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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Pantano de sangre (17 page)

BOOK: Pantano de sangre
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Sabía que Pendergast se moriría de ganas de conocer su descubrimiento.

Al subir por el acceso de la antigua plantación, vio que Pendergast se le había adelantado; el Rolls-Royce estaba a la sombra de los cipreses. Después de aparcar al lado, hizo crujir la grava y subió al porche cubierto. Cerró la puerta tras entrar en el recibidor.

—¿Pendergast? —llamó en voz alta.

No hubo respuesta.

Caminó por el pasillo, asomándose a las salas comunes. Estaban todas oscuras y vacías.

—¿Pendergast? —volvió a llamar.

«Puede que haya salido a pasear —pensó—. El día invita a ello.» Subió a paso rápido por la escalera, giró en el rellano y se quedó de piedra. Con el rabillo del ojo había visto una silueta familiar, sentada en silencio en la sala de estar. Era Pendergast, en la misma silla que la noche anterior. Las luces de la sala estaban apagadas; el agente del FBI, a oscuras.

—¿Pendergast? Creía que había salido, y...

Se detuvo al ver la cara del agente. Su expresión ausente le dejó en suspenso. Ocupó el asiento de al lado, perdiendo de golpe el buen humor.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Pendergast respiró despacio.

—He ido a la casa de Torgensson, Vincent. No hay ningún cuadro.

—¿No hay cuadro?

—Ahora la casa es una funeraria. La vaciaron completamente para adaptarla al nuevo negocio; lo quitaron todo, hasta la estructura de pilares y vigas. No hay nada, nada. —El labio de Pendergast se tensó—. Allí termina el rastro. Ya está.

—Pero ¿y el médico? Debió de mudarse a otro sitio, donde podamos retomar el rastro.

Otra pausa, más larga que la anterior.

—El doctor Ame Torgensson murió en 1852, pobre de solemnidad y loco debido a la sífilis, pero antes tuvo tiempo de ir vendiendo poco a poco todo lo que contenía su casa a innumerables compradores desconocidos.

—Si vendió el cuadro, debería constar en algún sitio.

Pendergast se lo quedó mirando, torvamente.

—No hay constancia de nada. Es posible que intercambiara el cuadro por carbón. También pudo hacerlo jirones en un ataque de locura. Es posible que le sobreviviera, y se perdiera con las obras de la casa. Me he topado con un muro.

E iba a rendirse, pensó D'Agosta; volvería a su casa y se quedaría sentado a oscuras en la sala de estar. Nunca había visto al agente tan por los suelos, en todos los años desde que se conocían. Sin embargo, los hechos no justificaban tal desesperación.

—Helen también buscaba el cuadro —dijo, con una dureza involuntaria—. Usted lleva buscándolo... ¿Cuánto? ¿Un par de días? Ella estuvo años sin rendirse.

Pendergast no contestó.

—Está bien, cambiaremos de táctica. En vez de seguir el rastro del cuadro, seguiremos el de su mujer. ¿Se acuerda del último viaje que hizo, cuando estuvo tres días fuera? Pues quizá tuviera algo que ver con el
Marco Negro
.

—Aunque tuviera razón —dijo Pendergast—, han pasado doce años.

—Por intentarlo no se pierde nada —dijo D'Agosta—. Luego podemos ir a Sarasota, a ver a John W. Blast, el marchante jubilado.

En los ojos de Pendergast se encendió una chispa muy tenue de interés.

D'Agosta se dio unas palmaditas en el bolsillo de la americana.

—En efecto. Es la otra persona que buscaba el Marco Negro. Se equivoca al decir que tenemos delante una pared.

—En esos tres días pudo ir a cualquier sitio —dijo Pendergast.

—Pero ¿ qué diablos le pasa? ¿Ya se da por vencido? —D'Agosta se quedó mirando a Pendergast. Acto seguido se giró y asomó la cabeza al pasillo—. ¿Maurice? ¡Eh, Maurice!

¿Dónde estaba? Por una vez que le necesitaba...

Un momento de silencio. Después, unos golpes sordos en la otra punta de la mansión. Al cabo de un minuto se oyeron pasos en la escalera trasera y apareció Maurice doblando por el pasillo.

—¿Qué desea? —jadeó al acercarse, con los ojos muy abiertos.

—¿Recuerda el último viaje de Helen al que se refirió ayer por la noche? ¿Cuando se fue sin avisar y estuvo dos noches fuera?

Maurice asintió con la cabeza.

—Sí.

—¿No puede contarnos nada más? ¿Algún tíquet de gasolinera? ¿Alguna factura de hotel?

Al cabo de una silenciosa reflexión, Maurice confesó:

—No, señor, nada.

—¿Al volver no dijo nada en absoluto? ¿Ni una palabra?

Maurice sacudió la cabeza.

—Lo siento, señor.

Pendergast seguía en la silla, sin mover ni un músculo. Cayó un manto de silencio en la sala de estar.

—Ahora que lo pienso, sí hay una cosa —dijo Maurice—. Aunque dudo que le sea de utilidad.

D'Agosta se lanzó al ataque.

