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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Pantano de sangre (20 page)

BOOK: Pantano de sangre
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D'Agosta cruzó la habitación en un silencio estupefacto, incapaz de concentrarse en algo sin que le distrajese de inmediato algún nuevo prodigio. Sobre una mesa había una colección de libros pequeños hechos a mano, con una elegante encuadernación de cuero repujado en oro. Al coger uno y hojearlo, vio que estaba lleno de poemas escritos con una letra pulcra y firmados y fechados por Karen Doane. Las alfombras, tejidas, formaban varias capas en el suelo, y presentaban diseños geométricos tan llenos de color y de belleza que deslumbraban. Deslizó por las paredes la luz de la linterna, admirando los cuadros al óleo, estampas lustrosas de vida de las ciénagas y bosques de los alrededores de la casa, viejos cementerios, bodegones de gran realismo y paisajes, reales o soñados, que rivalizaban en fantasía. Se aproximó al que tenía más cerca, y al escrutarlo a la luz de la linterna observó que estaba firmado en el borde inferior por «M. Doane», Pendergast se colocó a su lado, como una presencia silenciosa.

—Melissa Doane —murmuró—. La mujer del novelista. Al parecer estos cuadros son suyos.

—¿Todos?

D'Agosta pasó la luz de la linterna por las otras paredes de la pequeña sala. No había ningún cuadro más con marco de color negro; de hecho, no había ninguno que no llevara la firma de «M. Doane».

—Lo siento, pero no está aquí.

Muy despacio, bajó la linterna hacia la pierna. Se dio cuenta de que respiraba deprisa y de que se le había acelerado el pulso. Todo aquello era muy raro, por decirlo suavemente.

—¿Qué coño es este sitio? ¿Y cómo es posible que se haya quedado así, que no haya entrado nadie a robar?

—El pueblo protege bien sus secretos.

Los ojos plateados de Pendergast rastrearon la habitación, fijándose en todos los detalles con una expresión muy concentrada en el rostro. Dio otro lento paseo, hasta pararse ante la mesa de libros hechos a mano. Los miró uno por uno, hojeándolos rápidamente antes de dejarlos de nuevo en su sitio. Después, salió al pasillo, seguido por D'Agosta, y entró en el dormitorio de la hija. Cuando el teniente le alcanzó, estaba examinando la estantería de tomos idénticos de tapas rojas. Su mano fina y alargada se acercó al último y lo sacó de su sitio. Lo hojeó: todas las páginas estaban en blanco. Lo devolvió a su lugar y sacó el penúltimo volumen. Solo contenía líneas horizontales, que parecían hechas con regla, tan prietas que casi ennegrecían las páginas.

Eligió el siguiente libro en sentido inverso y, al hojearlo, volvió a encontrar líneas apretadas, así como algunos dibujos infantiles y toscos al principio, hechos con palitos. El siguiente volumen contenía entradas inconexas, en una letra irregular que subía y bajaba por las páginas.

Empezó a leer en voz alta, al azar; la prosa estaba escrita en estrofas poéticas.

No puedo

Dormir no tengo que

Dormir. Vienen, susurran

Cosas. Me enseñan

Cosas. No puedo quitármelo

De la cabeza, no puedo quitármelo

De la cabeza. Si vuelvo a dormir, me

Moriré... Dormir = Muerte

Sueño = Muerte

Muerte = No puedo quitármelo

De la cabeza

Pendergast hojeó diversas páginas. Los desvaríos se prolongaban hasta disolverse en palabras deshilvanadas y garabatos ilegibles. Dejó el libro en su sitio todavía más pensativo. El siguiente que sacó estaba bastante más cerca del principio de la hilera. Lo abrió por el medio. D'Agosta vio renglones de letra firme y regular. Se notaba que era de chica. En los márgenes había dibujos de flores y caritas graciosas, y los puntos de algunas íes eran círculos sonrientes.

Pendergast leyó la fecha en voz alta.

D'Agosta hizo un cálculo mental rápido.

—Aproximadamente seis meses antes de la visita de Helen —dijo.

—Sí, cuando los Doane aún llevaban poco tiempo en Sunflower.

Pendergast hojeó las entradas, leyéndolas por encima. En un momento dado se paró y recitó:

—Mattie Lee ha vuelto a tomarme el pelo sobre Jimmy. Es mono, pero no soporto la ropa gótica, ni el thrash metal que le gusta tanto. Se peina hacia atrás y fuma, apurando el cigarrillo sin tirar la ceniza. Cree que queda guay. Yo creo que queda como un empollón haciéndose el guay. Peor aún: queda como un sabiondo que parece un empollón haciéndose el guay.

—La típica niña de instituto —dijo D'Agosta, frunciendo el ceño.

—Quizá algo más mordaz que la mayoría. El agente siguió hojeando el libro, hasta pararse de repente en una entrada de unos tres meses más adelante.

—¡ Ah! —exclamó, con súbito interés, y empezó a leer.

