Pantano de sangre (23 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

BOOK: Pantano de sangre
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—De eso no estamos seguros —dijo Pendergast.

—Pero puede estar tranquilo, porque lo averiguaremos —dijo D'Agosta.

Esterhazy no respondió. Se limitó a seguir mirando por la ventana, mientras movía lentamente la mandíbula y su mirada se perdía a lo lejos.

31

Sarasota, Florida

A quinientos treinta kilómetros al sur, otro hombre miraba por otra ventana.

John Woodhouse Blast contemplaba a los rastreadores y bañistas, diez pisos más abajo; las largas líneas de espuma blanca que se rizaban al llegar a la costa; la playa que se extendía casi hasta el infinito... Se giró y cruzó la sala de estar; se paró un momento ante un espejo con un marco dorado. La cara demacrada que le contempló reflejaba el nerviosismo de una noche de insomnio.

Con el cuidado que había tenido... ¿Cómo era posible que ahora le pasara aquello? Aquel ángel vengador apareciendo en la puerta de su casa, tan inesperadamente, con su blanca calavera... El siempre había actuado con prudencia, sin jugársela. Y de momento le había salido bien...

Sonó el teléfono, rompiendo el silencio de la sala. Fue tan brusco, que Blast dio un respingo. Se acercó rápidamente y levantó el auricular de su soporte. Los dos pomeranias observaban todos sus movimientos desde la otomana.

—Soy Victor. ¿Qué tal?

—¡Hombre, Victor, ya era hora de que me devolvieras la llamada! ¿Dónde coño estabas?

—De viaje —contestó una voz ronca, de cazalla—. ¿Tienes algún problema?

—¡A ti qué te parece! Un problema enorme, de cojones. Anoche vino a meter las narices un agente del FBI. —¿Alguien que conozcamos?

—Se llama Pendergast. Le acompañaba un poli de Nueva York.

—¿Qué querían?

—¿Tú qué crees que querían? Sabe demasiado, Víctor. Demasiado. Tendremos que zanjar el asunto lo antes posible.

—¿Quieres decir...?

La voz ronca vaciló.

—Exacto. Ha llegado el momento de desmontarlo todo.

—¿Todo?

—Todo. Ya sabes lo que hay que hacer, Victor. Ponlo en marcha. Y zánjalo lo antes posible.

Blast estampó el teléfono en el soporte, y se quedó mirando el interminable horizonte azul por la ventana.

32

La pista de tierra atravesaba sinuosamente el bosque de pinos, hasta salir a un gran prado, al borde de un manglar. El tirador aparcó el Range Rover y sacó del maletero una funda de escopeta, una cartera y una mochila. Lo llevó todo a una loma en el centro del prado y lo dejó sobre la hierba aplastada. Después sacó de la cartera una diana de papel y caminó hacia la ciénaga, contando los pasos. El sol de mediodía se filtraba por el bosque de cipreses, proyectando manchas de luz de un verde amarronado en el agua.

Tras elegir un tronco liso y ancho, clavó la diana en la madera, fijándola con un martillo de tapicero. Hacía calor para ser invierno: más de quince grados; ráfagas que olían a agua y a madera podrida llegaban de la ciénaga, y los graznidos y silbidos de una bandada de cuervos armaba ruido entre las ramas. La casa más próxima estaba a quince kilómetros. No soplaba nada de viento.

Volvió donde había dejado el equipo; al contar sus pasos por segunda vez comprobó que la diana estuviera a unos cien metros.

Abrió el estuche duro Pelican y sacó la escopeta: una Remington 40-XS táctica. Pesaba mucho, la muy jodida: siete kilos, pero a cambio ofrecía una precisión superior a 75 MOA. El tirador llevaba cierto tiempo sin disparar con ella. Sin embargo, ya estaba limpia, engrasada y lista.

Se apoyó en una rodilla, puso el arma encima de la otra y bajó el bípode, que ajustó y fijó. A continuación se tendió sobre la hierba amazacotada, colocó la escopeta delante de él y la movió hasta que quedase bien firme y encajada. Cerró un ojo y miró por el visor Leupold la diana clavada en el árbol. De momento todo iba bien. Metió la mano en el bolsillo de atrás, sacó una caja de munición 308 Winchester y la dejó a su derecha, encima de la hierba. Después sacó un cartucho y lo metió en la recámara, operación que repitió hasta llenar el cargador interno de cuatro balas. Por último, echó el cerrojo y volvió a mirar por el visor.

Apuntó a la diana, respirando despacio y dejando que su frecuencia cardiaca aminorase. El leve temblor del arma, que se ponía de manifiesto en el movimiento de la diana en el punto de mira, se redujo a medida que relajaba todo el cuerpo. Apoyó el dedo en el gatillo y tensó los músculos, vaciando los pulmones mientras contaba los latidos de su corazón. Finalmente, disparó entre dos de ellos. Un chasquido y un leve culatazo. Sacó el casquillo y volvió a respirar. Se relajó otra vez y aplicó de nuevo una lenta presión al gatillo. Otro chasquido, y otro culatazo, mientras los ecos se apagaban con rapidez por el llano pantanoso. Con dos disparos más vació el cargador. Se levantó, recogió los cuatro cartuchos, los guardó en el bolsillo y fue a inspeccionar la diana.

