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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Pantano de sangre (48 page)

BOOK: Pantano de sangre
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Al fondo del pasillo había una puerta mayor que las demás, entreabierta, con una luz tenue en los bordes. Pendergast recorrió el pasillo como un gato. Se notaba que los últimos dormitorios junto a los que estaba pasando seguían en uso: en uno de ellos, muy grande y elegante, aunque bastante espartano, había una cama recién hecha, un baño en suite y un tocador, así como un espejo unidireccional que daba a otro dormitorio contiguo, más pequeño y espartano, sin muebles, aparte de una cama grande de matrimonio.

Pendergast se acercó lentamente a la puerta del fondo del pasillo y se paró a escuchar. Distinguió el vago zumbido de un generador, pero dentro de la habitación no se oía nada. Todo estaba en silencio.

Se puso a un lado. Después, con un movimiento rápido, giró sobre sí mismo y empujó la puerta de un fuerte puntapié. Se abrió de golpe, al mismo tiempo que él se echaba al suelo.

Un terrible escopetazo destrozó el marco de la puerta por encima de él, arrancando un trozo del tamaño de una pelota de baloncesto y provocando una lluvia de astillas sobre Pendergast; pero antes de que el tirador pudiese descargar otro cartucho, el agente aprovechó su impulso para rodar por el suelo y levantarse. El segundo disparo hizo añicos la mesita que estaba al lado de la puerta. Sin embargo, para entonces Pendergast ya se había echado sobre el tirador y le había pasado un brazo por el cuello. Le arrancó el arma de las manos y le obligó a girarse... y descubrió entre sus brazos a una mujer alta y extraordinariamente guapa.

—Ya puede soltarme —dijo ella con tranquilidad.

Pendergast le quitó las manos de encima y dio un paso hacia atrás, apuntándola con su 45.

—No se mueva —dijo—. Mantenga las manos a la vista.

Un rápido registro de la sala le dejó asombrado. Era una unidad de cuidados intensivos de última tecnología, dotada con instrumentos médicos nuevos y relucientes: un sistema de monitoreo fisiológico, un oxímetro de pulso, un monitor de apnea, un respirador artificial, una bomba de infusión, un carro de paro, una unidad móvil de rayos X y media docena de aparatos digitales de diagnóstico. Todo con alimentación eléctrica.

—¿Quién es usted? —preguntó la mujer con voz gélida, recuperando su compostura.

Iba sencilla y elegante —con un vestido de color crema liso—, y sin joyas, pero muy arreglada y bien peinada. Lo que más impresionó a Pendergast fue la aguda inteligencia que traslucían sus ojos, de un azul acerado. La reconoció casi enseguida, por las fotos del registro civil de Baton Rouge.

—June Brodie —dijo.

Ella palideció, pero solo un poco. Se hizo un silencio tenso; por la puerta del fondo de la sala les llegó un leve grito, de dolor o desesperación. Pendergast se volvió y miró fijamente.

Cuando June Brodie volvió a hablar, lo hizo con frialdad.

—Siento decirle que su inesperada llegada ha alterado a mi paciente. Lo cual es muy lamentable.

73

—¿Paciente? —preguntó Pendergast. Brodie no dijo nada.

—Ya hablaremos de eso luego —dijo Pendergast—. De momento tengo a una colega herida en el pantano. Necesito su barco. Y estas instalaciones.

En vista de que June Brodie no mostró ninguna reacción, movió la pistola.

—Cualquier cosa que no sea la máxima diligencia y colaboración será gravemente perjudicial para su salud.

—No es necesario que me amenace.

—Lo siento, pero me temo que sí. ¿Me permite recordarle quién ha disparado primero?

—Ha irrumpido como el Séptimo de Caballería. ¿Qué esperaba?

—¿Dejamos para más tarde el intercambio de cumplidos?

—contestó fríamente Pendergast—. Mi colega está malherida.

June Brodie, que a pesar de todo seguía manteniendo una notable compostura, pulsó la tecla de un intercomunicador de pared y habló en tono autoritario.

—Tenemos visita. Prepárate para recibir a un paciente de urgencias y espéranos en el muelle, con una camilla.

Cruzó la sala y salió por la puerta, sin mirar por encima del hombro. Pendergast la siguió por el pasillo, con la pistola a punto. Ella bajó por la escalera, atravesó el salón principal de la cabaña, salió del edificio y recorrió la plataforma, hacia el embarcadero y el pantalán flotante. Subió elegantemente a la parte trasera y puso el motor en marcha.

—Desamarre el barco —dijo—. Y aparte la pistola, por favor.

Pendergast se la metió en el cinturón y soltó la amarra. Brodie aceleró, pilotando la embarcación en marcha atrás.

—Debe de estar a unos mil metros al este-sudeste —dijo Pendergast, señalando la oscuridad—. Por ahí —añadió—. Hay un tirador en el pantano. Aunque supongo que usted ya lo sabe. Puede que esté herido, y puede que no.

Brodie le miró.

—Quiere ir a buscar a su colega, ¿o no?

