Pantano de sangre (39 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

BOOK: Pantano de sangre
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Hayward siguió a Pendergast por una puerta destrozada. El detective se paró a inspeccionar el batiente, tirado por el suelo, y también el marco. Se arrodilló y empezó a manipular la cerradura con un juego de ganzúas.

—Qué curioso —dijo al levantarse.

La entrada estaba llena de trozos de madera requemada. El techo, que se había venido parcialmente abajo, dejaba que penetrara algo de luz. Una bandada de golondrinas salió de la oscuridad y se fue dando vueltas, quejándose de aquella intrusión con sus gritos. El olor a humedad era omnipresente. Caían gotas de agua de las vigas negras, formando charcos en el suelo, que en otro tiempo había sido de baldosas.

Pendergast sacó del bolsillo una linterna y la enfocó hacia todas partes. Pasando sobre los escombros, entraron en el edificio, que recorrieron siguiendo el fino haz de la linterna de Pendergast. Al otro lado de un arco roto había un viejo pasillo, con habitaciones quemadas a ambos lados. En algunas partes del suelo se habían acumulado trozos de cristal y aluminio derretidos, así como plástico chamuscado y esqueletos metálicos de muebles.

Hayward vio que Pendergast recorría en silencio las habitaciones oscuras, clavando en ellas la linterna y la mirada. En determinado momento se detuvo junto a los restos de un archivador y hurgó en el fondo de un cajón, entre una masa mojada de papeles chamuscados que apartó. Sin embargo, el centro no estaba quemado. Sacó unos trozos y los inspeccionó.

—«Entregado a Nova G.» —leyó en voz alta en uno de los papeles—. Solo es un montón de albaranes viejos.

—¿Algo interesante?

Siguió hurgando.

—Lo dudo.

Sacó varios trozos renegridos y los metió en una bolsa hermética, que desapareció en su americana.

Llegaron a una gran sala central, que parecía la zona más afectada por el incendio. Del techo no quedaba nada. Habían crecido alfombras de kudzu sobre los despojos, dejando montículos y excrecencias. Tras echar un vistazo general, Pendergast se acercó a una de ellas, metió la mano y empezó a arrancar las zarzas hasta dejar a la vista el esqueleto de una máquina vieja, lleno de cables y engranajes cuya función Hayward jamás habría podido adivinar. Recorrió la sala arrancando más zarzas y dejando a la vista más aparatos derretidos y esqueléticos.

—¿Tiene alguna idea de qué era esto? —preguntó Hayward.

—Un autoclave... incubadoras... y yo diría que eso era un centrifugador. —Pendergast dirigió la luz de la linterna hacia una masa grande y medio derretida—. Y aquí tenemos los restos de una cabina de flujo laminar. Todo esto fue un laboratorio de microbiología de primerísimo nivel.

Apartó unos escombros con el pie. Después se agachó y recogió algo que brilló tenuemente a la luz de la linterna. Se lo metió en el bolsillo.

—Según el informe de la muerte de Slade —dijo Hayward—, encontraron su cadáver en un laboratorio. Debe de ser esta sala.

—Sí. —Pendergast deslizó la luz de la linterna por una hilera de armarios derretidos, muy macizos, con una campana encima—. El incendio empezó aquí, en el almacén de productos químicos.

—¿Usted cree que fue provocado?

—Sin duda. Necesitaban el fuego para destruir las pruebas.

—¿Cómo lo sabe?

Metió la mano en el bolsillo, para mostrarle a Hayward lo que había recogido. Era una tira de aluminio, de unos dos centímetros, que evidentemente se había salvado del incendio. Llevaba impreso un número.

—¿Qué es?

—Una anilla de pájaros sin usar. —La examinó con atención antes de dársela a Hayward—. Y no es una anilla cualquiera. —Señaló el borde interno, donde se veía claramente una franja de silicona—. Fíjese: lleva un chip, seguro que de un transmisor. Ahora ya sabemos cómo encontró Helen el loro. Me preguntaba cómo había podido localizar a los Doane antes de que presentasen síntomas de gripe aviar.

Hayward se la devolvió.

—Si no le importa que se lo pregunte, ¿por qué está convencido de que fue un incendio provocado? En los informes no consta que encontraran restos de aceleradores, ni de nada sospechoso.

—La persona que provocó el incendio era un químico de élite, que sabía muy bien lo que se hacía. Serían necesarias demasiadas coincidencias para que el edificio se hubiera incendiado por accidente precisamente después de que se cancelara el proyecto de la gripe aviar.

—Entonces, ¿quién lo quemó?

—Yo le aconsejaría que se fijase en las fuertes medidas de seguridad: la valla era imponente, las cerraduras de las puertas eran casi imposibles de forzar, y en las ventanas había barrotes y estaban cubiertas de cristal esmerilado. Por otro lado, el edificio estaba apartado de todos los demás, casi dentro del pantano, protegido por todas partes. No cabe duda de que alguien provocó el incendio desde dentro. Alguien con total acceso, sin restricciones.

