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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

Pachucha tirando a mal (14 page)

BOOK: Pachucha tirando a mal
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—Buenas, Pepillo. Hola, Flora. ¿Qué, de fiesta?

—No sabíamos que iba a entrar usted por aquí.

—Lo importante no es por dónde yo entre, sino lo que se hace mientras yo no entro.

—Nos acabamos de prometer, señor marqués.

—¿Lo sabe Tomás?

—Ha sido el primero en darnos la enhorabuena.

—Pues yo quiero ser el segundo. Enhorabuena. Podéis contar con lo que queráis. Flora, un beso.

—Gracias, señor marqués.

—Pepillo, un abrazo. Bien por lo de las begonias.

—Es mi deber, señor. Muchas gracias.

—¿Cuándo se ha producido el tránsito?

—¿Qué tránsito?

—El del mundo terrenal a la vida eterna de mi madre.

—No ha habido tránsito, señor marqués.

—¿Y por qué está todo encendido?

—Porque el doctor no se ha marchado todavía y están esperándole a usted.

—Entonces… ¿no ha doblado la servilleta?

—Nada, señor. Está planchadísima la servilleta.

Reconozco que me he llevado una pequeña decepción. No obstante, es tanta la alegría que siento por haber solucionado el grave problema de mis hijos, que he subido las escaleras de tres en tres, jocosamente, casi canturreando «Sevilla tiene un color especial».

Tomás, siempre en su sitio, esperándome en el rellano de la escalera para informarme.

—La señora marquesa viuda está descansando. No es necesario hospitalizarla. El doctor, don Ignacio y Elena están con ella.

En el cuarto de Mamá, frente a la colección de solideos, su cama. Acostada en ella entre mimos y cuadrantes de hilo, la accidentada. El doctor Bermejo, en voz muy queda, me adelanta el diagnóstico. «Golpe brutal contra el suelo con hematoma gordísimo en la región parietal derecha y milagrosa recuperación por parte de la paciente. No tiene nada. Algún rasguño, un golpe en la pierna izquierda y un par de heridas superficiales en el rostro que le han sido convenientemente tratadas.»

—¿No está ni en coma?

—Está sedada. Mañana se despertará con dolores pero en estallante estado de salud.

—No hay manera, doctor. Bueno, pues gracias. ¿Le debo?

—Ya le pasaré la factura al señor Perona. Don Ignacio se ha ofrecido a velar a la enferma durante toda la noche. Está muy triste.

—Gracias, doctor.

Junto a Mamá, que respira con cadencia de vals, muy acompasadamente, don Ignacio con sus rezos.

—Tranquilo, padre, que no ha pasado nada.

—Eso es lo malo, hijo.

Y trajinando gasas, esparadrapos, mercromina y demás utensilios de urgencias, Elena. Se ha puesto una bata blanca de enfermera, y parece una de las protagonistas de
Urgencias,
la serie de televisión esa que siempre están con un negro en la camilla. Bellísima Elena, dulce ave amenazada por un buitre.

Envista del panorama, algo desconsolador, he optado por descansar. Tomás me ha traído mi pastilla de Orfidal y a ciegas, sin hacer apenas ruido, me he introducido en mi cuarto para no despertar a Marisol. Cuando me disponía a cruzar el umbral del cuarto de baño, una mesa mal colocada, desplazada de su sitio habitual, ha presentado resistencia a mi ímpetu y he caído al suelo cuan largo soy.

—¿Te has caído, Cristian?

—Sí, mi amor. Pero estoy muy contento. Lo he arreglado todo.

—¿Qué has arreglado?

—Lo de los títulos de los niños. Le he comprado a Moby el adelanto de la cesión de los dos suyos, y nuestros quintillizos serán todos nobles.

—¿De verdad que has hecho esa tontería?

—No es tontería, mi amor. Es respeto a la Historia de España.

—Bueno, el dinero es tuyo…, ¿tu madre?

