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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Pantano de sangre (51 page)

BOOK: Pantano de sangre
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—¡Podría haberme administrado una sobredosis de morfina! ¡Y dormir, dormir!

Su voz se diluyó en un veloz galimatías, parecido al zumbido de una máquina.

Pendergast sacudió la cabeza.

—Estoy seguro de que June también es lo suficientemente precavida para regular la cantidad de morfina a la que tiene usted acceso. Lo peor, supongo, serán las noches, como le sucederá dentro de un rato, vista la rapidez con la que está gastando toda la dosis asignada sin dejar reservas para la noche que se le avecina, interminable, interminable.

—a! —volvió a chillar Slade, con un salvaje aullido.

—Es más. Seguro que ella y su marido se esmeran en limitar su vida de un sinfín de maneras. No es usted su paciente, sino su prisionero.

Slade sacudió la cabeza, mientras movía la boca como un loco sin emitir ningún sonido.

—Y a pesar de todas las atenciones de June —prosiguió Pendergast—, a pesar de la medicación y de las otras formas de mantener su atención, acaso más extravagantes, no puede evitar que irrumpan todas esas sensaciones. ¿Verdad que no?

Slade no contestó. Apretó una, dos y tres veces el botón de la morfina, pero al parecer no salía más. Entonces se derrumbó hacia delante. Su cabeza chocó con un sonoro golpe contra el fieltro de la mesa. La levantó otra vez, contrayendo espasmódicamente los labios.

—Por lo general, considero el suicidio una huida cobarde —dijo Pendergast—, pero en su caso es la única solución sensata, dado que, para usted, la vida es en realidad infinitamente peor que la muerte.

Tampoco esta vez contestó Slade. No dejaba de golpear el fieltro con la cabeza.

—Hasta la menor cantidad de estímulo sensorial es extremadamente dolorosa —siguió Pendergast—. Por eso su entorno está tan controlado y es tan minimalista. Yo, sin embargo, he introducido nuevos elementos. Mi voz, el olor del carbón, las volutas y colores de su humo, los chirridos de la silla, el ruido de las bolas de billar y el tictac del reloj. Según mis cálculos, en este momento es usted un recipiente a punto de rebosar, por decirlo de alguna manera.

Siguió hablando en voz baja, hipnótica.

—Dentro de menos de medio minuto, sonará el cucú del reloj. Doce veces. El recipiente estallará. Ignoro el número exacto de cucús que podrá soportar antes de usar la pistola; tal vez cuatro, cinco, incluso seis. Pero estoy seguro de que la usará, porque el sonido con la pistola al dispararse, ese último sonido, es la única respuesta. La única liberación. Considérelo como el regalo que le hago.

Slade levantó la vista. Tenía la frente roja, por los impactos en la mesa, y los ojos tan desorbitados que parecían moverse cada uno por su cuenta. Levantó hacia Pendergast la mano con la pistola. La dejó caer, y volvió a levantarla.

—Adiós, señor Slade —dijo Pendergast—. Faltan pocos segundos. Déjeme que le ayude a contarlos. Cinco, cuatro, tres, dos, uno...

78

Hayward esperaba, sentada en la camilla de la sala llena de instrumental médico. Los otros ocupantes del reluciente y vasto espacio —June Brodie y su marido, siempre callado— escuchaban y esperaban como estatuas, en la pared del fondo. De vez en cuando se oía una voz —un grito de rabia o desesperación, o una risa extraña, atropellada—, pero casi no se filtraba por las gruesas paredes, a todas luces insonorizadas.

Desde su privilegiado observatorio, Hayward veía ambas salidas: la que llevaba al despacho de Slade, y la otra, la de la escalera por donde se salía a la noche. No olvidaba ni por un momento que en algún lugar seguía habiendo otro tirador y que podía irrumpir por la escalera en cualquier instante. Levantó la pistola y comprobó que estuviera cargada.

Una vez más, desvió la vista hacia la puerta por donde habían desaparecido Pendergast y Slade. ¿Qué pasaba? Casi nunca se había encontrado tan mal: completamente exhausta, cubierta de barro reseco y con un dolor terrible en la pierna, que aumentaba a medida que se le pasaban los efectos del analgésico. Al menos habían pasado diez minutos desde que se habían ido; tal vez un cuarto de hora, pero un sexto sentido le aconsejaba obedecer la perentoria orden de Pendergast de quedarse donde estaba. El le había prometido no matar a Slade. Al margen de otras consideraciones, quería convencerse de que Pendergast era un caballero, fiel a su palabra.

En ese momento detonó una pistola: un solo disparo cuya sorda vibración hizo temblar la sala. Hayward levantó su arma.

June Brodie corrió gritando hacia la puerta.

—¡Espere! —ordenó Hayward—. Quédese donde está.

No hubo más ruidos. Pasó un minuto. Dos. Después se oyó el sonido, suave pero nítido, de una puerta que se cerraba. Al cabo de un momento, sonaron pasos casi imperceptibles en la moqueta del pasillo. Hayward se irguió en la camilla, con el corazón desbocado.

El agente Pendergast cruzó la puerta.