—¿Slade?

—No sería inusual que el incendiario se hubiese quemado en su propio fuego.

—Por otra parte —añadió Hayward—, el incendio también pudo ser un asesinato. Como jefe del proyecto, Slade sabía demasiado.

Los ojos de Pendergast se posaron en ella.

—Es exactamente lo que yo pienso, capitana. Se quedaron en silencio, mientras la lluvia se filtraba por las ruinas.

Pendergast sacó la bolsa hermética con el papel chamuscado y se la dio a Hayward sin decir nada. Ella lo examinó. Era una solicitud de envío de placas de Petri, con una nota manuscrita al pie que aumentaba la cantidad «a petición de CJS». Estaba firmada con una sola inicial, «J».

—¿CJS? Debe de ser Charles J. Slade.

—Exacto. Esto sí que tiene un indudable interés.

Hayward se la devolvió.

—No veo su importancia.

—Es evidente que la caligrafía es la de June Brodie, la secretaria de Slade; la que se suicidó en el puente Archer una semana después de la muerte de Slade. Sin embargo, la nota escrita a mano en la solicitud parece indicar que a fin de cuentas no hubo tal suicidio.

—¿Se puede saber dónde lo ve?

—Resulta que tengo una fotocopia de la nota de suicidio, de su expediente del registro civil. La que dejó en el coche antes de tirarse del puente. —Pendergast sacó un papelito del bolsillo de la americana. Hayward lo desdobló—. Compare la letra con la del fragmento que acabo de descubrir: una anotación rutinaria hecha en su despacho. Muy curioso.

Hayward miró alternativamente los dos papeles.

—La letra es idéntica.

—He ahí lo que es tan curioso, mi querida capitana. Pendergast volvió a guardar los papeles en su americana.

58

El sol ya se había puesto detrás de un telón de nubes turbias cuando Laura Hayward llegó a la pequeña carretera que salía de Itta Bena y fue hacia el este, en dirección a la interestatal. Según el GPS, tardaría cuatro horas y media en volver a Penumbra. Llegaría antes de medianoche. Pendergast le había dicho que volvería tarde. Quería ir a ver qué más averiguaba sobre June Brodie.

Era una carretera larga, solitaria y vacía. Empezó a sentirse amodorrada, abrió la ventanilla y dejó entrar un chorro de aire húmedo. El coche se llenó de olor a noche y a tierra mojada. Pensaba tomar un café y un bocadillo en el primer pueblo. A menos que encontrase un lugar donde sirvieran costillas... No había comido nada desde el desayuno.

El teléfono móvil sonó. Con una sola mano lo sacó del bolsillo.

—¿Diga?

—¿La capitana Hayward? Soy el doctor Foerman, del hospital de Caltrop.

La seriedad del tono la dejó helada al instante.

—Perdone que la moleste de noche, pero no tenía más remedio. El señor D'Agosta ha empeorado repentinamente.

Tragó saliva.

—¿Qué quiere decir?

—Estamos haciendo algunas pruebas, pero parece que podría estar sufriendo un tipo poco frecuente de shock anafiláctico relacionado con la válvula de cerdo de su corazón. —Foerman hizo una pausa—. Francamente, parece muy grave. Nos ha... parecido que había que avisarla.

Hayward se quedó un momento sin habla. Frenó y se detuvo a un lado de la carretera, derrapando en el arcén.

—¿Capitana Hayward?

—Estoy aquí. —Sus dedos temblorosos teclearon «Caltrop, MI» en el GPS—. Un momento. —El GPS hizo un cálculo y mostró el tiempo entre donde se encontraba ella y Caltrop—. En dos horas estaré ahí. Tal vez menos.

—La esperamos.

Cerró el teléfono y lo tiró al asiento de al lado. Después respiró hondo, entrecortadamente, y pisó a fondo el acelerador. Mediante un brusco giro de volante, hizo un cambio de sentido y volvió a la carretera, haciendo saltar grava y con los neumáticos chirriando.

Judson Esterhazy cruzó con toda tranquilidad la doble puerta de cristal, con las manos en los bolsillos de su bata de médico, y se llenó los pulmones con el aire cálido de la noche. Desde su privilegiado observatorio en el acceso principal del hospital, debajo de la marquesina, miró el aparcamiento. Fuertemente iluminado con lámparas de sodio, dibujaba una ele por la entrada principal y uno de los lados del pequeño hospital, y estaba a un cuarto de su capacidad. Una noche de marzo plácida y sin sobresaltos en el hospital de Caltrop.

Se fijó en la distribución del complejo. Detrás del aparcamiento había un césped bien cuidado, que acababa en un pequeño lago. En la otra punta del hospital había varios túpelos, plantados y cuidados con esmero, entre los que discurría un caminito con bancos de granito distribuidos estratégicamente.

Cruzó sin prisas el aparcamiento y, al llegar al borde del pequeño parque, se sentó en un banco; nada le distinguía de un simple residente o de un interno que había salido a respirar aire fresco. Por hacer algo, se entretuvo leyendo los nombres grabados en el banco.

