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Authors: Pablo Tusset

Tags: #Ciencia Ficción, Humor

Oxford 7 (18 page)

BOOK: Oxford 7
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Deckard ha tomado de sobre la cama el mando de llamada a los enfermeros y juguetea con él:

—Sin embargo yo diría que mi suerte no está todavía echada, ¿no es así? Intuyo que todavía es posible detener el viaje de ese informe.

—Bueno, quizá alguien tenga que hacer una llamada de última hora para confirmar la entrega —dice Palaio.

—Eso había imaginado —dice Deckard—. Así que, o hago lo que usted me pida o me enfrento a la amenaza de un psicópata vengativo que puede enviar a sus sicarios en cualquier momento.

—Admirable capacidad de síntesis —dice Palaio.

—¿Y qué cree que podría hacer yo para que ese informe no llegara nunca a su destinatario en Barcelona?

—Mmmm, interesante pregunta. Déjeme pensar... ¿Dimitir de su cargo como Rectora Magnífica de Oxford 7?

Deckard deja el mando de llamada a su lado, junto a los pies de Palaiopoulos.

—Eso le gustaría, ¿verdad? —dice—. Un único triunfo final que justificaría cien años de derrotas. Pero se me ocurre una idea mejor —dice.

—¿Va a pedirme una pequeña rebaja en el precio del chantaje?

—No exactamente. Estaba pensando en quitarle esa máscara que lleva. Digamos, durante un par de minutos. Quizá un poco más.

Palaio busca el mando de llamada con la vista. Deckard lo alza y lo mueve ante su mirada. Los ojos de Palaiopoulos parecen un poco más abiertos que hasta el momento:

—Basta con que alce un poco la voz si lo intenta —dice—. Ahí afuera hay dos agentes de la policía académica.

—Suponga que he tomado la precaución de darles permiso para ir a la cafetería... Ya sabe: mi poder...

Palaio mueve la cabeza hacia la puerta.

—Agentes —dice, con todo el volumen que le permite el sintetizador de voz.

Deckard también mira a la puerta. Los dos guardan silencio durante unos segundos, esperando.

—¿Lo ve? —dice Deckard. Avanza el brazo hacia la cara de Palaiopoulos y le recoloca suavemente la máscara sobre el puente de la nariz. Mientras lo hace recita:

—«Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad? Eso es lo que significa ser esclavo.»

El profesor permanece inmóvil. Su vientre sube y baja notoriamente bajo la sábana.

—Y ahora dígame, profesor: visto que me ha puesto usted entre la espada y la pared, ¿se le ocurre alguna razón por la que yo no debiera retirarle esa máscara y dejarlo morir de asfixia como el perfecto gusano cobarde que es?

Palaio no responde. Su vientre sigue subiendo y bajando y el sonido de la respiración filtrada por la máscara se acrecienta. Deckard toma el mando de llamada y se levanta de los pies de la cama.

—¿No se le ocurre ninguna? —dice.

Camina dos pasos hacia el cabecero. Palaiopoulos le sigue la mirada. Deckard se agacha hacia su cara, acerca los labios a su oído:

—Yo le daré una razón —dice en un susurro—. No lo haré porque tengo más conciencia que usted.

Vuelve a alzarse y deja caer el mando junto a la mano de Palaiopoulos. Después saca del bolsillo una cápsula de memoria y también la deja caer sobre la cama.

Se detiene antes de salir de la habitación. Se vuelve:

—Piense en eso mientras se muere usted solito —dice.

Y desaparece tras la puerta.

El worm emerge a la superficie de la ciudad en el cruce de la Gran Vía con el Paseo de Gracia. Enroscado en dos vueltas en torno a la fuente central, espera con la cabeza montada sobre su propio cuerpo a que el semáforo se ponga verde. Después la cabeza se desliza sobre la cola para desenrollarse bajando por el paseo.

Se detiene un poco más abajo de Caspe, dejando el cuerpo estirado a lo largo de la manzana.