Hayward le miró fijamente. Bajo la gruesa costra de fango, estaba más pálido de lo habitual, pero por lo demás no parecía herido. El agente les miró a los tres, uno tras otro.

—¿Slade...? —preguntó Hayward.

—Muerto —fue la respuesta.

—¡Le ha matado! —chilló June Brodie.

Corrió al pasillo, pasando al lado del agente, que no hizo nada para detenerla.

Hayward bajó de la camilla, haciendo caso omiso de la punzada de dolor en la pierna.

—Hijo de puta, me había prometido...

—Ha muerto por su propia mano —dijo Pendergast.

Hayward se calló.

—¿Suicidio? —preguntó el señor Brodie, hablando por primera vez—. No puede ser.

Hayward miró a Pendergast fijamente.

—No me lo creo. Le dijo a Vinnie que le mataría... y le ha matado.

—Correcto —respondió Pendergast—. Es verdad que lo juré. Aun así, lo único que he hecho ha sido hablar con él. La acción ha corrido de su cargo.

Hayward abrió la boca para decir algo, pero acabó cerrándola. De pronto ya no quería saber nada más. ¿Qué significaba «hablar con él»? Se estremeció.

Pendergast la observaba atentamente.

—Capitana, recuerde que Slade ordenó el asesinato. No lo ejecutó. Aún tenemos trabajo.

Al cabo de un momento reapareció June Brodie. Lloraba en silencio. Su marido se acercó y le pasó un brazo por el hombro para consolarla, pero ella se apartó.

—Ya no hay ninguna razón para quedarnos aquí —dijo Pendergast a Hayward. Se volvió hacia June—. Lo siento, pero tendremos que tomar prestada su lancha. Nos ocuparemos de que se la devuelvan mañana.

—Una docena de policías armados hasta los dientes, supongo —replicó amargamente ella.

Pendergast sacudió la cabeza.

—Nadie más tiene por qué saber esto. Usted ha cuidado a un loco durante sus últimas penalidades, y, por lo que a mí respecta, ahí empieza y acaba la cosa. No hay necesidad de informar del suicidio de un hombre que ya estaba oficialmente muerto. Usted y su marido tendrán que inventarse alguna historia coherente para evitar que se interesen de forma oficial por ustedes, o por Spanish Island.

—Loco —le interrumpió June Brodie, casi escupiendo esa palabra—. Usted le llama así, pero era más que eso, mucho más.

Era una buena persona. Hizo buenas obras, obras maravillosas; y si yo hubiera conseguido curarle, habría vuelto a hacerlas. He intentado explicárselo, pero usted no me ha escuchado. No me ha escuchado...

Se le quebró la voz. Hizo un esfuerzo por recuperar la compostura.

—Su dolencia era incurable —dijo Pendergast, con cierta amabilidad—. Y me temo que sus devaneos experimentales no podrían hacer olvidar de ningún modo el asesinato a sangre fría.

—¡Devaneos! ¿Devaneos? ¡Hizo esto!

Brodie se clavó un dedo en el pecho.

—¿Esto? —preguntó Pendergast.

En su cara embadurnada de fango apareció una sorpresa que se disipó de golpe.

—Si tanto sabe de mí, seguro que estaba al corriente de mi estado —dijo ella.

Pendergast asintió con la cabeza.

—Esclerosis lateral amiotrófica. Ahora lo entiendo. Es la respuesta a la última pregunta que me quedaba: por qué se fue al pantano antes de que enloqueciera Slade.

—No entiendo —dijo Hayward.

—La enfermedad de Lou Gehrig. —Pendergast se volvió hacia la señora Brodie—. En este momento, por lo que parece, no sufre usted ninguno de sus síntomas.

—No tengo síntomas porque ya no estoy enferma. Después de recuperarse, Charles tuvo una época de... genialidad. De una genialidad increíble. Es el efecto de la gripe aviar. Tuvo ideas, ideas maravillosas. Ideas para ayudarme a mí... y a otros. Creó un tratamiento para la ELA, usando proteínas complejas criadas en cubas de células vivas. El primero de lo que ahora llaman fármacos «biotecnológicos». Charles fue el primero en elaborarlos, él solo, con diez años de adelanto. Tuvo que retirarse del mundo para hacer su obra. Lo hizo aquí, todo aquí.

—Ahora entiendo que esta sala parezca mucho más que una clínica —dijo Pendergast—. Es un laboratorio experimental.

—Sí. Al menos lo era, antes... antes de que Charles cambiara.

Hayward se volvió hacia ella.

—Es increíble. ¿Por qué no se lo ha contado a nadie?

—Imposible —dijo la señora Brodie, casi susurrando—. El lo tenía todo en la cabeza. Por mucho que se lo suplicamos, nunca lo puso por escrito. Luego empeoró, y ya fue demasiado tarde. Por eso yo quería conseguir que volviera a ser como antes. El me quería. Me curó. Y ahora se ha llevado el secreto a la tumba.