Los agujeros estaban bastante juntos, hasta el punto de formar un solo orificio irregular un poco a la izquierda y por debajo del centro del blanco. Con una regla de plástico midió la desviación. Después se giró y desanduvo el camino por el prado, despacio, para no cansarse más de lo necesario. Tendido en el suelo, cogió la escopeta con las dos manos y ajustó la elevación y el visor teniendo en cuenta las medidas que acababa de tomar.

Una vez más, con mucha flema, disparó cuatro veces al blanco. Esta vez la agrupación coincidía con el centro exacto, y las cuatro balas se situaban prácticamente en el mismo orificio. Satisfecho, arrancó la diana del tronco, la arrugó y se la metió en el bolsillo.

Volvió al centro del prado y se puso otra vez en posición de tiro. Había llegado el momento de divertirse un poco. Con los primeros disparos, la bandada de cuervos había emprendido ruidosamente el vuelo hasta posarse a unos trescientos metros, al fondo del prado. Los vio en el suelo, debajo de un pino carolino alto, contoneándose sobre la pinaza y buscando semillas de las pinas dispersas.

Eligió un cuervo por el visor y lo siguió con el punto de mira, mientras picoteaba y estiraba una pina, zarandeándola con el pico. Su dedo índice se tensó en la curva de acero. Sonó el disparo. El pájaro desapareció entre una nube de plumas negras, salpicando un tronco cercano con trocitos de carne roja. El resto de la bandada levantó el vuelo despavorida, se desparramó en el cielo azul y desapareció sobre las copas de los árboles.

Buscó otro blanco. Esta vez dirigió el visor hacia el manglar. Lo deslizó lentamente por el borde de la ciénaga, hasta encontrarlo: una rana toro enorme, a unos ciento cincuenta metros de distancia, que descansaba sobre un nenúfar, en medio de una mancha de sol. Volvió a apuntar, se relajó y disparó. Brotó una nube rosada, mezclada con agua verde y trocitos de nenúfar, que dibujó un arco bajo la luz del sol y cayó elegantemente al agua. La tercera bala seccionó la cabeza de una mocasín de agua, que se agitó asustada por el agua, intentando escapar.

Quedaba una bala. Necesitaba un verdadero desafío. Buscó con los ojos por la ciénaga, pero los disparos habían ahuyentado a toda la fauna y no se veía nada. Tendría que esperar.

Volvió al Range Rover, sacó del maletero una funda de escopeta de tela, abrió la cremallera y sacó una Bobwhite CZ yuxtapuesta de calibre 12, con una culata personalizada. Era la escopeta más barata que tenía, pero no dejaba de ser un arma excelente. No le gustaba nada lo que estaba a punto de hacer, pero hurgó en el coche hasta sacar un torno portátil y una sierra de arco con una hoja nueva.

Se puso la escopeta sobre las rodillas. Acarició los cañones, los frotó con un poco de aceite de escopeta y los cubrió con una cinta métrica de papel. Después de marcar el punto exacto con un clavo, cogió la sierra de arco y se puso manos a la obra.

Era un trabajo largo, tedioso y agotador. Cuando acabó, limó las barbas con una lima de cola de ratón, pulió las puntas al bies, les pasó un estropajo de aluminio y volvió a engrasarlas. Abrió la escopeta y con cuidado la limpió de virutas sueltas, antes de meter dos cartuchos. Se acercó tranquilamente al manglar, con la escopeta y los trozos recortados de cañón. Los lanzó al agua lo más lejos que pudo, se apoyó la escopeta en la cintura y apretó el gatillo delantero.

La detonación fue ensordecedora y el culatazo como el de una muía: tosco, zafio... pero de una eficacia arrasadora. El segundó cañón también funcionó de maravilla. Volvió a abrir el cerrojo. Se metió en el bolsillo los cartuchos vacíos, limpió el arma y la cargó otra vez. La segunda vez dio el mismo buen resultado. Estaba dolido, pero satisfecho.

Al volver al coche, metió la escopeta en su funda, la guardó y sacó de la mochila un bocadillo y un termo. Comió despacio, saboreando el sandwich de foie trufado; se sirvió una taza de té caliente con leche y azúcar del termo. Hizo el esfuerzo de disfrutar del aire puro y del sol, sin pensar en el problema. Cuando ya estaba acabando de comer, una hembra de ratonero de cola roja se levantó de la ciénaga, con toda probabilidad de un nido, y echó a volar perezosamente en círculos sobre las copas de los árboles. El tirador calculó que la distancia era de unos doscientos cincuenta metros.

Por fin un desafío digno de él.

Volvió a ponerse en posición de tiro con la escopeta de francotirador apuntando al pájaro, pero el campo del visor era demasiado pequeño para mantener al ave dentro. Tendría que usar la mira de hierro. Volvió a seguir al ratonero, esta vez con la mira fija, intentando seguirlo en movimiento. Tampoco. La escopeta pesaba demasiado, y el ave era muy rápida. El ratonero volaba formando elipses. Llegó a la conclusión de que la única manera de acertar sería apuntar de antemano a un punto de la elipse, esperar a que llegase el pájaro y sincronizar el disparo.