—Un desastre. Ha sobrevivido.

—No seas así, Cristian, que es tu madre.

—¡Bah! ¡Bah! Lo fundamental eres tú. ¿Estás bien?

—Estoy bien, pero siento que llevo en mis entrañas un Seiscientos.

—En dos o tres meses, cinco niños, mi amor. Como cinco soles.

—Ven pronto a la cama, que quiero abrazarme contigo.

—En dos minutos, si no me tropiezo otra vez, estoy a tu lado.

—¡Guapo!

—¡Amanecer de mi vida!

* * *

Toda la noche abrazados. Se me han dormido los dos brazos simultáneamente. Cosquilleo desagradable y doloroso. De cuando en cuando, si nos fallaba el sueño, charlita.

—He sorprendido a Flora y a Pepillo dándose el lote.

—Parece que la cosa está bastante hecha. Se lo he contado a papá, que me ha llamado, y se ha puesto algo tristón.

—Hombre, Pepillo está más en su edad.

—En esta casa, y tú y yo somos el ejemplo, la edad no cuenta para nada. Y ahora, con tu tío y Elena…

—Eso es una burrada que no voy a tolerar.

—Ella está encantada con la burrada.

—Pero voy a quitarle la venda de los ojos.

—Deja estar, Cristian. Como dice Mingote, ese señor tan serio y divertido que dibuja en
ABC,
«En asuntos de braguetas nunca opines ni te metas».

—Es que Mingote no conoce a tío Juan José.

—Libertad, Cristian, libertad. Deja que las cosas se arreglen o rompan por sí solas.

—¿Me haces cosquillitas detrás de las orejas?

—Hoy no, mi amor, que estoy cansada.

—Buenas noches, Marisol.

—Buenas noches, Cristian.

—Un beso a los niños.

—De tu parte, mi vida.

Y por fin, la sombra tibia de la noche se apoderó de La Jaralera. Sólo una luz en la casa. La del cuarto de Mamá. Don Ignacio se ha tomado en serio su función, y por primera vez en cuarenta años, anda de sacrificios.

Victoria

Han pasado, lentamente, quince días bastante tontos. Mamá ha permanecido sedada, confortada por un don Ignacio que no se ha movido de su lado —este hombre, lo que son las cosas, va para santo—, y cuidada hasta la exageración por Virginia y Elena, que se han turnado. Cuando Elena se ocupa de la escuela, Virginia se presenta. Mi madre no lo merece, pero no creo que nadie haya agonizado tan monamente como ella. Está estacionada, y al doctor Bermejo le preocupa su estancamiento. Afortunadamente para Mamá, tiene un corazón a prueba de bomba, y el hígado, sorprendentemente, también. Cuando le he revelado al doctor el secreto de su alcoholismo oculto, se ha mesado los cabellos, lo que no deja de ser una metáfora absurda, una ilusión literaria, por cuanto el doctor Bermejo es calvo total. Pero en fin, ahí sigue.

Pepillo y Flora están más enamorados que nunca. Como en esta casa, desde que yo la gobierno, se ha implantado el sistema liberal, comparten habitación. Pepillo se ha instalado en la de Flora, y Ramona me ha hecho llegar una tenue protesta. No por el hecho en sí, que Ramona está de vuelta de todo, sino por los ruidos y gemidos. Dice Ramona que Flora es radiofónica, que retransmite sus polvetes, y que debería ser más silenciosa en los gozos y las fogarás. De Pepillo no tiene queja. Es semental mudo, y si por él fuera, podría dormir en la habitación contigua un grupo de niños. No se enterarían de nada.

Tomás, cada vez de mejor humor. Se ha librado del casorio, y ha comprendido que su vida no tiene otro sentido que el de servir a su señor con dedicación y esmero. Buena renta le saca a su sentido de la vida, y he decidido, cuando se produzca el nacimiento de los quintillizos, regalarle otro coche y nombrarle padrino de uno de los niños. Seguramente del más basto, porque entre cinco, alguno saldrá parecido a la familia de Lucas.