Al volver del colegio he visto a mamá y papá en la cocina, inclinados sobre el mármol, como si hubiera algo encima. ¿A que no adivinas qué era? ¡Un loro! Era gris y gordo, con una cola roja corta y ridícula y una anilla muy gorda de metal en una pata, con número, pero sin nombre. Era dócil, y se te subía tranquilamente al brazo. Tenía todo el rato la cabeza ladeada, mirándome a los ojos como si me estudiara. Papá lo ha buscado en la enciclopedia, y ponía que era un loro gris africano. Ha dicho que debía de ser de alguien, porque era demasiado dócil para ser salvaje. Se había presentado a mediodía, en el melocotonero de al lado de la puerta trasera, haciendo ruido para anunciar su llegada. Yo le he suplicado a papá que nos deje conservarlo. Él ha dicho que de acuerdo, hasta que encontremos al verdadero dueño. Dice que tenemos que poner un anuncio. Yo le he dicho que lo ponga en el
Times
de Tombuctú, y a él le ha parecido muy gracioso. Espero que no encuentre nunca al verdadero dueño. Le hemos hecho un nidito en una caja vieja. Mañana, papá irá a la tienda de animales de Slidell para comprarle una jaula de verdad. Cuando saltaba por el mármol ha encontrado una de las magdalenas de mamá, ha graznado y se la ha empezado a zampar. Yo le he puesto Magdalena de nombre.

—Un loro —murmuró D'Agosta—. Qué casualidad.

Pendergast empezó a pasar las páginas, más despacio que antes, hasta llegar al final del libro. Bajó el siguiente y empezó a examinar metódicamente todas las fechas, hasta pararse en una. D'Agosta oyó que se le cortaba un poco su respiración.

—Vincent, aquí está la entrada que escribió el 9 de febrero, el día en que fue Helen a verles.

¡El peor día de toda mi vida!

Después de comer, una señora ha llamado a la puerta. Llevaba un coche deportivo rojo e iba toda ella muy elegante, con guantes de cuero de última moda. Ha dicho que se había enterado de que teníamos un loro, y ha preguntado si podía verlo. Papá le ha enseñado a Magdalena —sin sacarla de la jaula—, y ella le ha preguntado que de dónde había salido. Ha hecho muchas preguntas sobre el pájaro: desde cuándo lo teníamos, de dónde venía, si era manso, si nos dejaba tocarlo, quién jugaba más con él... Cosas así. Se ha pasado todo el rato mirándolo y haciendo preguntas. Quería ver la anilla de cerca, pero antes mi padre le ha preguntado si era la dueña del loro. Ella ha dicho que sí, y que quería que se lo devolviéramos. Papá no se fiaba. Le ha pedido que le dijera el número del brazalete del loro, pero ella no lo sabía. Tampoco ha podido enseñarnos ninguna prueba de que fuera la dueña. Nos ha contado que era científica y que el loro se había escapado de su laboratorio. Por la cara que ha puesto papá, no se la creía para nada. Ha dicho con firmeza que estaría encantado de devolverle el loro cuando le mostrase alguna prueba, pero que mientras tanto Magdalena se quedaba con nosotros. Ella no parecía muy sorprendida. Luego me ha mirado a mí con cara de tristeza. «¿Magdalena es tuya?» Yo le he dicho que sí. Me ha dado la impresión de que se ponía a pensar. Luego le ha preguntado a papá si podía aconsejarle un buen hotel en el pueblo. Él le ha dicho que solo hay uno, y que le daría el número. Se ha metido en la cocina para ir a buscar el listín. ¡Nada más quedarnos solas, la señora ha cogido la jaula de Magdalena, la ha metido en una bolsa negra de basura que ha sacado del bolso, ha salido corriendo por la puerta, ha tirado la bolsa dentro del coche y se ha ido por el camino de entrada! Magdalena no dejaba de graznar. Yo he salido corriendo, y dando gritos. Entonces ha salido papá y hemos cogido el coche para perseguirla, pero ya no estaba. Papá ha llamado al sheriff, pero no parecía que le interesara mucho encontrar un pájaro robado, sobre todo cuando podría ser la dueña. Nos hemos quedado sin Magdalena, de repente.

He subido a mi cuarto y no podía parar de llorar.

Pendergast cerró el diario y se lo metió en el bolsillo de la americana. En ese momento, un súbito relámpago iluminó los árboles del otro lado de la ventana y un trueno hizo temblar la casa.

—Increíble —dijo D'Agosta—. Helen robó el loro. De la misma manera que robó los loros disecados de Audubon. ¿Qué le estaría pasando por la cabeza?

Pendergast no dijo nada.

—¿Usted vio el loro alguna vez? ¿Lo llevó a Penumbra?

Aloysius sacudió la cabeza en silencio.

—¿Y el laboratorio científico del que habló a los Doane?

—No tenía ningún laboratorio, Vincent. Trabajaba para Médicos con Alas.

—¿Tiene alguna idea de qué coño pretendía?

—Por primera vez en mi vida, estoy total y absolutamente perdido.

El siguiente relámpago iluminó una expresión de puro azoramiento e incomprensión en el rostro de Pendergast.