«
Final de trajecte: Plaça Catalunya
—dice la voz sintética—.
Tinguin cura de les seves pertenençes
».

La ciudad parece, una vez más, haber cambiado radicalmente. Miles de turistas con sus gafas fotográficas invaden las aceras. Hay grandes árboles, setos en macetas y unas farolas metálicas increíblemente barrocas. Los edificios son bajos y de aspecto decimonónico, pero en esta zona lucen impecables, con cristales brillantes y fachadas de piedra enlucida en cálidas variantes del blanco. Los chicos, con BB un paso por delante, caminan hacia lo que se intuye como un gran espacio abierto que se abre poco más abajo de la parada del worm. La densidad de transeúntes es tal que cuesta seguir una línea recta caminando. Los hay de todas las edades pero visten de forma parecida: shorts, chanclas, gorras y camisetas de tirantes. Aturde un poco el fragor sonoro de voces, de bocinas, del zumbido de los deslizadores.

Llegados a la esquina, ven la Plaza Cataluña en toda su extensión. Les parece que cabría allí toda la terminal del puerto de Oxford 7. Están desorientados. Según el mapa holográfico que han consultado, las Ramblas deben de arrancar desde algún punto de las cuatro manzanas que delimitan el espacio.

BB sugiere una ruta de exploración haciendo un gesto que rodea el perímetro de izquierda a derecha. Marcuse y Mam'zelle la siguen cruzando el Paseo de Gracia. Cruzan también la Ronda San Pedro hasta la esquina en la que se eleva un edificio moderno de unas ochenta plantas, con enormes letras verdes caligráficas a mitad de altura.
«L'estil britànic»
, lee Mam'zelle sin conseguir descifrar el significado. Siguen caminando junto a dos worms de techo transparente del que suben y bajan innumerables turistas alborozados. Mam'zelle cree entender el lema
«Barçalona m'enamora»
pintado en grandes letras azul grana sobre los distintos segmentos de los vehículos. Hay demasiada gente y demasiados estímulos visuales y sonoros como para fijarse en nada concreto. Llegados a la calle Fontanella han de detenerse tras una aglomeración. Son transeúntes que esperan para cruzar hacia Portal del Ángel por el paso a pie de vía. Cuando el semáforo suspendido se pone verde sólo una pequeña porción de los que esperan tiene tiempo de pasar en un confuso entrechoque de gente cruzando en direcciones opuestas. El resto sólo avanza un poco sobre la acera. No es una cola organizada, es un gentío vagamente ordenado según su proximidad al borde de la vía. BB repara en que, sobre el paso a nivel, dos pasarelas elevadas cruzan también la calle. Arrancan de más atrás, y siguiéndolas con la mirada encuentra las escaleras de caracol que dan acceso a ellas. El proceso de subirlas es lento, pero al menos las direcciones de paso están organizadas por molinetes que discriminan entre los que vienen y los que van.

Cuando consiguen llegar a la acera de Portal del Ángel, no saben si eso son las Ramblas, así que avanzan un poco entre la muchedumbre de turistas sudorosos en busca de alguna indicación al respecto. Ningún cartel indica nada. Entre el mar de cabezas, BB distingue dos gorras de plato. Son dos guardias de seguridad apostadas sobre las escaleras del antiguo Banco de España, presidido por el logotipo de Credit Suisse-CaixaBank. BB consigue aproximarse al primer escalón y pregunta por las Ramblas en inglés normalizado. Una de las guardias, con gafas de sol de espejo, amplía con la mano su pabellón auricular. BB repite la pregunta alzando la voz sobre el retumbo imperante. La guardia hace un gesto con el pulgar indicando a su izquierda. Luego hace otro gesto de negación con el índice y repite la secuencia: a la izquierda con el pulgar y que no con el índice. BB se vuelve en busca de Mam'zelle y Marcuse, que tratan de mantenerse anclados al borde de la masa que deriva hacia el cruce de Fontanella. Señala a la izquierda y los tres avanzan en esa dirección como quien se debate para salir de las arenas movedizas.