—¿De qué se trata?

—Pues... —titubeó el viejo criado.

D'Agosta tuvo ganas de cogerle por las solapas y zarandearle.

—Es que... ahora me acuerdo de que me llamó. La primera mañana, desde la carretera.

Pendergast se levantó despacio.

—Sigue, Maurice —dijo en voz baja.

—Ya eran casi las nueve. Yo estaba tomándome un café en el salón de día. Sonó el teléfono y era la señora Pendergast. Había olvidado la tarjeta de la American Automobile Association en el despacho. Se le había pinchado una rueda y necesitaba el número de socio. —Maurice echó un vistazo a Pendergast—. Recordará que nunca tuvo mano con los coches, señor.

—¿Ya está?

Maurice asintió.

—Fui a buscar la tarjeta y le leí el número. Ella me dio las gracias.

—¿Nada más? —insistió D'Agosta—. ¿Ningún ruido de fondo? ¿Ninguna conversación?

—Hace tanto tiempo, señor... —Maurice se concentró—. Creo que había ruido de tráfico. Tal vez una bocina. Debía de llamar desde una cabina.

Al principio nadie dijo nada. D'Agosta se desanimó.

—¿Y la voz? —preguntó Pendergast, interviniendo por primera vez—. ¿Parecía tensa, o tal vez nerviosa?

—No, señor. De hecho, ahora que me acuerdo, dijo que era una suerte que hubiera pinchado en aquel sitio.

—¿Una suerte? —repitió Pendergast—. ¿Por qué?

—Porque así podía esperar tomándose un
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2

Al principio todo quedó en suspenso. Después, Pendergast entró en acción. Esquivando a D'Agosta y a Maurice, corrió sin decir nada hasta el rellano y se lanzó escaleras abajo.

D'Agosta fue tras él. El pasillo central estaba vacío. Sin embargo, oyó ruido en la biblioteca. Al entrar vio que el agente revolvía febrilmente los estantes, tirando los libros al suelo sin contemplaciones. Se apoderó de un tomo, dio unas zancadas hasta una mesa, despejó la superficie bruscamente con el brazo y hojeó las páginas. D'Agosta vio que era un atlas de carreteras de Luisiana. Aparecieron una regla y un lápiz en la mano de Pendergast, que se encorvó hacia el atlas para tomar medidas y hacer marcas con el lápiz.

—Aquí —susurró entre clientes, clavando un dedo en la página.

Salió corriendo de la biblioteca, sin decir nada más.

D'Agosta siguió al agente por el comedor, la cocina, la despensa, la habitación del mayordomo y la cocina trasera, hasta llegar a la puerta posterior de la mansión. Pendergast bajó los escalones de dos en dos, cruzó corriendo el gran jardín hasta llegar a un establo pintado de blanco, reconvertido en garaje para media docena de coches. Abrió la puerta de golpe y desapareció en la oscuridad.

D'Agosta le siguió. El interior, grande y poco iluminado, olía ligeramente a heno y aceite de motor. Cuando sus ojos se acostumbraron, discernió tres bultos cubiertos con lonas, que solo podían ser automóviles. Pendergast fue raudo hacia uno de ellos y tiró de la lona. Debajo apareció un descapotable rojo de dos asientos, bajo, como de malo de película, que la luz indirecta del establo reconvertido hacía brillar.

—Uau. —D'Agosta silbó—. Un Porsche de época. Qué maravilla.

—Un Porsche 550 Spyder de 1954. Era de Helen.

Pendergast subió ágilmente y buscó la llave a tientas bajo la alfombrilla. La encontró justo en el momento en el que D'Agosta abría la puerta y subía al asiento del copiloto. Entonces la metió en el contacto y la giró. El motor se puso en marcha con un rugido ensordecedor.

—Bendito Maurice —dijo Pendergast, por encima del ruido—. Lo tienes como nuevo.

Después de dejar pasar unos segundos, para que se calentase el motor, lo sacó del establo y, una vez al otro lado de la puerta, pisó a fondo el acelerador. El descapotable salió disparado, levantando una nube de gravilla que acribilló el cobertizo como si fueran perdigones. D'Agosta se vio empujado contra el respaldo, como un astronauta al despegar. Justo cuando salían del camino de entrada, vio la silueta vestida de negro de Maurice, que asistía a su marcha desde los escalones.

—¿Adonde vamos? —preguntó.

Pendergast le miró. La desesperación había desaparecido completamente, dejando paso a una luz dura en los ojos, tenue pero perceptible: el brillo de la caza.

—Gracias a usted, Vincent, hemos encontrado el pajar —contestó—. Ahora, a ver si encontramos la aguja.

23

El coche deportivo iba lanzado por las adormiladas carreteras secundarias del campo de Luisiana. Los manglares, los brazos de río, las plantaciones majestuosas y las ciénagas pasaban borrosos. De vez en cuando aminoraban un poco para atravesar un pueblo, donde el vehículo era objeto de miradas de curiosidad por su estrepitoso ruido. Pendergast no se había molestado en poner la capota, y D'Agosta sufría cada vez más con el viento, que irritaba su calva. Ir en un coche tan bajo le provocaba una sensación de vulnerabilidad. Se extrañó que Pendergast hubiera cogido ese coche en vez del Rolls, muchísimo más cómodo.