Elena sigue tonteando con tío Juan José. Ya es mayorcita para saber lo que hace. Mientras no falte a sus obligaciones, mi Estado liberal autoriza cualquier tipo de relación. Y Marisol parece que va a explotar. Ha engordado mucho, está a dieta, y no puede ni moverse. Pero la encuentro más animada. Fermina, la costurera, se ha encargado de preparar las cosas de los niños, que son muchas y todas multiplicadas por cinco.

Para colmo de bienes, Moby me ha anunciado que las posibilidades de cesión adelantada de sus títulos en mi beneficio —soy su pariente de mejor derecho— no van a presentar problemas de índole legal. Todo marcha sobre ruedas, exceptuando el óbito de Mamá, que no llega a tomárselo en serio. No sé si por parte de Mamá o del óbito.

Ayer mantuvimos una larga reunión en la consulta del doctor Belzunce, el ginecólogo. Grandioso vasco, directo y divertido. Sobre todo, un sabio y un manitas, que es lo fundamental. Me acompañaron en la reunión, inducida por mí, un notario de Sevilla y un genealogista de Madrid, asesor del ministerio de Justicia y de la Diputación de la Grandeza. No quiero que en el lío del parto, con cinco bebés llorando y haciéndose pis, se quiebren los derechos nobiliarios de mis esperados mocosos. El doctor y el genealogista estuvieron de acuerdo. En caso de parto múltiple en condiciones normales, el mayor es el último que nace y el menor el primero, manteniendo similar sistema en los otros tres. Dicen que el mayor es el último en nacer por haber sido el primero en ser concebido, lo cual no termino de entender.

De este lío mucha culpa tienen el mono aullador y la mirada de aquella impertinente tortuga caribeña. El notario ha aceptado el encargo de estar presente durante el parto. A cada niño le adaptará a su muñeca izquierda un lazo de seda de distinto color. El primero en nacer lo marcará de amarillo, y será en el futuro, como quinto hijo, el barón de la Dehesa. El segundo, con lazo verde, cuarto en el orden sucesorio, será el marqués de Tubilla del Agua. El tercero —con éste no hay duda—, distintivo azul y conde de Valmedrano. El cuarto, segundo en la sucesión y derechos, arandela morada y conde de Buganda de don Fadrique, y el último en sacar la cabeza del cuerpo de su madre, mi primogénito, será en el devenir el noveno marqués de Sotoancho. No obstante, el notario nos ha solicitado permiso para ir acompañado de un sobrino suyo, también notario en Sevilla, por si se desmaya durante el ejercicio de su función. Nos dice que es muy escrupuloso con la sangre y las miasmillas, y que pierde la serenidad con un simple arañazo.

Ahora vienen los nombres. De común acuerdo con Marisol, he decidido imponerles los siguientes nombres. Con cinco hijos, la polémica de Obdulio sí, Obdulio no, carece de sentido. Así que el futuro marqués de la Dehesa se llamará Francisco María Obdulio. El marqués de Tubilla del Agua, Juan María Cristian. El conde de Valmedrano —en reconocimiento a Moby—, Ricardo María Ignacio. El conde de Buganda de don Fadrique, Tomás María Felipe, y el primogénito, Ildefonso María Ciriaco. No queda ranura para la improvisación. Sus padrinos serán: de Francisco, mi prima Dolores Aznar y Carlos Domecq Urquijo; de Juan, Pepe y Mercedes Casa-Vallines, que vienen todos los años a pasar una temporadita a casa; de Ricardo, Moby y Flora; de Tomás, Tomás mi mayordomo y Marie Antoinette de Bourgonville-Les Trois Eglíses et de Bourbon-Savigny, que no es nada íntima de casa, pero suena muy bien y le gusta más un bautizo que a Robespierre el cuello de su tocaya. Y de Ildefonso, Lucas mi suegro y Mamá, siempre que la segunda no haya fallecido o siga tontita. Para sustituir a Mamá había pensado en la Infanta Elena, y así cerraríamos el contencioso que mi familia y la Real mantienen desde hace generaciones. Oficiará don Ignacio, que en La Jaralera es mucho más que un obispo, y entre chapoteo y chapoteo de agua bendita, cantará el coro «Sensación Musical» de Almendralejo. La elección la ha llevado a cabo Perona, el administrador, que me ha garantizado una bellísima interpretación con un costo más que asumible. Según he sabido, la hermana de Perona es solista de «Sensación Musical».