 Cuando zarparon de Spanish Island, unas espesas nubes cubrían la luna. Había poca luz, tanto para un francotirador cuanto para un piloto. Pendergast mantuvo la velocidad del barco al mínimo; el ruido del motor era casi inaudible mientras atravesaban la frondosa vegetación. Hayward iba sentada a proa, junto a unas muletas que habían cogido en la cabaña. Pensaba en silencio.

Pasó cerca de media hora sin que pronunciaran ni una sola palabra. Finalmente, Hayward salió de sus cavilaciones y se volvió hacia Pendergast, que pilotaba en la consola trasera.

—¿Por qué lo hizo Slade? —preguntó.

Los ojos de Pendergast relucieron un poco al mirarla.

—Me refiero a desaparecer —añadió Hayward—. A esconderse en este pantano.

—Debía de saber que estaba infectado —repuso Pendergast al cabo de un momento—. Ya había visto qué les había ocurrido a los demás. Se dio cuenta de que se volvería loco... o algo peor, y quiso asegurarse de poder controlar de algún modo los cuidados a los que le sometiesen. Spanish Island era una elección perfecta. Si aún no la habían descubierto, ya no la descubrirían. Y al haberla usado anteriormente de laboratorio, ya contaba con gran parte del instrumental que necesitaría él. No cabe duda de que albergaba esperanzas de curarse. Es posible que curase a June Brodie mientras intentaba descubrir el remedio de su enfermedad.

—Entiendo, pero ¿qué falta hacía todo ese montaje? Escenificar su muerte y la de la señora Brodie... Me refiero a que no era un fugitivo de la ley, ni nada por el estilo.

—No, de la ley no. Es cierto que parece una reacción muy drástica, pero en esas circunstancias no se suele pensar con claridad.

—Bueno, el caso es que ahora está muerto —añadió Hayward—. ¿Ha encontrado usted algo de paz?

Al principio el agente no contestó. Cuando lo hizo, su voz era monótona, inexpresiva.

—No.

—¿Por qué no? Ha resuelto el misterio y ha vengado el asesinato de su mujer.

—Acuérdese de lo que ha dicho Slade: en el futuro me espera una sorpresa. Solo podía referirse al segundo tirador, el que sigue ahí, en alguna parte. Mientras ande suelto, será un peligro para usted, para Vincent y para mí. Además... —Hizo una pausa—. Hay otra cosa.

—Siga.

—Mientras quede una persona, una sola, con responsabilidad en la muerte de Helen, no podré descansar.

Hayward le miró, pero de pronto Pendergast fijaba la vista en otro sitio. Parecía extrañamente cautivado por la luna llena, que había salido de detrás de las nubes, y se ponía al fin en el pantano. Unas listas de luz iluminaron un instante su rostro en el momento en el que la esfera se hundía en la densa vegetación.

Después, cuando la luna acabó desapareciendo bajo el horizonte, la luz se extinguió y el pantano volvió a sumirse en la oscuridad.

79

Malfourche, Mississippi

La lancha militar, con Pendergast al timón, se metió en un amarre desocupado del otro lado de la ensenada, frente al embarcadero del bar de Tiny. Casi era mediodía. El sol derramaba un calor y una humedad inusitados en todos los rincones del fangoso muelle.

Tras saltar a tierra, Pendergast amarró el barco, ayudó a Hayward a bajar al atracadero y le tendió sus muletas.

Aunque aún fuera por la mañana, ya se oían acordes de música country and western que salían del destartalado Bait'n'Bar del otro lado del muelle. Pendergast sacó la escopeta corredera de calibre 12 de June Brodie y la levantó por encima de su cabeza.

—¿Qué hace? —preguntó Hayward, en equilibrio sobre sus muletas.

—Llamar la atención de todo el mundo. Como le he dicho antes, tenemos cuestiones pendientes.

Un enorme estallido acompañó el disparo hecho al aire. Unos instantes después empezó a aparecer gente por la puerta del Bait'n'Bar, como avispones saliendo de su nido, muchos de ellos con una cerveza en la mano. A Tiny y Larry no se les veía por ninguna parte. En cambio, el resto de la panda estaba en pleno, observó Hayward. Sintió leves náuseas al acordarse de sus caras sudorosas y lascivas. El nutrido grupo les miró en silencio.

Se habían lavado antes de salir de Spanish Island. June Brodie le había dado a Hayward una blusa limpia. A pesar de todo, la capitana tuvo la seguridad de que todavía tenían un aspecto sucio.

—¡Vamos, chicos, venid todos a ver esto! —dijo en voz alta Pendergast, yendo hacia el bar de Tiny y hacia los otros amarres por el embarcadero.

Titubeantes, desconfiados, los hombres se fueron acercando, hasta que uno de ellos, el más valiente del grupo, se separó del resto. Era un hombre corpulento, de aspecto peligroso, con una cara pequeña de hurón sobre un cuerpo grande y amorfo.

Sus ojos, azules y suspicaces, les miraron fijamente.

—¿Ahora qué coño queréis? —preguntó, tirando su lata de cerveza al agua sin dejar de caminar.

Hayward reconoció a uno de los que más había gritado cuando Tiny le cortó el sujetador por la mitad.

—Nos había dicho que nos dejaría en paz —exclamó otro hombre.

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