Pendergast señaló el tablero de control del barco.

Ella aceleró sin decir nada más. Navegaron deprisa por la cenagosa orilla del brazo de río. Al cabo de pocos minutos, Brodie redujo la velocidad para meterse por un canal muy pequeño, que se bifurcaba varias veces formando un laberinto de vías de agua. Logró meterse en el pantano maniobrando de un modo que Pendergast creía imposible, sin salirse ni un momento de un canal sinuoso que ni siquiera la intensa luz de la luna permitía ver con claridad.

—Más a la derecha —dijo él, escrutando los árboles.

No llevaban luces; con la luna se podía ver más lejos. Y también era más seguro.

El barco hilvanaba su camino entre canales; de vez en cuando parecía a punto de encallar en el lodo, pero siempre acababa superándolo con un acelerón del motor a chorro.

—Allá —dijo Pendergast, señalando la marca del tronco.

El barco se paró lentamente en una barrera de fango.

—No podemos ir más lejos —murmuró Brodie.

Pendergast se volvió hacia ella, la sometió con mano experta a un rápido cacheo en busca de armas escondidas y habló en voz baja.

—Usted quédese aquí. Yo voy a recoger a mi colega. Si sigue colaborando, sobrevivirá a esta noche.

—Repito: no hace falta que me amenace —dijo ella.

—No es una amenaza, sino una aclaración.

Pendergast bajó por la borda y caminó por el cieno.

—Capitana Hayward —llamó en voz alta.

No hubo respuesta.

—¿Laura?

Nada, solo silencio.

Llegó en pocos instantes a donde estaba Hayward. Seguía conmocionada, medio inconsciente, con la cabeza meciéndose contra el tronco podrido. Pendergast miró un momento a su alrededor, por si oía algún susurro, alguna rama rota o veía un destello metálico que indicase la presencia del tirador. Al no ver nada, cogió a Hayward por debajo de los brazos y la arrastró hacia el barco por el fango. La subió por la borda. Brodie cogió el cuerpo flácido y le ayudó a depositarlo sobre la cubierta.

Se volvió sin decir nada y puso el motor en marcha. Salieron del canal marcha atrás y volvieron a gran velocidad al campamento. Cuando se acercaron, apareció un hombre bajo con ropa blanca de hospital, que estaba en el embarcadero, sin decir nada, junto a una camilla. Pendergast y Brodie sacaron a Hayward de la embarcación y la depositaron sobre la camilla. El hombre se la llevó por la plataforma y la metió en el salón principal de la cabaña. Entre él y Pendergast llevaron la camilla escaleras arriba, por el pasillo, hasta la sala de urgencias, con su extraña dotación de última tecnología, y la colocaron junto a un grupo de aparatos de cuidados intensivos.

Mientras trasladaban a Hayward de la camilla a una cama, June Brodie se volvió hacia el hombre bajo vestido de blanco.

—Intúbala —dijo con brusquedad—. Orotraqueal. Y oxígeno.

El hombre puso rápidamente manos a la obra; introdujo un tubo por la boca de Hayward y le administró oxígeno. Los dos trabajaban con una rapidez y economía de movimientos que respondía a años de experiencia.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Brodie a Pendergast mientras cortaba una manga llena de barro con tijeras médicas.

—Una herida de bala y el ataque de un aligátor.

Asintió con la cabeza. Después le tomó el pulso de Hayward, le midió la presión y examinó sus pupilas con una linterna. Sus movimientos eran diestros y muy profesionales.

—Cuelga una bolsa de Dextran —ordenó al hombre de blanco—, y ponle una vía de 14 g.

Mientras él trabajaba, Brodie preparó una aguja y tomó una muestra de sangre, llenando una jeringuilla y transfiriéndola a tubos de vacío. Después cogió un escalpelo de la bandeja estéril que tenía al lado e hizo una serie de cortes con destreza, para quitar el resto de la pernera.

—Irrigación.

El hombre le dio una jeringa grande, llena de solución salina. Ella limpió la herida de barro y suciedad, a la vez que arrancaba muchas sanguijuelas, y lo tiró todo a un triturador de residuos médicos. Tras inyectar anestesia local en torno a los cortes, muy profundos, y a la herida de bala, trabajó con diligencia no exenta de calma, limpiándolo todo con solución salina y antiséptico. Por último, administró un antibiótico y vendó la herida.

Levantó la vista hacia Pendergast.

—Se pondrá bien.

Como si la hubiera escuchado, Hayward abrió los ojos y emitió un sonido por el tubo endotraqueal. Cambió de postura en la cama de hospital y señaló el tubo, levantando una mano.

Tras un breve examen, June mandó quitar el tubo.

—Me ha parecido mejor prevenir —dijo.

Hayward tragó saliva dolorosamente y miró a su alrededor, enfocando los ojos.

—¿Qué pasa?

—Acaba de salvarla un fantasma —dijo Pendergast—. El fantasma de June Brodie.

74

Hayward miró una tras otra las figuras borrosas e intentó incorporarse. Aún le daba vueltas la cabeza.

