Pájaro de celda (25 page)

Read Pájaro de celda Online

Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Humor, Relato

BOOK: Pájaro de celda
9.83Mb size Format: txt, pdf, ePub

Así fue cómo se estableció Mary en la zona minera. Y así fue cómo un día en que Kenneth Whistler se puso violento por la noche a causa del alcohol, Mary salió corriendo a la calle iluminada por la luna de un mísero pueblo minero de barracas y fue a dar en los brazos de un joven ingeniero de minas, que era, por supuesto, Jack Graham.

Y luego me entregué a un relato de mi amigo de la cárcel, el doctor Robert Fender, que lo había publicado con el seudónimo de «Kilgore Trout». Se titulaba «Dormido en el cambio de vía». Trataba de un inmenso centro de recepción que había a las puertas del cielo, lleno de computadoras y atendido por individuos que en la Tierra habían sido interventores públicos o asesores de inversiones o ejecutivos.

No podías entrar en el cielo hasta haber pasado por una revisión completa de lo bien que habías aprovechado las oportunidades financieras que Dios, por mediación de sus ángeles, te había ofrendado en la Tierra.

Y durante todo el día y en todos los cubículos, podías oír a los especialistas diciendo con tono hastiado a la gente que había desperdiciado una oportunidad tras otra: «Y otra vez estaba dormido en el momento del cambio de vía.»

¿Cuánto tiempo había pasado yo en solitario, por entonces? Haré un cálculo: cinco minutos.

«Dormido en el cambio de vía» era un relato bastante sacrilego. El héroe era el espectro de Albert Einstein. Éste, estaba tan poco interesado por las riquezas que apenas oía lo que tenía que decirle su auditor. Era una especie de disparate sobre cómo Einstein podría haberse hecho multimillonario si hubiese puesto una segunda hipoteca sobre su casa de Berna, Suiza, en Milnovecientos Cinco y hubiese invertido dinero en depósitos de uranio antes de decirle al mundo que E=mc
2
.

«Pero usted estaba... otra vez dormido en el cambio de vía», decía el auditor.

«Sí —decía cortésmente Einstein—, al parecer es una actitud muy característica.»

«Ya ve usted —decía el auditor— que la vida en realidad fue justa. Tuvo usted un número notable de oportunidades, las aprovechase o no.»

«Sí, ahora me doy cuenta», decía Einstein.

«¿Le importaría a usted repetir eso?», decía el auditor.

«¿Repetir el qué?», decía Einstein.

«Que la vida fue justa.»

«La vida fue justa», decía Einstein.

«Si no lo cree usted realmente —decía el auditor—, tengo muchos otros ejemplos que puedo mostrarle. Refiriéndonos, por ejemplo, a la energía atómica: Si usted hubiese cogido simplemente el dinero que depositó en el banco como ahorro cuando estaba en el Instituto de Estudios Superiores de Princeton, y lo hubiese invertido, a partir de Milnovecientos Cincuenta, digamos, en IBM, Polaroid y Xerox... aunque le quedasen sólo cinco años más de vida...»

Y el auditor alzaba la vista entonces sugerentemente, invitando a Einstein a demostrar lo listo que podía ser.

«¿Me habría hecho rico?», decía Einstein.

«Habría gozado de una posición “desahogada”, digamos —decía pulcramente el auditor—. Pero estaba usted... otra vez» y de nuevo enarcaba las cejas.

«¿Dormido en el cambio de vías?», preguntaba Einstein esperanzado.

El auditor se ponía de pie y extendía la mano, que Einstein aceptaba sin entusiasmo.

«Así que ya ve, doctor Einstein —decía—, que no podemos echarle a Dios la culpa de todo.»

Luego hacía pasar a Einstein por las puertas del cielo, diciéndole: «Encantados de tenerle a bordo.»

