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Authors: Pablo Tusset

Tags: #Ciencia Ficción, Humor

Oxford 7 (17 page)

BOOK: Oxford 7
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Sin embargo, el único dato verdaderamente relevante es qué parte del importe se podrá hacer efectivo durante el presente trimestre. El tesorero estima que alrededor del millón de eurodólares en cifras redondas. La cifra es considerable, más teniendo en cuenta que no está sujeta a tributación y pasa directamente a engrosar el cash de tesorería. A eso cabría añadir el ingreso indirecto que llegará a consecuencia de las actividades de ocio de los mil quinientos antidisturbios contratados, de modo que se puede afirmar que los beneficios previstos para el trimestre superarán con creces los objetivos fijados por el consejo de administración en Londres.

—¿No podríamos tener una de esas concentraciones no autorizadas cada semana? —dice el ingeniero legal, otra vez sonriendo con la misma media boca.

—No es muy difícil provocarlos —dice el jefe de seguridad. Se lleva la mano a esa cartuchera que hace años que no está en su cinto.

—Podríamos iniciar obras de mantenimiento en las áreas residenciales —dice el tesorero—. Eso reduciría las plazas de aparcamiento en, digamos, un veinte por ciento... ¿No están ustedes de acuerdo en que necesitamos más zonas verdes en las áreas residenciales?

Los tres miran a Deckard, que se mantiene en silencio.

—Discúlpenme, caballeros —dice—. Si no les importa trataremos el asunto en la reunión de esta tarde, en este momento debo ocuparme de otro asunto.

Se levanta de su silla de respaldo alto y sale de la sala de juntas. Sus zapatos de tacón parece que suenan un poco menos sobre las baldosas de pizarra, clac, clac, clac.

—¿Qué le pasa? —dice el jefe de seguridad.

El ingeniero legal usa su media boca otra vez:

—Habrá olvidado tomar su estabilizador de estrógenos.

—Deckard no gasta estrógenos —dice el tesorero—: es pura testosterona.

Ambos sonríen, cada uno a su manera. El jefe de seguridad no sabe lo que son los estrógenos pero los imita: sonríe y busca el tacto de su cartuchera fantasma.

Cinco

Los chicos han encontrado una parada de wormbus enfrente del Bulli & Friends.

BB activa el mapa holográfico que muestra el trayecto de las distintas líneas. Varias de ellas pasan por la zona denominada como centro histórico. La 241 tiene parada en la plaza Cataluña.

El precio del billete es de 1 eurodólar por viajero. Tres eurodólares en total.

—Bueno, es el momento de gastar unas monedas —dice BB.

Saca la bolsa que lleva en el bolsillo de su gabán. Extrae tres eurodólares. Los introduce uno a uno en el monedero de la parada. Entrega un billete a Mam'zelle y otro a Marcuse. Ambos los toman en silencio.

—¿Se puede saber qué demonios os pasa? —les dice BB—. Podemos apañarnos solos, vale, no necesitamos a un traficante de tabaco que nos dé lecciones de moral. ¿De verdad os ha convencido su discurso sobre las virtudes de la civilización occidental, o es que estáis cagados de miedo?

—No es eso —dice Mam'zelle—. Sólo es que me hubiera gustado que nos despidiéramos de otra manera.

Esperan en silencio hasta que llega el worm de la 241. Suena un resoplido neumático cuando el larguísimo deslizador articulado baja a ras de suelo para recoger a los pasajeros. Es la segunda parada de la línea y sólo hay unos pocos viajeros más, diseminados entre el centenar de filas de asientos. Los chicos eligen los puestos de primera fila, ante el parabrisas panorámico.
«Propera parada: Cornellà centre»
, dice una voz sintética. El worm empieza a deslizarse y se enrosca sobre sí mismo para tomar un bucle del vial y enfilar el puente que cruza el Llobregat.

El trayecto sigue una avenida recta durante un buen rato, cruzando el barrio de Cornellá hasta el de Esplugas. A lado y lado hay un continuo monótono de edificios. Nada es muy distinto de lo que puede verse en el área residencial de una estación espacial cualquiera, pero la longitud descomunal de la avenida y, sobre todo, el color claro del cielo atmosférico crean un escenario sumamente inquietante para tres jóvenes extraterrestres. La ausencia de cúpula hace que uno se sienta vulnerable, aparentemente expuesto a los meteoritos, a los rayos gamma, a los ultravioleta, al calor hiriente de los infrarrojos que llegan directamente desde Sun, la única estrella visible en este firmamento azul lechoso. Lo más parecido es estar sumergido en una piscina iluminada, quizá por eso sorprende el poder respirar con naturalidad. Las gafas de esquí le permiten a Marcuse seguir la evolución de las nubes, que avanzan y cambian de forma de manera casi imperceptible. Definitivamente le parece un paisaje absurdo, un poco
naïf
, más parecido al que ha visto en los dibujos animados precomputacionales que en las películas filmadas.