A medida que se acercan al Hard Rock Cafe la muchedumbre pierde densidad y pueden volver a caminar juntos. Ahora ven jóvenes sentados en la acera, comiendo bocadillos o bebiendo de grandes latas de cerveza de tercio de litro, con más aspecto de estudiantes viajeros que de turistas convencionales. En todo ese tramo el ambiente no es muy distinto del de una fiesta no autorizada en la foresta hidropónica de Oxford 7. Gente bailando alrededor de algún generador de música, bebiendo cerveza y liando un cigarrillo tras otro. Al paso, Marcuse husmea con fruición. Una joven de aspecto ebrio que danza lenta y sinuosamente se da cuenta y le tiende el cigarrillo que está apurando. Marcuse lo acepta y da una chupada. Es buen tabaco sin cortar. La danzarina le hace gesto de que lo termine.

—Creo que me va a gustar Barcelona —dice Marcuse.

—Haz el favor de tirar esa colilla —le dice BB—. Sólo nos faltaba que te diera por ponerte filosófico otra vez.

Han llegado al cruce con Rambla de Canaletas. En la cabecera del bulevar hay una isleta peatonal con una boca de metro. Más allá de las escaleras mecánicas, hay cinco grandes muñecas hinchables que parecen vestidas con el uniforme azulgrana de la policía local. Miden unos tres metros de alto, son gordezuelas y sonrosadas, y muestran una amplia sonrisa que termina en mofletes circulares. Sus brazos estirados a la altura de las cabezas de los transeúntes parecen formar una barrera psicológica más que física.
«Barçalona m'enamora»
, repite el lema estampado en sus vientres. «
No passeu, no passeu, no passeu»
, dice debajo.

—Algo me dice que esto son las famosas Ramblas —dice Marcuse.

En la esquina de la calle Pelayo está apostada una pareja real de policías. BB cruza la mirada con la más cercana. La policía le hace un gesto negativo con el índice, «no», lo mismo que ha hecho la guardia de seguridad del banco, pero de inmediato se despreocupa y sigue hablando con su compañera. Mirando hacia el bulevar, el primer tramo no parece ser muy diferente de lo visto hasta el momento. El paseo central es amplio, luminoso, arbolado, y los edificios que se alcanza a ver con detalle aparentan menos empaque que los del Paseo de Gracia, pero no tienen mal aspecto. Por otro lado, la barrera psicológica que forman las policías hinchables con sus brazos extendidos no parece impedir que algunas personas la crucen con toda naturalidad, agachándose ligeramente.

—Bueno, ¿a qué estamos esperando? —dice BB echando a andar.

Marcuse y Mam'zelle se miran antes de dar el primer paso tras ella. Realmente no parece haber nada que temer.

Enseguida encuentran una extraña fuente con varios grifos, bajando a la derecha. Parece una urna funeraria. Pocos metros más abajo, un adolescente sorprendentemente delgado hace malabares con tres mazas. Al paso de los chicos parece querer lucirse y cambia el juego haciendo que una de ellas se eleve muy por encima de su cabeza. Viste pantalones elásticos de mil rayas, sin camiseta. Les sonríe mostrando unos dientes de color inverosímil. A su lado hay un perro blanco y flaco estirado, dormitando.

Los chicos siguen bajando.