El campo empieza a sofocarse. Ya han nacido las flores de los magnolios y los Jacarandas estallan de azules y violetas. Primavera avanzada. Marisol parece un picador de Cagancho. Pero la doble ilusión vuela por las mentes de todos los que formamos la ciudadanía de este Reino o Estado que no se doblega a presiones ajenas.

Tomás, que me interrumpe.

—Señor marqués. Don Ignacio reclama su presencia en la habitación de la señora marquesa viuda agonizante.

* * *

A todo correr, a lo más que me permiten mis maltrechos muslos —mis muslos jamás han sido gran cosa—, he alcanzado la puerta del cuarto de Mamá. Pensaba encontrármela con su carita de tonta, blanca como la cera, de ahí que mi expresión me haya traicionado con un escorzo facial de desagradable sorpresa. Apoyada en su cuadrante y con una bandeja a su lado con una botella de oporto y unos taquitos de jamón, me esperaba Mamá.

—Susú, me tienes que dar muchas explicaciones.

—¡Oh, Mamá! ¡Qué alegría el verte tan recuperada!

—Suprime el «¡Oh, Mamá!». En esta casa no se ha dicho nunca ni ¡Oh, Mamá!, ni ¡Oh, Papá!, ni ¡Oh, Hijo!

—La expresión me ha salido del alma.

—Pues cierra el alma, Susú, y nárrame, punto por punto, todo lo que me ha sucedido. No me acuerdo de casi nada.

Con paciencia infinita y un cariño que creía perdido, he estructurado la larga historia y me he lanzado en pos de ella. Algunos comentarios de mi madre, de lo más desagradables y ásperos.

—Se me había olvidado preguntar por tu mujer. ¿Cómo se llama?

—Marisol, Mamá.

—Ah, sí, ahora la recuerdo. Rubia, bastante indecente y bebedora de martinis.

—Rubia, decentísima y bebedora de «martinis» sólo una noche que estaba nerviosa porque tú no hacías nada para evitarlo.

Cuando llegamos al conflicto de la marquesa uno y la marquesa dos, empeorado por su actitud desafiante de negarse a ceder la cabecera de la mesa del comedor correspondiente a la provincia de Sevilla, el comentario de Mamá, ya en su segunda copita de oporto, ha sido prometedor a pesar de su inhóspito tono.

—Por mí, que se quede con la cabecera para toda su vida.

Primera victoria. Lo acepta mal, pero termina por comprender su nuevo status en la casa. El golpazo en la cabeza, punto final de su trayectoria descendente desde el tejado al suelo, ha debilitado mucho su intransigencia.

He seguido la narración con sus desavenencias con Flora.

—La recuerdo perfectamente. Fue mala conmigo. Estaba liada con un pinche de cocina que me secuestró hace tiempo. Pero algo hay en esa fresca que me calma. En sueños, entre nubes, creo haber jugado con ella y con mi primo Pototo al escondite.

Al oír Pototo, don Ignacio ha resignado su mirada.

De ahí, a la discusión por el nombre de nuestro hijo, cuando creíamos que sólo iba a ser uno. Lo de los quintillizos se lo reservo para el final. Puede ser la puntilla.

—Me alegro que haya cambiado de opinión. Lo de Obdulio no era presentable. Y menos lo de Vanessa. Por ahí, me considero satisfecha, Cristian.

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