.
Formaba parte de eso, de su pasado. Ahora estaban juntos creando un presente.
Eso era lo único que a ella le importaba, lo demás le era del todo indiferente.
* * *
Más tarde, Gabriel regresó a su apartamento después de
recorrerse de arriba abajo el aeropuerto JFK en busca de Jessica.
Desafortunadamente no la encontró. Se había marchado sin siquiera despedirse.
Abrió la puerta y entró tras dar un fuerte portazo. Se
quitó la chaqueta lanzándola con rabia al sofá. Después se descalzó y cuando
pretendía quitarse la camisa para meterse en la ducha, notó la pequeña cajita
dentro del bolsillo derecho. La sacó y la abrió. Miró el anillo de oro blanco y
diamantes, cuya pieza completaba junto al brazalete, el regalo de su
cumpleaños. Solo que aquel día no había reunido el coraje necesario para
pedirle matrimonio. Y ahora ya era tarde... Ella se había ido.
Gabriel se replanteaba muchas cosas. Entre ellas que Jessica
jamás le había llegado a amar lo suficiente como para dejarlo todo por él. Y
desgraciadamente lo único que había conseguido hasta ese momento, había sido
engañarse a sí mismo. Se sentía patético.
Cerró de nuevo la cajita y la enterró en un rincón perdido
en el interior de su armario. Luego se fue al salón y abrió la puerta del
mini-bar. Desenroscó el tapón de una botella de whisky por empezar y sentándose
en el suelo, apoyando la espalda en la pared, la levantó para beber a morro.
—A mi salud... a tu salud, Jessica...