Y así entró Einstein en el cielo, con su amado violín. No volvió a pensar más en el auditor. Era un veterano de innumerables cruces de frontera por entonces. Siempre le habían hecho preguntas absurdas, le habían obligado a hacer hueras promesas y a firmar documentos intrascendentes.

Pero una vez dentro del cielo, Einstein se encontró con que había muchas almas sumamente afectadas por lo que les había dicho el auditor. Una pareja, marido y mujer que se habían suicidado después de perderlo todo en una granja avícola de New Hampshire, se habían enterado por el auditor de que estaban viviendo encima del mayor yacimiento de níquel del mundo.

Un chaval de catorce años de Harlem, que había resultado muerto en una pelea de bandas callejeras, se enteró de que había un anillo de diamantes de dos kilates desde hacía varias semanas en el fondo de un sumidero por el que pasaba todos los días. No tenía taras y su robo no había sido denunciado. Si lo hubiese vendido sólo por una décima parte de su valor, cuatrocientos dólares, digamos, según el auditor, y hubiese invertido en artículos de consumo, sobre todo en cacao en aquel momento, podría haberse trasladado con su madre y sus hermanas a un condominio de Park Avenue y haber ido luego él a Andover y luego a Harvard. Harvard otra vez.

Todos los relatos que oyó Einstein sobre los auditores se los contaron norteamericanos. Y es que había decidido establecerse en la parte norteamericana del cielo. Como era judío, los europeos le producían, lógicamente, sentimientos contradictorios. Pero no eran sólo los norteamericanos los que pasaban por los auditores. Tenían que pasar por lo mismo los paquistaníes y los pigmeos de Filipinas y hasta los comunistas.

Era muy propio de Einstein el que se ofendiese antes por los cálculos matemáticos de aquel sistema con el que los auditores querían conseguir que todos estuviesen agradecidos. Einstein calculaba que si todos los habitantes de la Tierra hubiesen aprovechado al máximo todas sus oportunidades, y se hubiesen hecho millonarios y luego multimillonarios, etcétera, la riqueza dineraria del pequeño planeta habría sido superior al valor de todos los minerales del universo en cosa de unos tres meses. Además, no quedaría nadie para hacer trabajo útil.

Así que mandó una nota a Dios. En ella, daba por supuesto que Dios no tenía ni idea de las tonterías que decían sus auditores. Acusaba a éstos, más que a Dios, de engañar cruelmente a los recién llegados respecto a las oportunidades que habían tenido en la Tierra. No entendía bien los motivos de los auditores. Pero pensaba que muy bien podrían ser sádicos.

El relato terminaba bruscamente. Einstein no conseguía ver a Dios. Pero Dios le mandaba un arcángel loco de remate. El arcángel le decía que si seguía intentando que las almas perdiesen el respeto a los auditores, le quitaría el violín para toda la eternidad.

Así que Einstein nunca volvió a hablar con nadie de los auditores. Aquel violín significaba mucho para él.

El relato era, sin duda, una severa crítica de Dios, pues indicaba que era capaz de utilizar un subterfugio barato como los auditores para que no se le echase la culpa de la dureza de la situación económica de aquí abajo.

Dejé la mente en blanco.

Y entonces, empecé a cantar otra vez lo de Sally en el jardín.

Entretanto, Mary Kathleen O’Looney, ejercitando sus poderes cósmicos como señora de Jack Graham, había telefoneado a Arpad Leen, el jefe supremo de la RAMJAC. Le ordenó que descubriese qué había hecho la policía conmigo y que mandase al mejor abogado de Nueva York a sacarme de allí, costase lo que costase.

Después de eso, tenía que nombrarme vicepresidente de la RAMJAC. Y ya que mencionaba eso, añadió, tenía una lista de otras buenas personas a quienes había que localizar y nombrar vicepresidentes. Eran las personas de quienes yo le había hablado... los desconocidos que habían sido tan buenos conmigo.

Le ordenó también que le dijese a Doris Kramm, la anciana secretaria de la American Harp Company, que ella no tenía por qué retirarse, por muy vieja que fuese.