26

Nueva York

A la capitana Laura Hayward, de homicidios, le gustaba tener abierta la puerta de su despacho, para demostrar que no se le habían olvidado sus comienzos como humilde policía de tráfico que patrullaba por el metro. En poco tiempo había llegado muy alto en el departamento. Aun sabiendo que valía y que merecía los ascensos, también tenía la incómoda sensación de que no le había perjudicado en absoluto ser mujer, sobre todo después de los escándalos de discriminación sexual de la década anterior.

Sin embargo, esa mañana, cuando llegó a las seis, cerró de mala gana la puerta, aunque no hubiera nadie dentro. Ya hacía días que se arrastraba por el departamento una investigación sobre diversos asesinatos en Coney Island relacionados con la mafia rusa de la droga, lo que había generado cantidades industriales de papeleo y reuniones.

Finalmente, había llegado ese momento en el que alguien —ella— tenía que sentarse con el expediente y leérselo entero para que al menos una persona pudiera ponerse al frente y dar un empujón al caso.

Hacia las doce de mediodía, su cerebro casi echaba humo por tanta brutalidad sin sentido. Se levantó de la mesa y decidió salir a respirar aire fresco, dando un paseo por el pequeño parque situado al lado de la comisaría central. Abrió su puerta y, al salir del antedespacho, se encontró con un grupo de agentes en el pasillo.

La saludaron con más efusión que de costumbre y con miradas de reojo, incómodas.

Hayward les devolvió el saludo y se paró.

—Bueno, ¿qué pasa?

Un silencio elocuente.

—Nunca había visto fingir tan mal —dijo en broma—. Francamente, si jugarais a póquer perderíais todos.

El chiste no les hizo gracia. Después de un momento de vacilación, intervino un sargento.

—Capitana, tiene que ver con aquel... agente del FBI, Pendergast.

Hayward se quedó de piedra. Tan conocido en el departamento era su desprecio hacia Pendergast como su relación con su antiguo colaborador, D'Agosta. Pendergast siempre conseguía meter a Vincent en los peores líos. Tenía la premonición de que la excursión a Luisiana tendría un final tan desastroso como las anteriores. De hecho, quizá ya lo hubiera tenido... Mientras esas ideas pasaban por su cabeza, procuró controlar sus músculos faciales, conservando la neutralidad.

—¿Qué pasa con el agente especial Pendergast? —preguntó con frialdad.

—No es exactamente Pendergast —dijo el sargento—. Es una pariente, una tal Constance Greene. Está en la central, y ha dado el nombre de Pendergast como familiar más próximo. Parece que es sobrina suya, o algo así.

Otro silencio incómodo.

—¿Y qué? —les urgió Hayward.

—Ha estado en el extranjero. Reservó un pasaje en el Queen Mary 2, de Southampton a Nueva York, con su bebé.

—¿Bebé?

—Sí. De un par de meses, más o menos. Nació en el extranjero. El caso es que la han retenido en el control de pasaportes después de que atracase el barco, porque ha desaparecido el bebé. Los de inmigración han avisado por radio a la policía de Nueva York, y se encuentra en prisión preventiva. Se la acusa de homicidio.

—¿Homicidio?

—Exacto. Parece que tiró al bebé por la borda en medio del Atlántico.

27

Golfo de México

Casi parecía que el Delta 767 flotase a treinta y cuatro mil pies, en un cielo sereno y despejado, muy por encima de la lámina azul e ininterrumpida del mar, salpicada de reflejos de la luz de la tarde.

—¿Le traigo otra cerveza, señor? —preguntó la azafata, inclinándose solícita.

—De acuerdo —contestó D'Agosta.

La azafata se dirigió a su vecino de asiento.

—¿Y usted, señor? ¿Va todo bien?

—No —dijo Pendergast. Señaló despectivamente el plato de salmón ahumado de la bandeja del respaldo—. Me parece que está a temperatura ambiente. ¿Le importaría traerme otro plato, pero frío, por favor?

—Con mucho gusto.

La azafata se llevó el plato con un gesto de gran profesionalidad.

D'Agosta esperó a que volviera para apoyarse en el respaldo del asiento, amplio y cómodo, y estirar las piernas. Las únicas veces que había volado en primera iba con Pendergast, pero se veía muy capaz de acostumbrarse.

Sonó una campanilla por megafonía. El capitán anunció que en veinte minutos aterrizarían en el aeropuerto internacional de Sarasota Bradenton.

D'Agosta bebió un sorbo de cerveza. Sunflower, Luisiana, ya quedaba a dieciocho horas y cientos de kilómetros de distancia, pero la extraña casa de los Doane, con su salita de las maravillas, como un joyero envuelto en un torbellino de deterioro y furibunda destrucción, apenas se había apartado de sus pensamientos. Pendergast, sin embargo, parecía reacio a hablar de ella; y había permanecido pensativo y silencioso.

D'Agosta lo intentó otra vez.

—Tengo una teoría.

El agente le miró.

—Creo que la familia Doane es una pista falsa. —¿De verdad?

Pendergast probó un poco de salmón, cauteloso.

—Píenselo un poco. Se volvieron locos meses o años después de la visita de Helen. ¿Qué relación puede tener su visita con lo que pasó después? ¿O un loro?

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