No reparan en que todo lo que parecen ser comercios, «Musical Emporium», «Cervecería Baviera», «Panorama Foto», tienen las persianas cerradas. Caminan hasta encontrar a otros jóvenes haciendo malabares. Un tipo con pantalones de cuadros escoceses y chaquetilla circense juguetea con un bastón del diablo. Otro hace equilibrios sobre una rola bola. Dos más se pasan unos aros, que vuelan formando un arco sobre la acera. Varios perros duermen alrededor de los malabaristas, o se rascan con fruición. A partir de la calle Bonsuccés el ambiente se anima aún más. Se escucha el ritmo de unos tambores que alguien toca más abajo, donde el boulevar se vuelve más umbrío. Hay cada vez más gente sentada en el suelo, bebiendo, fumando, durmiendo. Sus peinados combinan zonas de cabello rasurado con otras en las que se han dejado crecer largos mechones. Algunos se han encaramado al tejado de un kiosko cerrado, jaleando la lucha de dos monociclistas que tratan de descabalgarse mutuamente en mitad del paseo. En el siguiente kiosko, se oye un cloquear de gallinas sobre el ritmo de los tambores. Está rodeado de malla de gallinero. Adentro hay también conejos metidos en una jaula. Mam'zelle no ha visto nunca gallinas de verdad y asoma la nariz. No huele especialmente bien.

A la altura de Pintor Fortuny, los grandes plátanos sin podar empiezan a formar una bóveda natural espesa. Es evidente que el servicio de limpieza del ayuntamiento no frecuenta la zona. Las escasas calles que desembocan en el paseo central están cegadas por una barricada de contenedores repletos, apilados unos sobre otros. Un grupo de niños juega a lanzar bolsas de basura por encima de la barricada, tratando de que pasen al otro lado. Varios perros se disputan las que no superan la cima y caen del lado de aquí. El sonido de los tambores es ahora muy cercano. Procede del tejadillo de otro de los kioscos, donde varios individuos sentados en la pendiente tocan frenéticamente. Hay un djembé, bongos y darbukas. Abajo, frente al kiosko, un nutrido grupo de edad desigual baila formando un círculo aproximado. Sale al centro una joven preñada. Baila descalza en aparente éxtasis, acariciando con sus palmas abiertas la prominente bola ventral que le asoma bajo la camiseta de camuflaje militar. Sentada en los alrededores del círculo, hay una anciana de largo cabello cano, cuyos senos vacíos caen hasta alcanzar el regazo de sus sayas. Lleva una flor de plástico en la oreja; el rouge de labios le agranda la boca hasta el borde de la nariz. Hay un hombre vomitando contra un buzón de correos con el signo de la paz pintado. Se aguanta con muletas, lleva una levita negra sobre unos pantalones de pijama, con una de las perneras anudadas a la altura de la rodilla. Una niña de unos cinco años busca colillas en el suelo. Tiene el cabello rubio rasurado, lleva unas bragas rojas de blonda y botas de goma; cuando se agacha se ve que tiene una gran calavera negra tatuada en la espalda. Más abajo hay una larga fila de literas desiguales, apoyadas contra la pared de piedra de la Iglesia de Belén. Algunos brazos y pies se ven asomando desde las camas altas. Varios perros ocupan las más bajas. Docenas de palomas reposan en los travesaños; los machos hinchan el buche y acosan a las hembras. Hay excrementos blancuzcos y plumas mugrientas.

A medida que se han adentrado hacia el corazón de la colonia ilegal, las indumentarias de inspiración circense remiten en favor de la harapiencia o la desnudez en distintos grados. Abundan los niños de ambos sexos vestidos con lencería de fantasía y unos tipos cubiertos con hábito monacal y el pelo rasurado siguiendo formas caprichosas.

BB se gira para hablarle a Mam'zelle:

—Esto se está poniendo feo —le dice.

Se gira aún más para mirar hacia atrás:

—Mierda —dice—, ¿dónde demonios está Marcuse?

Marcuse se ha rezagado un poco más arriba de Puertaferrisa. Siguiendo un rastro de tabaco especialmente aromático se ha tropezado de frente con un tipo viejo y panzudo, con gafas oscuras y una increíble gorra verde de visera. El tipo le ha dicho guapo y lo ha invitado a fumar. Marcuse ha desviado la vista de inmediato y se ha escabullido por detrás de uno de los kioskos. Luego le ha parecido que el tipo lo seguía y, con el corazón palpitante, ha tratado de despistarlo metiéndose en unos soportales de la acera de enfrente. Allí ha encontrado los restos de la vieja librería de la Generalitat con los escaparates rotos.

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