El worm vuelve a enroscarse para tomar un bucle elevado que enlaza con la Diagonal.
«Propera parada: Antiga Escola d'Arquitectura»
, dice la voz sintética.

Mam'zelle cree reconocer las palabras desde el poco francés que aprendió de su abuela:

—École Antique d'Architecture —dice—. Eh: ahí debe de ser donde Palaio daba clases.

Los chicos se inclinan para ver el edificio. Parece coincidir con la descripción de Rick. Se lo imaginan arrojando sillas desde lo alto para impedir la entrada de los antidisturbios. Sin embargo el entorno no se parece en nada a la imagen mental que se habían creado. La avenida es ancha, arbolada, luminosa, pulquérrima. Parece recorrer el centro comercial y financiero de la ciudad. Entre los transeúntes abundan los ejecutivos con traje de raya diplomática y barretina, o traje y pañoleta de rejilla para las mujeres. Esa distinción de atuendo según sexo les parece a los chicos muy vintage y elegante. La mayoría de los edificios son corporativos, con el aire anticuado y señorial de la arquitectura vigésimica tardía. «Credit Suisse-CaixaBank», leen en una elegante torre poligonal de color negro. «Planeta Mondadori», leen en otras dos pequeñas torres gemelas, cubiertas de plantas hidropónicas. Entre los deslizadores privados que circulan alrededor son frecuentes las marcas de lujo: Ssangyong, Apple, Hyundai, Tata...

Al poco el worm se dobla a la derecha y abandona la gran avenida para internarse en la zona residencial de Les Corts, siguiendo la única vía abierta al tránsito entre extensas zonas peatonales. Los refinados edificios de viviendas vigésimicas alternan ahora con modernos bloques de geometría dinámica y fachada de plasma. Los transeúntes caminan sin mucha prisa en meras mangas de camisa, o se sientan a tomar su almuerzo en terrazas que se extienden a la sombra de grandes pérgolas electromagnéticas.

Poco a poco, los chicos se han relajado. Todo el mundo parece tan pacífico y civilizado como en pleno bulevar comercial de Oxford 7, nada en esta ciudad ajardinada parece indicar que el visitante pueda correr peligros como los que Rick ha descrito. Pero el worm abandona la calle Numancia, gira por Berlín y empieza a adentrarse en el Ensanche. Casi imperceptiblemente, las aceras se han estrechado, las fachadas se han oscurecido y la gente parece tener otro aire.

A partir de la calle Urgel la mayor parte del tráfico se ha desviado en dirección norte, sólo unos pocos deslizadores siguen hacia la parte antigua, la mayoría taxis o vehículos de transporte público. Los edificios ya no parecen vigésimicos sino decimonónicos. Lóbregos, renegridos, con estrechos balcones enrejados de los que cuelgan macetas vulgares y ropa puesta a secar. A la altura de Casanovas, de Muntaner, de Aribau, abundan las fincas en ruinas, algunas de ellas enteramente cubiertas de fundas elásticas para evitar la caída de cascotes. Otras mantienen la integridad estructural, pero las molduras de yeso que adornan las fachadas se han cuarteado, las viejas persianas de madera están desquiciadas, retorcidas, y los portalones de entrada presentan cristales sucios y rotos. Todo tiene un aspecto deslucido, vetusto, cuando no devastado. Desconcierta la proporción de ancianos que camina por la calle arrastrando carritos de ruedas. Viejos encorvados, vestidos con ropas oscuras, tristes, algunos en zapatillas y bata. Entre las persianas cerradas y pintadas con grafiti se abre algún comercio estrecho y profundo. Hay cajas de verdura sobre la acera junto a un colmado cuyo interior no se adivina. Hay un bazar oriental flanqueado por plantas de plástico descoloridas, cubiertas de polvo. Hay una taberna con dos toneles a modo de mesas frente a la entrada. Distribuidos en los cuatro chaflanes de París con Enrique Granados, hay puestos de ropa usada, de pequeños electrodomésticos reparados, de zapatos de piel sintética expuestos sobre sus cajas de porexpán. Es un pequeño mercadillo al que acuden algunos vecinos para curiosear entre lo que se les ofrece.

Cuando el autobús gira por Balmes en dirección mar, el panorama no mejora, pero al menos vuelve a verse un tráfico denso que baja procedente de Sarriá. Enseguida, a la altura de Rosellón, la vía se hunde en el suelo para convertirse en una pista subterránea rápida que atraviesa el resto del Ensanche y toda la ciudad medieval. Al poco, el worm vuelve a enroscarse sobre sí mismo para tomar el desvío hacia la izquierda señalizado como «
Plaça Catalunya
».

—Vamos: final de trayecto —dice BB, levantándose del asiento en la oscuridad del túnel.

Cuando Marcuse se gira hacia la salida se da cuenta de que son los únicos viajeros que quedan a bordo.