De momento todo marchaba según el plan. No podía negar que le había resultado difícil encontrar a D'Agosta; Pendergast le había creado una nueva identidad, con un historial médico falso, un certificado de nacimiento y todo lo demás. De no ser porque Judson tenía acceso a los historiales farmacéuticos privados, quizá no le hubiera encontrado nunca. Finalmente, la válvula cardiaca de cerdo le había dado la pista que necesitaba. Sabía que habían trasladado a D'Agosta a una unidad de atención cardiaca a causa de su herida en el corazón. El examen preliminar indicaba graves daños en una válvula aórtica. Debería haber muerto, el muy cabrón, pero en vista de que, contra todo pronóstico, aguantaba, Judson sabía que necesitaría una válvula de cerdo.

No había muchas peticiones de válvulas de cerdo en el sistema. Siguiendo el rastro de la válvula, encontraría al hombre. Era lo que había hecho.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que había una manera de matar dos pájaros de un tiro. A fin de cuentas, D'Agosta no era el objetivo principal, pero ya que estaba en coma y moribundo podía ser un magnífico señuelo.

Echó un vistazo a su reloj. Sabía que Pendergast y Hayward aún tenían su base de operaciones en Penumbra. No podían estar a mucho más de un par de horas de camino. Naturalmente, para entonces ya les habrían informado del estado de D'Agosta y estarían conduciendo a toda velocidad hacia el hospital. La sincronización era perfecta. D'Agosta estaba agonizando debido a la dosis de Pavulon que él le había administrado; la había dosificado con cuidado, para que tuviera efectos mortales, pero no inmediatos. Era lo bueno del Pavulon, que se podía ajustar la dosis para prolongar el drama de la muerte. Reproducía muchos de los síntomas del shock anafiláctico, y su semivida en el cuerpo era inferior a tres horas. Pendergast y Hayward se presentarían justo a tiempo para los últimos estertores; claro que no conseguirían llegar hasta el lecho de muerte.

Se levantó y paseó por el camino de ladrillo que cruzaba el parque. La iluminación del aparcamiento no alcanzaba muy lejos, por lo que casi todo el parque estaba a oscuras. Era un buen sitio desde el que disparar, si utilizara un fusil de francotirador, pero no podía ser. Cuando llegasen los dos agentes, aparcarían lo más cerca posible de la entrada principal, bajarían corriendo y entrarían enseguida, con lo que ofrecerían un blanco en constante movimiento. Después de su fallo con Pendergast, delante de Penumbra, a Esterhazy no le apetecía repetir el mismo error. Esta vez no correría riesgos. Por eso usaría la recortada.

Volvió hacia la entrada del hospital, que parecía la opción más fácil, sin complicaciones. Se colocaría a la derecha del camino, entre las farolas. Daba lo mismo dónde aparcasen Pendergast y Hayward. Tendrían que pasar irremediablemente por su lado. El saldría a su encuentro vestido de médico, con un sujetapapeles en la mano y la cabeza inclinada. Estarían preocupados, tendrían prisa, y él sería un médico. No sospecharían. ¿Podía haber algo más natural? Dejaría que se acercaran; él se situaría donde no pudiera verle nadie desde detrás de la doble puerta de cristal. Entonces levantaría la recortada por debajo de la bata de laboratorio y dispararía desde la cadera, a bocajarro. Los cartuchos doble cero les arrancarían literalmente por la espalda las visceras y la columna vertebral. Después, solo tendría que recorrer los seis metros que le separaban de su coche, subir e irse.

Repasó la secuencia con los ojos cerrados, cronometrándola. Más o menos quince segundos, desde el principio hasta el final. Para cuando el vigilante del mostrador de recepción pidiera refuerzos y, haciendo acopio de valor, levantara su culo gordo de la silla y saliese por la puerta, Judson se habría ido.

Era un buen plan. Sencillo. Infalible. Los blancos llegarían desprevenidos y vulnerables. Hasta Pendergast, con su flema legendaria, estaría nervioso. Seguro que se echaba la culpa del estado de D'Agosta, y ahora su amigo se estaba muriendo.

El único peligro, pero muy pequeño, era que le abordase o interpelase alguien en el hospital antes de poder actuar, pero no parecía muy probable. Era un hospital privado caro, lo bastante grande para que nadie se hubiera fijado en él cuando había entrado y mostrado al vuelo su identificación. Había ido directamente a la habitación de D'Agosta; lo había encontrado sedado y profundamente dormido después de la operación. No había vigilancia. Era evidente que les parecía que habían ocultado bastante bien su identidad. De hecho, había que reconocer que lo habían hecho muy bien, con todos los papeles en regla, y en el hospital casi todos creían que se llamaba Tony Spada, de Flushing, Queens...

Pero era el único paciente de toda la región que necesitaba una válvula aórtica de cerdo Xenograft por valor de cuarenta mil dólares.

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