Sí, y yo allí en mi celda acolchada, me contaba entretanto un chiste que había leído en
The Harvard Lampoon
cuando estudiaba primero. Me asombró entonces por lo sucio que me pareció. Cuando me nombraron asesor especial del presidente para asuntos de la juventud y tuve que leer de nuevo humor universitario, descubrí que el chiste se publicaba todavía varias veces al año... inalterable. El chiste era éste:

ELLA: ¿Cómo te atreves a besarme así?

Él: Sólo quería saber quién se había comido todos los macarrones.

En fin, me reí mucho con eso allí en solitario. Pero luego empecé a hundirme. No podía parar de decirme: «Macarrones, macarrones...»

Y las cosas se pusieron aún peor luego. Empecé a llorar. Empecé a darme cabezazos contra las paredes. Vi un montón de mierda en un rincón. Cogí el trofeo de bolos y lo puse encima de la mierda.

Recité a gritos un poema que había aprendido en la escuela primaria:

¡Da igual que yo me muera,

me muera, me muera!

¡Quiero que corra el jugo,

el jugo, el jugo!

Quizás hasta me masturbase. ¿Por qué no? Nosotros los viejos tenemos una vida sexual mucho más rica de lo que se imaginan la mayoría de los jóvenes.

Luego me desmayé.

A las siete en punto de aquella noche entró en la comisaría de policía de arriba el mejor abogado de Nueva York. Había conseguido rastrearme hasta allí. Era un hombre famoso, conocido por su extremada ferocidad y su seriedad acusando o defendiendo a quien fuera. Los policías se quedaron sobrecogidos al ver aparecer a una celebridad tan temida. Exigió que le explicaran dónde estaba yo.

Nadie lo sabía. En ningún sitio había constancia de que me hubiesen puesto en libertad o me hubieran trasladado a otra parte. Mi abogado sabía que yo no había ido a casa porque ya había preguntado allí por mí. Mary Kathleen le había dicho a Arpad Leen que yo vivía en el Arapahoe y Leen se lo había dicho al abogado.

Ni siquiera pudieron averiguar por qué me habían detenido.

Así que comprobaron en todas las celdas. Yo no estaba en ninguna, claro. Los que me habían llevado a la comisaría y el hombre que me había encerrado habían terminado el servicio y se habían ido. No pudieron localizar en casa a ninguno.

Y entonces el agente, que estaba intentado aplacar a mi abogado, se acercó a la celda de abajo y decidió echar un vistazo por si acaso.

Cuando giró la llave en la cerradura, yo estaba tumbado bocaabajo como perro en perrera, mirando hacia la puerta. Mis pies descalzos se extendían hacia el trofeo de bolos y la mierda. Me había quitado los zapatos, no sé por qué.

Cuando el agente abrió la puerta, quedó sobrecogido al verme, percibiendo que debía llevar mucho tiempo allí encerrado. La ciudad de Nueva York había cometido involuntariamente un grave delito contra mí.

—¿Señor Starbuck? —preguntó anhelante.

No contesté. Me incorporé. No me preocupaba ya dónde pudiera estar ni lo que pudiera pasar después. Era como un pez enganchado que no puede luchar más. Hubiera lo que hubiera al otro extremo del sedal, mejor que me arrastraran.

Cuando el agente dijo «aquí está su abogado», no protesté ni siquiera para mis adentros, diciendo que nadie sabía que yo estuviese en la cárcel, que no tenía abogados, ni amigos ni nada. Pero bueno: mi abogado estaba allí.

Y entonces, se presentó el propio abogado. Si hubiese aparecido un unicornio, no me habría sorprendido en absoluto. En realidad, era casi igual de fantástico. Aquel hombre había sido a los veintiséis años consejero jefe del Comité de Investigación Permanente del Senado, del que era presidente el senador Joseph R. McCarthy, el más espectacular cazador de norteamericanos desleales desde la Segunda Guerra Mundial.