Emily Deckard ha bajado hasta el sótano primero de la torre Huxley. Entra en la enfermería y se dirige al mostrador. El enfermero acaba de entrar de turno y todavía no se ha puesto la bata blanca. Deckard le dice que ha venido a interesarse por el estado del profesor Palaiopoulos. No es nada frecuente recibir visita de la rectora en la zona hospitalaria. El enfermero no se atreve a hacerla esperar en la sala mientras llega la ingeniera a cargo, así que Deckard aguarda allí de pie, caminando en pequeños círculos.

La ingeniera no tarda. Lleva un complicado peinado de moños entrelazados. No lleva corbata, viste un huipil zapoteco bajo la bata de ingeniera. Tiene acento latino:

—El profesor ha sido trasladado a una habitación —dice—. No hemos apreciado riesgo inminente de otra crisis cardíaca, pero su sistema respiratorio no consigue normalizarse.

—¿Pronóstico? —dice Deckard.

La ingeniera niega con la cabeza:

—Imprevisible. Puede resistir cinco meses o cinco minutos. El punto crítico ahora es que la ventilación asistida resulte suficiente.

—¿Es posible hacerle una visita? —dice Deckard, pero no espera respuesta—. No hace falta que me acompañe. Ah, y encárguese de que el personal sanitario vista en todo momento el uniforme reglamentario. Empezando por usted —dice.

En el pasillo de la segunda planta, la luz de Sun entra en forma de haz oblicuo. Se han abierto un poco las ventanas para dejar entrar el aire de primavera. El departamento de meteorología ha liberado cianobacterias, polvo de geosmina y esencia de petrichor. Afuera no queda rastro de la batalla campal del ocaso y una nueva línea de tulipanes transgénicos han florecido alrededor de la torre en las últimas horas. Los altavoces del campus emiten una mezcla imposible de canto de gorriones alpinos, verduguillos australianos y pinzones azules de las islas Canarias. Es una broma primaveral que el departamento de Aves Paseriformes del Fornax College repite cada año y nadie capta jamás. Nadie excepto ellos mismos, que juegan a descifrar qué nueva combinación aberrante se les ha ocurrido a los becarios.

Deckard reconoce la habitación por las dos policías de turno que custodian la puerta. Ambas son muy jóvenes. Ambas se levantan y saludan a la rectora.

—Descansen —dice Deckard.

Está a punto de llamar a la puerta cuando se vuelve de nuevo hacia ellas.

—Pueden ir a tomar un café si lo desean —les dice. Mira su iClock—. Creo que estaré con el profesor unos diez minutos, no tarden más.

Las dos policías vuelven a levantarse y saludan marcialmente antes de alejarse hacia la cafetería.

Deckard llama a la puerta con los nudillos y pasa.

Palaiopoulos está echado en la cama, con el cabecero levantado.

—Vaya, la diosa Kali en persona —dice la voz sintética de su máscara respiratoria.

Deckard contesta con su propio saludo:

—Bonito día para morirse, ¿no le parece?

—¿Alguien piensa morirse hoy? —dice Palaiopoulos.

—Deme una oportunidad de convencerlo.

—Lo siento: hoy no estoy de humor para conversaciones eruditas. Pero me alegro de verla, en serio: eso significa que no han conseguido detener a mis chicos en Barcelona.

—¿Se refiere a los tres proscritos que se proponen entregarle ese viejo informe pericial a un tal Francisco?

Palaiopoulos chasquea tres veces la lengua:

—No me gustan nada esas ojeras. Debería usted dormir mejor. ¿Está preocupada por algo?

Deckard se sienta a los pies de la cama, al modo de una amazona sobre su caballo.

—Sólo por curiosidad: qué ayuda espera usted conseguir exactamente de semejante individuo, profesor.

—¿Se refiere a ese pobre enfermo emocional condenado a no tener acceso a los tratamientos de regeneración celular, y todo por culpa de un informe sobre él que alguien escribió precipitadamente?

—Primero: la decisión de interrumpir los tratamientos la tomó un juez. Y segundo: jamás me precipito a escribir un informe. Lo sabría usted si se hubiera molestado en leer la ficha policial de ese individuo.

—Estoy seguro de que el afectado tendrá otro punto de vista... Pero todo esto me recuerda a una vieja película plana...

—Déjeme adivinar:
High Noon
? —dice Deckard—, ¿esa cuya balada suelen cantar los estudiantes?

Palaio se remueve en la cama para mirar mejor a su interlocutora:

—No deja de sorprenderme su cultura vigésimica.

—Bueno, reconozco que la balada no está mal. El guión un poco ingenuo, quizá...

—¿Sabía que en algunos países se tradujo como
Solo ante el peligro
? La diferencia es que no se sabe exactamente ni cuántos pistoleros van a venir a por usted ni en qué tren. ¿Llegarán en la ventana de aproximación de esta noche?, ¿en la de mañana por la mañana?, ¿quizá tardarán todavía toda una semana? Sin embargo se parece en que llegado el momento va a estar usted igual de sola que Gary Cooper.

—Si no recuerdo mal Gary Cooper vence a los pistoleros...

—Bueno, usted misma ha reparado en lo ingenuo del guión... —la máscara de Palaio empieza a canturrear—:
Do not forsake me, oh my darling
...

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