—Con permiso. —Brodie se acercó y enderezó el respaldo de la cama de hospital—. Ha sufrido una ligera conmoción —dijo—, pero volverá pronto a la normalidad. O lo más parecido a la normalidad, dadas las circunstancias.

—Mi pierna...

—Nada que no se cure. Tiene usted una herida superficial y un terrible mordisco de aligátor. He insensibilizado la zona con anestesia local, pero cuando se le pase el efecto, le dolerá. También necesitará más inyecciones de antibiótico. En la boca de los aligátores viven muchas bacterias indeseables. ¿Cómo se encuentra?

—Atontada —dijo Hayward, al tiempo que trataba de incorporarse—. ¿Qué es este sitio? —Se fijó en Brodie—. June... ¿June Brodie?

Miró a su alrededor. ¿En qué tipo de campamento podía haber unas instalaciones como aquellas, una sala de urgencias con los últimos avances en tecnología médica? Sin embargo, no se parecía a ninguna sala de urgencias que hubiera visto.

La luz era demasiado tenue. Excepto por los aparatos y el instrumental médico, era un espacio totalmente desnudo, sin libros, cuadros ni pósters; ni siquiera sillas.

Tragó saliva y sacudió la cabeza para despejársela.

—¿Por qué fingió su suicidio?

Brodie retrocedió y la miró.

—Ahora lo comprendo. Supongo que ustedes son los policías que están investigando Longitude Pharmaceuticals: la capitana Hayward, de la policía de Nueva York, y el agente especial Pendergast, del FBI.

—En efecto —dijo Pendergast—. Le mostraría mi placa, pero se la ha tragado el pantano.

—No será necesario —dijo ella fríamente—. Quizá sea mejor que no conteste a nada hasta que haya llamado a un abogado.

Pendergast la miró un rato con firmeza.

—No estoy de humor para saltar obstáculos —dijo en voz baja y amenazadora—. Responderá a todo lo que le pregunte, y al cuerno con el abogado y con sus derechos. —Se volvió hacia el hombre bajo, de blanco—. Póngase al lado de ella.

El hombre se apresuró a obedecer.

—¿Es el paciente? —preguntó Pendergast a Brodie—. ¿Al que se ha referido antes?

Brodie sacudió la cabeza.

—¿Le parece que esta es forma de tratarnos, después de haber ayudado a su colega?

—No haga que me enfade. Se calló.

Pendergast la miró con expresión amenazadora. Seguía con la Les Baer en la mano.

—Responderá exhaustivamente a mis preguntas, desde ahora mismo. ¿Me explico?

Ella asintió.

—Veamos, ¿a qué vienen estas instalaciones médicas? ¿Quién es su «paciente»?

—El paciente soy yo —dijo una voz rota y sibilante, mientras se abría una puerta en la pared del fondo—. Toda esta parafernalia es para mí.

Había alguien en la oscuridad, frente a la puerta; alguien alto, inmóvil, demacrado, cuya silueta de espantapájaros apenas se discernía en la penumbra que reinaba detrás de la sala de urgencias. Se rió; una risa frágil, apenas un resuello. Al cabo de momento, la sombra pasó muy lentamente de la oscuridad a media luz y levantó la voz, pero muy poco.

—¡Aquí está Charles J. Slade!

75

Judson Esterhazy había acelerado a fondo el 250 Mere, poniendo rumbo sur con la lancha de pesca, a una velocidad peligrosa por el viejo canal de leñadores. Mediante un esfuerzo supremo de voluntad, bajó un poco la palanca y apaciguó su torbellino mental. No cabía duda de que las circunstancias habían exigido huir, para no perder todavía más. Había dejado en el pantano a Pendergast y a la mujer herida, sin embarcación, a casi dos kilómetros de Spanish Island. Que llegasen allí no era lo que más le preocupaba; él estaba sano y salvo, y era el momento de emprender una retirada estratégica. Tendría que actuar con decisión, más temprano que tarde, pero de momento lo prudente era esfumarse, lamerse las heridas... y reaparecer con más vigor y fuerza.

A pesar de todo, por alguna razón, tenía la incómoda certeza de que Pendergast llegaría a Spanish Island; y, a pesar de todo lo ocurrido entre él y Slade, le costaba dejarle atrás, sin protección; le costaba mucho más de lo que había esperado.

Lo curioso era que, en el fondo, desde el momento en el que Pendergast se había presentado en Savannah, con su maldita revelación, había sabido que acabaría todo así. Aquel hombre no era normal. Doce años de meticuloso engaño habían saltado por los aires en cuestión de dos semanas, y todo por no haber limpiado el cañón de una maldita escopeta. Era increíble que un descuido tan pequeño pudiera tener repercusiones tan descomunales.

Al menos, pensó, no había cometido el error de subestimarle... como habían hecho tantos otros, para su desgracia. Pendergast no tenía ni idea de su participación en aquel asunto. Y tampoco sabía nada del as que se guardaba en la manga. Los secretos que Judson conocía, sin la menor duda, Slade se los llevaría a la tumba, o donde fuese.

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