Tenía ya cerca de cincuenta años, pero aún seguía siendo serio y nerviosamente perspicaz. Durante la era McCarthy, que vino después de que Leland Clewes y yo hiciésemos el ridículo que hicimos, yo había odiado y temido a aquel hombre. Y ahora estaba de mi parte.

—¿Señor Starbuck? —dijo—. Estoy aquí para defenderle, si usted lo desea. Me ha contratado la RAMJAC Corporation. Me llamo Roy M. Cohn.

¡Aquel hombre era milagroso!

Antes de lo que se tarda en decir
«habeas corpus!»
ya estaba yo fuera de la comisaría y dentro de una limusina que me esperaba.

Cohn me acompañó a la limusina, pero no entró. Me deseó buena suerte sin darme la mano y desapareció. No me tocó en ningún momento, ni mostró el menor indicio de que supiese que yo, también, había jugado un papel muy público en la historia norteamericana en tiempos anteriores.

Así pues, estaba otra vez en la limusina. ¿Por qué no? En un sueño todo es posible. ¿No acababa de sacarme de la cárcel Roy M. Cohn, no me había dejado los zapatos en la celda? Así que, ¿por qué no habría de seguir el sueño... y que Leland Clewes, Israel Edel, el encargado nocturno del Arapahoe, estuviesen sentados allí en la parte trasera de la limusina dejando un espacio para que me sentase yo? Así era.

Me saludaron con un gesto inquieto. También ellos tenían la sensación de que últimamente la vida tenía muy poco sentido.

Lo que pasaba era, claro, que la limusina estaba recorriendo Manhattan como un autobús escolar para recoger a individuos a los que, siguiendo órdenes de Mary Kathleen, Arpad Leen debía nombrar vicepresidentes de la RAMJAC. Aquella limusina era el coche particular de Leen. Era lo que luego me he enterado que se llama una limusina «ancha». La American Harp Company podría haber utilizado la parte trasera como sala de exposición.

A Clewes y a Edel y a la siguiente persona a la que teníamos que recoger les había telefoneado personalmente Leen... después de que uno de sus ayudantes hubiera descubierto más datos sobre quiénes eran y dónde estaban. A Leland Clewes le habían localizado por la guía de teléfonos. A Edel le habían encontrado en la mesa de recepción del Arapahoe. Uno de los ayudantes había ido a la cafetería del Royalton a preguntar cómo se llamaba un individuo que trabajaba allí y que tenía la mano frita.

Se habían hecho llamadas también a Georgia: una a la oficina regional de la RAMJAC, preguntando si un chófer llamado Cleveland Lawes trabajaba para ellos, y otra al Correccional de Seguridad Mínima para Adultos, de la base de las Fuerzas Aéreas de Finletter, preguntando si había allí un guardián llamado Clyde Carter y un recluso llamado doctor Robert Fender.

Clewes me preguntó si entendía lo que estaba pasando.

—No —dije—. Esto sólo es el sueño de un presidiario. ¿Por qué va a tener sentido?

Clewes me preguntó qué había sido de mis zapatos.

—Los dejé en la celda acolchada —dije.

—¿Estabas en una celda acolchada? —dijo.

—Es muy agradable —dije—. No puedes hacerte daño.

Entonces, un hombre que iba en el asiento delantero junto al chófer se volvió y nos miró. Yo le conocía, también. Era uno de los abogados que acompañaron a Virgil Greathouse a la cárcel el día antes por la mañana. También era abogado de Arpad Leen. Le preocupaba el que hubiera perdido mis zapatos. Dijo que volveríamos a la comisaría a buscarlos.

Other books

Role of a Lifetime by Denise McCray
Christmas Diamonds by Devon Vaughn Archer
Final Curtain by Ngaio Marsh
Perfect Fit by Brenda Jackson
Las suplicantes by Esquilo
Megan's Men by Tessie Bradford