Pantano de sangre (14 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

BOOK: Pantano de sangre
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Ahora sabía eso; sin embargo, no era nada comparado con las preguntas sin respuesta, que prácticamente le gritaban: ¿Qué había tras la aparente fascinación de Helen por Atidubon, y por qué se había esmerado tanto en esconderle su interés por ese artista?

¿Cuál era la relación entre el interés de Helen por los célebres grabados de Audubon y una especie prácticamente desconocida de loros que ya llevaba casi un siglo extinguida?

¿Dónde estaba la primera obra de madurez de Audubon, el misterioso
Marco Negro
, y por qué Helen lo buscaba?

Y lo más desconcertante e importante: ¿por qué el interés de Helen había acabado provocando su muerte? Ya que, de lo poco que estaba convencido Pendergast, sin asomo de duda, era de que detrás de todas aquellas preguntas y suposiciones no acechaba solo el motivo de la muerte de Helen, sino los propios asesinos.

Se levantó del sillón, dejando la copa, y se acercó sin prisas a una mesa sobre la que había un teléfono. Lo cogió y marcó un número.

Contestaron al segundo timbre.

—D'Agosta.

—Hola, Vincent.

—Pendergast. ¿Qué tal?

—¿Dónde está?

—En el hotel Copley Plaza, descansando un poco. ¿Se hace usted una idea de la cantidad de Franks que estudiaron en el MIT al mismo tiempo que su mujer?

—No.

—Treinta y uno. He conseguido localizar a dieciséis. Todos dicen que no la conocían. Otros cinco están fuera del país. Dos están muertos. De los otros ocho no se sabe nada. Alumnos perdidos, dice la universidad.

—Pongamos un momento en la reserva a nuestro amigo Frank.

—Por mí, perfecto. Bien, ¿y ahora qué? ¿Nueva Orleans?

¿O Nueva York? La verdad es que me encantaría pasar algún tiempo con...

—Al norte de Baton Rouge. La plantación Oakley.

—¿Dónde?

—Tiene que ir a la casa de la plantación Oakley, en las afueras de St. Francisville. Una larga pausa.

—¿Y qué tengo que hacer allí? —preguntó D'Agosta, no muy convencido.

—Examinar dos loros disecados.

Otra pausa todavía más larga.

—¿Y usted?

—Yo estaré en el Bayou Grand Hotel, siguiendo la pista a un cuadro desaparecido.

19

Bayou Goula, Luisiana

Pendergast estaba frente al elegante hotel, sentado en el patio de palmeras, con una pierna sobre la otra —enfundadas en tela negra— y los brazos cruzados; su inmovilidad rivalizaba con la de las estatuas de alabastro que enmarcaban el hermoso espacio. Ya había pasado la tormenta de la noche anterior, preludio de un día de calor y sol, que llevaba consigo la falsa promesa de la primavera. Delante de Pendergast había un acceso ancho, de gravi11a blanca. Todo un batallón de mozos y cadis se afanaba transportando de un lado a otro coches caros y carritos de golf relucientes. Al fondo del camino brillaba muy azul al sol de mediodía una piscina en la que no nadaba nadie, pero que estaba rodeada de gente que tomaba el sol bebiendo bloody marys. Más lejos aún se extendía un gran campo de golf, con calles inmaculadas y búnkeres rastrillados, por los que paseaban hombres con blazers de color pastel, y mujeres con ropa blanca de golf. Cerraba el panorama la ancha franja marrón del Mississippi.

Algo se movió a su lado.

—¿El señor Pendergast?

Al levantar la mirada, vio a un hombre bajo y rechoncho con traje oscuro, americana abrochada y corbata de color rojo vivo, con un dibujo casi imperceptible. Su calva reflejaba tanto el sol, que parecía dorada. Sobre cada oreja había un mechón en forma de coma de pelo blanco, peinado hacia atrás. Dos ojos azules y pequeños miraban desde las profundidades de un rostro sonrosado. Debajo, una boca remilgada componía una sonrisa formal.

Pendergast se levantó.

—Buenos días.

—Soy Portby Chausson, director del Bayou Grand Hotel.

Estrechó su mano tendida.

—Encantado de conocerle.

Chausson señaló el hotel con una mano rosada.

—Mucho gusto. Vayamos a mi despacho.

Llevó a Pendergast hasta el fondo del patio y le hizo entrar en un vestíbulo muy amplio, revestido de mármol de color crema. Cruzándose con hombres de negocios bien alimentados y elegantes mujeres prendidas de sus brazos, Pendergast siguió al director hasta una puerta sin ningún distintivo, justo detrás del mostrador de recepción. Cuando Chausson la abrió, apareció un opulento despacho, de estilo barroco francés. Invitó a Pendergast a sentarse en una silla, delante de una mesa recargada.

—Por su acento veo que es de esta parte del país —dijo al tomar asiento al otro lado.

—Nueva Orleans —puntualizó Pendergast.