—¿Le importa decirme adonde vamos? —bramó para hacerse oír sobre el viento.

—A Picayune, Mississippi.

—¿Por qué?

—Porque es desde donde Helen llamó por teléfono a Maurice.

—¿Lo sabe con certeza?

—Con el noventa y cinco por ciento de seguridad.

—¿Cómo?

Pendergast redujo la marcha para salvar una curva muy cerrada.

—Helen se tomó un
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mientras esperaba a los del automóvil club.

—Ya. ¿Y qué?

—Los
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eran su debilidad yanqui, de la que jamás logré curarla. Apenas se encuentran fuera de Nueva York y de algunas partes de Nueva Inglaterra.

—Siga.

—Desde Nueva Orleans solo se puede, o se podía, ir en coche a tres sitios donde sirvieran
egg cream
. Helen los tenía localizados, y siempre iba en coche a alguno de los tres. Alguna vez yo la acompañaba. En fin, el caso es que al consultar el mapa, he deducido (por el día de la semana, la hora del día y la propensión de Helen a conducir demasiado deprisa) que la elección más obvia, entre los tres, es Picayune.

D'Agosta asintió con la cabeza. Explicado así, parecía muy lógico.

—¿Y lo del noventa y cinco por ciento?

—Cabe la remota posibilidad de que esa mañana se parase antes por alguna razón; o la parasen, porque la multaban a menudo por exceso de velocidad.

Picayune, Mississippi, era una localidad pulcra y con casas bajas de madera, justo al otro lado de la frontera con Luisiana. A la entrada del término municipal había un rótulo que la proclamaba «Moneda preciosa en el monedero del sur», y otro con fotos de los galardonados en el desfile de carnaval del año anterior. Mientras recorrían las calles, tranquilas y arboladas, D'Agosta lo miraba todo con curiosidad. Pendergast condujo más despacio cuando irrumpió ruidosamente en el centro comercial.

—Está todo un poco cambiado —dijo, mirando a ambos lados—. Aquel cibercafé es nuevo, por supuesto. Aquel restaurante criollo también. En cambio, aquel local pequeño donde anuncian bocadillos de cangrejos de río me suena.

—¿Solía venir con Helen?

—No, con Helen no. He cruzado varias veces el pueblo, pero años más tarde. A unos cuantos kilómetros de aquí hay un campo de entrenamiento del FBI. Ah, debe de ser esto.

Pendergast se metió por una calle tranquila, y frenó arrimándose al bordillo. El único edificio que no era residencial era el más cercano, de hormigón y una sola planta, bastante apartado de la calle y rodeado por un aparcamiento de asfalto agrietado y levantado. En la fachada había un letrero torcido, que lo anunciaba como Jake's Yankee Chowhouse, aunque estaba descolorido y desconchado, y se veía a la legua que el establecimiento llevaba años cerrado. Sin embargo, de las ventanas de la parte trasera colgaban unas cortinas de muselina, y de la pared de cemento, una antena parabólica. Estaba claro que también se utilizaba como residencia.

—Veamos si podemos hacerlo por la vía fácil —murmuró Pendergast.

Examinó unos instantes la calle, con los labios apretados. Después empezó a hundir el pie derecho en el acelerador del Porsche, sin levantarlo durante un buen rato. El gran motor despertó con un rugido que aumentó con cada presión del pedal, haciendo que salieran volando las hojas de debajo del coche. Al final, la carrocería del coche vibraba con la fuerza de un avión de pasajeros.

—¡Por Dios! —exclamó D'Agosta a gritos—. ¿Quiere resucitar a los muertos?

El agente del FBI siguió otros quince segundos, hasta que a lo largo y ancho de la calle se asomaron como mínimo una docena de cabezas a ventanas y puertas.

—No —contestó, soltando el pedal y dejando que el motor descansara—. Creo que bastará con los vivos. —Sometió a un rápido examen las caras que les observaban—. Demasiado joven —dijo acerca de una, meneando la cabeza—. Y aquel de allí está claro que es demasiado tonto, el pobre... Ah, pero ese sí que tiene alguna posibilidad. Vamos, Vincent.

Bajó del coche y se acercó tranquilamente a la tercera casa de la izquierda, en cuyos escalones de entrada había un hombre de unos sesenta años, con una camiseta amarillenta, que les miraba con el ceño fruncido. Una de sus gruesas manos asía un mando de televisor, y la otra una cerveza.

De repente, D'Agosta entendió la razón de que Pendergast hubiera cogido el Porsche de su mujer para aquel viaje.

—Perdone —dijo Pendergast al acercarse a la casa—. Quería saber si por casualidad reconoce el automóvil en el que hemos...

—Vete a tomar viento —dijo el hombre, girándose, entrando en la casa y dando un portazo.

D'Agosta se subió los pantalones y se pasó la lengua por los labios.

—¿Quiere que saque a rastras a ese gordo cabrón?

Pendergast sacudió la cabeza.

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