Al cabo de un momento el ratonero cayó del cielo, acompañado de unas pocas plumas que flotaban, llevadas por el viento.

El tirador dobló el bípode, recogió y contó los casquillos y volvió a meter la escopeta en su estuche. Después guardó la comida y el termo y levantó la mochila. Echó un último vistazo a la zona, pero el único rastro de su presencia era un poco de hierba aplastada.

Se giró hacia el Land Rover con satisfacción. Ya podía dar rienda suelta, al menos por un tiempo, a sus sentimientos; dejarlos fluir por su cuerpo, subir la adrenalina y prepararlo para la caza.

33

Port Allen, Luisiana

Frente al centro de visitantes, bajo un intenso sol vespertino, D'Agosta miraba la calle Court, con el río al fondo. Aparte del centro —un edificio antiguo y bonito de ladrillo, perfectamente reformado y actualizado—, todo parecía muy nuevo: las tiendas, los edificios públicos y las casas desperdigadas por la orilla. Resultaba difícil creer que el médico de John James Audubon hubiera vivido y muerto justo allí, o muy cerca, ciento cincuenta años atrás.

—Al principio, este lugar recibía el nombre de St. Michel —dijo a su lado Pendergast—. La fundación de Port Allen se remonta a 1809, pero en cincuenta años el Mississippi ya se había adentrado hasta más de la mitad de la ciudad. ¿Damos un paseo por la orilla del río?

Echó a caminar con paso ligero, seguido por D'Agosta, que tuvo que esforzarse para darle alcance. Agotado, le sorprendía que Pendergast mantuviera aquella energía tras pasar toda una semana viajando constantemente en coche y en avión, de un lado para otro, acostándose a medianoche y levantándose al alba. Tenía la sensación de que la visita a Port Allen estaba de más.

Lo primero que habían visitado era la penúltima morada del doctor Torgensson: una elegante residencia antigua de ladrillo, al oeste de la ciudad, reconvertida en funeraria. Después habían ido a toda prisa al ayuntamiento, donde Pendergast había seducido a una secretaria para que le dejase manosear planos y libros; y ahora estaban en la orilla del Mississippi, donde, según Blast, el doctor Torgensson había pasado sus últimos y tristes meses en una casucha, arruinado y desquiciado por la sífilis y el alcohol.

El paseo del río era ancho y majestuoso, y la vista desde el dique, espectacular: Baton Rouge se extendía en la otra orilla, y las barcazas y los remolcadores se enfrentaban a la amplia corriente de aquellas aguas color de chocolate.

—Aquello es la esclusa de Port Allen —dijo Pendergast, señalando con la mano un gran corte en el dique, acabado en dos enormes compuertas amarillas—. La mayor estructura flotante de su tipo. Conecta el río con la vía intracostera.

Caminaron unas cuantas manzanas junto al río. D'Agosta sintió que revivía gracias a la fresca brisa que llegaba del agua. Se detuvieron en un puesto de información, donde Pendergast consultó los anuncios y los tablones de avisos.

—¡Qué tragedia! Nos hemos perdido el festival anual de cítara —bromeó.

D'Agosta le miró con disimulo. Sabiendo cuánto le había afectado el asesinato de su mujer, parecía mentira que hubiera reaccionado con tan poca emoción ante la noticia sobre Constance Greene, que les había dado Hayward el día anterior. Por mucho tiempo que pasara, parecía que D'Agosta nunca llegaría a conocer realmente a Pendergast. Estaba seguro de que sentía afecto por Constance, y sin embargo casi parecía indiferente al hecho de que estuviese en prisión preventiva, acusada de infanticidio.

Pendergast salió tranquilamente del puesto de información, cruzó el césped hacia el río y se detuvo delante de los restos de una esclusa que había quedado medio sumergida.

—A principios del siglo XIX, la zona comercial debía de estar a unas dos o tres manzanas de aquí —dijo, señalando los remolinos del agua—. Ahora se la ha apropiado el río.

Retrocedió por el paseo, seguido de D'Agosta. Al llegar a la avenida Commerce, dobló a la izquierda por la calle Court, y después a la derecha, por Atchafalaya.

—Cuando el doctor Torgensson se vio obligado a instalarse en su último domicilio —dijo—, St. Michel se había convertido en West Baton Rouge. Por aquel entonces, esta era una zona de mala fama, un barrio obrero entre el apartadero de trenes y el embarcadero del ferry.

Volvió a cambiar de calle, consultó el mapa y dio algunos pasos antes de pararse de nuevo.

—Estoy seguro de que es aquí—dijo con su acento meloso.

Habían llegado a un pequeño centro comercial compuesto de tres edificios alineados: un McDonald's, una tienda de móviles y un establecimiento bajo y de colores chillones cuyo nombre, Pappy's Donette Hole, era el de una cadena cutre de la zona, que D'Agosta ya había visto en otros lugares. Delante de Pappy's había dos coches aparcados. En el McAuto tenían bastante trabajo.

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