—Ah. —Chausson se frotó las manos—. Pero creo que es un nuevo cliente, ¿verdad? —Consultó un ordenador—. En efecto. Bien, señor Pendergast, gracias por tenernos en cuenta para sus vacaciones. Y permítame felicitarle por su gusto exquisito: el Bayou Grand Hotel es el resort más lujoso de todo el delta.

Pendergast inclinó la cabeza.

—Veamos. Por teléfono me indicó que le interesan nuestras ofertas de Golf y Ocio. Tenemos dos: la opción Platinum, de una semana, y la Diamante, de dos semanas. Los paquetes de una semana empiezan a partir de doce mil quinientos, pero yo le aconsejo el de dos, porque...

—Disculpe, señor Chausson —le interrumpió amablemente Pendergast—, pero si me permite una pequeña aclaración, creo que ahorraríamos tiempo, tanto usted como yo.

El director se calló y le miró con una sonrisa expectante.

—Es cierto que manifesté interés por sus ofertas de golf. Le ruego que disculpe mi inocente engaño.

Chausson parecía no entender.

—¿Engaño?

—Correcto. Solo quería obtener su atención.

—No entiendo.

—No sé cómo podría explicarme con mayor claridad, señor Chausson.

—¿Quiere usted decir...? —La incomprensión se tiñó de severidad—. ¿Que no tiene intención de alojarse en el Bayou Grand Hotel?

—No, por desgracia. No practico el golf.

—¿Y dice que me ha engañado para... acceder a mí?

—Veo que finalmente me ha entendido.

—En ese caso, señor Pendergast, no tenemos nada más de que hablar. Buenos días.

Pendergast examinó un momento sus uñas perfectamente cuidadas.

—Lo cierto es que sí tenemos de que hablar.

—Entonces debería haberse puesto en contacto conmigo de manera directa, sin subterfugios.

—De haberlo hecho así, estoy casi seguro de que no habría logrado entrar en su despacho.

Chausson se sonrojó.

—Ya he escuchado bastante. Estoy muy ocupado. Con su permiso, tengo huéspedes de verdad a quienes atender.

Pendergast no hizo el menor ademán de levantarse, sino que, con un suspiro de pesar, metió una mano en el interior de la americana, sacó una pequeña cartera de piel y, abriéndola, mostró una placa dorada.

Chausson se la quedó mirando un buen rato.

—¿FBI?

Pendergast asintió con la cabeza.

—¿Se ha cometido algún delito?

—Sí.

En la frente de Chausson aparecieron gotas de sudor.

—No pensará... detener a nadie en mi hotel, ¿verdad?

—Tenía otras intenciones.

Chausson manifestó un enorme alivio.

—¿Se trata de algún asunto criminal?

—Ninguno relacionado con el hotel.

—¿Tiene una orden judicial?

—No.

Pareció que Chausson recuperase gran parte de su aplomo.

—Lo siento, señor Pendergast, pero tendremos que consultar a nuestros abogados antes de responder a cualquier solicitud. Es la política de la empresa. Lo lamento.

Pendergast se guardó la placa.

—Es una lástima.

Las facciones del director manifestaron complacencia.

—Mi ayudante le acompañará a la salida. —Pulsó un botón—. ¿Jonathan?

—¿Es verdad, señor Chausson, que el edificio de este hotel fue originariamente la mansión de un magnate algodonero?

—Sí, sí. —Entró un joven delgado—. ¿Tendrías la amabilidad de acompañar al señor Pendergast a la salida?

—Sí, señor —dijo el joven.

Pendergast no hizo nada por levantarse.

—Me pregunto, señor Chausson... ¿qué cree que dirían sus huéspedes si se enterasen de que en realidad el hotel era un sanatorio?

La cara de Chausson se crispó de golpe.

—No tengo ni idea de qué está hablando.

—Un sanatorio para todo tipo de enfermedades desagradables y muy contagiosas: cólera, tuberculosis, malaria, fiebre amarilla...

—Jonathan —dijo Chausson—. El señor Pendergast todavía no se marcha. Cierra la puerta al salir, por favor.

El joven se retiró. Chausson se volvió hacia Pendergast y se inclinó en su silla, con un temblor de indignación en sus mofletes rosados.

—¿Cómo se atreve a amenazarme?

—¿Amenazarle? ¡Qué palabra tan fea! «La verdad os hará libres», señor Chausson. Lo que propongo es liberar a sus huéspedes con la verdad, no amenazarles.

Al principio, Chausson no se movió. Después se apoyó lentamente en el respaldo; pasaron un par de minutos.

—¿Qué quiere? —preguntó en voz baja.

—La razón de mi visita es el sanatorio. Desearía ver los registros antiguos que puedan quedar, en concreto los referentes a un paciente.

—¿De qué paciente se trata?

—De John James Audubon.

La frente del director general se arrugó. Después estampó sobre la mesa su mano perfectamente limpia, sin disimular su irritación.

—¿Otra vez?

Pendergast le miró, sorprendido.

—¿Cómo dice?

—Cada vez que creo que por fin se han olvidado de ese condenado hombre, aparece alguien más. Supongo que también me preguntará por el cuadro.

Pendergast permaneció sentado sin contestar nada.

—Voy a decirle lo mismo que a los otros: John James Audubon estuvo ingresado aquí hace ciento ochenta años. La... institución médica cerró hace más de un siglo. Los registros que pudiera haber desaparecieron hace mucho tiempo, al igual que los cuadros.

—¿Eso es todo? —preguntó Pendergast.

Chausson asintió de forma rotunda.

—Eso es todo.

El rostro del agente se llenó de tristeza.

—Lástima. En fin, le deseo buen día, señor Chausson.

Se levantó de la silla.

—Un momento. —El director general también se levantó, súbitamente inquieto—. ¿No irá a decirles a los huéspedes...?

Dejó la frase a medias. La expresión apenada de Pendergast se acentuó.

—Ya le he dicho que es una lástima.

Chausson levantó una mano para retenerle.

—Espere, espere un poco. —Sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la frente—. Es posible que queden algunos archivos. Acompáñeme.

Con un suspiro profundo y entrecortado, salió del despacho.

Pendergast le siguió por un restaurante de altos vuelos, una zona para preparar la comida y una cocina gigantesca. El mármol y los dorados dejaron paso rápidamente a baldosas blancas y esteras de caucho. Chausson abrió una puerta metálica al fondo de la cocina. Por una vieja escalera de metal bajaron a un pasillo subterráneo, frío, húmedo y mal iluminado, que parecía internarse en las profundidades de Luisiana. El yeso de las paredes y el techo se caía a trozos, y los ladrillos del suelo estaban llenos de agujeros.

Finalmente, Chausson se paró ante una puerta con refuerzos de metal, la abrió, haciendo rechinar el hierro, y penetró en una oscuridad negra y húmeda, que olía a hongos y a putrefacción. Cuando giró en el sentido de las agujas del reloj un interruptor anticuado, apareció un gran espacio vacío, entre correteos v chillidos de las alimañas que se batían en retirada. El suelo estaba lleno de viejas tuberías con revestimiento de amianto, y de cachivaches de todo tipo; la vejez y el moho se acumulaban por doquier.

—Esta era la sala de calderas —dijo mientras se abría camino entre excrementos de rata y residuos.

En el rincón del fondo había varios fardos de papel, reventados, húmedos, roídos por las ratas, llenos de manchas amarillas y descompuestos por el paso del tiempo. Las ratas se habían hecho una madriguera en un rincón.

—Es todo lo que queda de los papeles del sanatorio —dijo Chausson, recuperando parcialmente su tono victorioso—. Ya le he dicho que solo había restos. Lo que no sé es por qué no tiraron todo esto hace años; tal vez sea porque aquí ya no baja nadie.

Pendergast se arrodilló ante los papeles y empezó a examinarlos con muchísimo cuidado, pasándolos uno por uno. Transcurrieron diez minutos, que se convirtieron en veinte. Chausson miró varias veces el reloj, pero Pendergast era del todo insensible a su irritación. Finalmente se levantó, con un delgado fajo de papeles en la mano.

—¿Puedo llevármelos prestados?

—Quédeselos. Quédeselo todo.

Los metió en un sobre de papel.

—Antes se ha referido a otras personas que manifestaron interés por Audubon y cierto cuadro. Chausson asintió con la cabeza.

—¿Se trata acaso de un cuadro conocido como el Marco Negro?

Volvió a asentir.

—Y esas otras personas... ¿quiénes eran y cuándo vinieron?

—El primero vino... déjeme pensar... hará unos quince años. Poco después de que me nombrasen director. Y el otro, aproximadamente un año después.

—Es decir, que soy el tercero que ha preguntado —dijo Pendergast—. Por su tono, había creído que eran más. Hábleme del primero.

Chausson volvió a suspirar.

—Era un marchante de arte. De lo más desagradable. En esta profesión aprendes a conocer a las personas por su actitud, por lo que dicen, y ese hombre casi me dio miedo. —Hizo una pausa—. Le interesaba el cuadro que supuestamente pintó Audubon cuando estuvo aquí. Dio a entender que recompensaría de sobra mis esfuerzos, así que se enfadó mucho porque no pudiera decirle nada.

—¿Vio los documentos? —preguntó Pendergast.

—No. Entonces yo ni siquiera sabía que existían.

—¿Se acuerda de su nombre?

—Sí, se llamaba Blast
1
. Un apellido así no se olvida.

—Entiendo. ¿Y la segunda persona?

—Era una mujer. Joven, con el pelo negro y delgada. Muy guapa. Fue mucho más agradable... y convincente. De todos modos, no pude decirle mucho más que a Blast. Ella consultó los documentos.

—¿Se llevó alguno?

—No se lo permití. Me pareció que podían ser valiosos. En cambio, ahora, solo tengo ganas de quitármelos de encima.

Pendergast asintió lentamente.

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